Escribir a mano es como matar con cuchillo. Es un ritual de sangre caliente e intimidad con las palabras. Hay pulso, temperatura corporal, nervio y temblor derramados en cada palabra liberada. A menudo extraño hacer de la escritura una ceremonia de entrega y agotamiento en donde una mano adolorida me jura que voy a morir de algo que ha valido la pena. Si escribir es acuchillar, puedo afirmar que durante las últimas dos décadas del Siglo XX me dediqué a inmolar letras a navajazo limpio. Lo atípico, lo artificial era escribir en el hostil teclado. Aporrear la máquina de escribir o la computadora era un asunto de transcripción, de pasado en limpio. Cuando me sentaba a teclear (necesariamente en un artefacto prestado) era porque el texto en cuestión aspiraba a publicarse, pero hasta los tardíos noventa no hubo un solo desparrame escritural cuya vereda no fuera de mi cabeza al papel. Su vehículo natural, el único médium posible, era la pluma. El teclado era por definición un transcriptor, un editor, pero nunca un hechicero capaz de transformar en palabra la locura. Escribir necesariamente implicaba sostener una pluma o un lápiz entre pulgar, índice y mayor y desparramar tinta en un papel mostrenco. No había conteo de palabras ni caracteres. Hablar de pluma no era en absoluto metafórico. Los primeros textos que publiqué en mi vida nacieron a mano. Durante el tiempo que acudí al taller de Rafael Ramírez Heredia llevaba mi nonata novela escrita en un cuaderno Scribe verde. Mi desastre de caligrafía corría libre y creo que menos de la décima parte de las letras que desparramé en aquella época arribaron a alguna máquina. El problema es que en cuestiones de motricidad mi mano ha sido siempre un desastre y la caligrafía desparramada en el papel fue un homenaje a la catástrofe. Aun así, con pluma y papel he ido liberando por ahí millones de palabras que jamás tendrán lector por la simple y sencilla razón de que nadie podrá descifrar un amasijo de patas de araña. El mejor candado para garantizar la privacidad de mis diarios íntimos es la imposibilidad de leer una sola palabra. Esa escritura autista me acompañó a lo largo de toda mi juventud, pues mi relación con las computadoras comenzó muy tarde. No estoy seguro, pero creo que mi primer texto que llegó de la imaginación al teclado sin hacer escala en papel alguno fue un furioso desparrame en segunda persona llamado Odiando a Dios en Tijuana parido en 1999. Desde entonces dejé de agarrotar la palma de la mano sosteniendo un yacimiento de tinta o carbón y me dediqué a aporrear teclas. Sin embargo, cuando el aburguesamiento y la zona de confort merodean por mi existencia, siento la necesidad casi fisiológica de escribir en libreta, arrojar palabras sin otro deseo y pretensión que verlas correr libres por la estepa del papel en blanco sin desear a priori un improbable lector o un incierto destino editorial. Palabras prófugas, liberadas al vuelo, como quien arroja piedritas al agua
Friday, December 25, 2015
Thursday, December 24, 2015
No pocas veces he escuchado que ese idílico y a menudo engañoso concepto llamado felicidad solo puede dimensionarse cuando yace en el pasado. “No sabes lo que tienes hasta verlo perdido”, perora la socorridísima frase. De pronto, un día cualquiera caes en cuenta que eras inmensamente feliz y no lo sabías. El cénit de tu vida ya es pretérito y ni siquiera fuiste capaz de disfrutarlo. La felicidad es tan embriagante y la convicción de un idílico futuro tan pertinaz, que lo normal es creer que lo mejor está por llegar y lo actual es un preludio, una etapa destinada necesariamente a ser superada
Hoy sin embargo me sucede lo contrario. Por vez primera empiezo a sentir la saudade del mañana, la añoranza terrible que sentiré por estos días.
El Carpe Diem es la maximización del instante, la total entrega al presente, pero no hay Carpe Diem posible en la Saudade del mañana (podría también narrar algo en torno a la persona de quien escuché por vez primera la expresión Carpe Diem y la persona de quien escuché por vez primera la palabra Saudade, pero esa es otra historia) Te emborrachas de esta tarde sin preocuparte por intuir las señales de la nostalgia anticipada. La embriaguez no conoce nada del mañana, pero tú empiezas a sentir nostalgia por los días que vives ahora mismo. Vaya negación del éxtasis: el mejor día de tu vida es hoy, pero tu felicidad se empaña ante la certidumbre de su fugacidad.
Las sombras de diciembre arriban puntuales por la puerta corrediza del patio. Este mes nunca se niega a sí mismo. En la esquina brilla el árbol y por la ventana irrumpe el traje negro bordado de niebla.