Para darles un ejemplo de lo que entiendo por respeto absoluto a la libertad de expresión y tolerancia, les voy a hablar de mi relación con el movimiento alterado y los narcocorridos. Nunca me he cansado de expresar la repugnancia y el asco que me genera esa subcultura. Alguien que disfruta o se identifica con las canciones del movimiento alterado es alguien que tiene la cabeza infestada de mierda. En el país de los miles de muertos y desaparecidos del narco, una alabanza a sus verdugos y un elogio a su prepotencia es casi equivalente a que hicieras apología del nazismo en la Polonia de 1944. Aun así, pese al asco que me inspira, cuando me preguntan si estoy a favor de la prohibición de los narcocorridos mi respuesta es no. No estoy a favor de ningún tipo de censura a una forma de expresión, por degradante que ésta resulte. Prohibir o coartar es siempre un error. El voltaireano “puedo estar totalmente en contra de lo que piensas, pero defenderé a hasta la muerte el derecho que tienes de expresarlo” lo llevo hasta sus últimas consecuencias.
Pasemos ahora al plano religioso. Cerca de mi casa hay una especie de campamento o misión de cristianos evangélicos. A menudo los escucho cantar e incluso una mañana en que trataba de escribir en la biblioteca de Rosarito, fui interrumpido por los gritos y berridos de sus pastores pochos. Cuando camino por la calle a menudo topo con testigos de Jehová que me hablan la inminencia del juicio final y del acecho omnipresente de Satanás. Con horror e impotencia veo a las sectas cristianas expandirse como una epidemia entre las comunidades más pobres de Baja California. Ante mis ojos y mi manera de interpretar el mundo, ellos son una enfermedad, un engendro de la ignorancia más absoluta, el miedo y la falta de expectativas. Cuando escucho perorar a los pastores evangélicos pienso que solo un débil mental o alguien con la vida hecha mierda puede dejarse estafar por un producto tan burdo y barato. Eso es lo que yo pienso. Lo que ellos piensan de mí es que soy un pecador condenado al infierno, un soberbio intelectual que no ha visto la luz de dios y tiene su alma vacía. Eso pensamos uno del otro y nunca vamos a cambiar. Sin embargo, si me preguntaran si estaría a favor de que se les censure o se les agreda mi respuesta es no. No justificaría ni toleraría ninguna forma de violencia o intimidación hacia ellos ni tampoco un límite legal a su libertad de expresarse (salvo en casos en que haya una estafa abierta como sucede con “pare de sufrir”, quienes ofrecen curas milagrosas a enfermedades terminales). Hasta ahora hemos sido capaces de vivir en paz. Nunca he sido agredido físicamente por algún fanático religioso y nunca he agredido a uno…
Saturday, January 10, 2015
Friday, January 09, 2015
El crimen terrorista en contra del semanario francés Charlie Hebdó que cobró la vida de al menos doce personas y dejó a ocho heridas de gravedad, es un atentado contra la libertad de expresión en el mundo entero, una agresión a quienes creemos en la tolerancia, en el respeto y en el imperio de las ideas y la razón sobre el pensamiento único que no admite la diversidad, la crítica, el debate y la sátira. Nadie tiene derecho a inmolar una vida humana en el altar de sacrificios de una creencia religiosa. Pero más allá del inagotable debate sobre la intolerancia y el oscurantismo de grupos radicales, valdría la pena, en esta ocasión, ceder a la odiosa comparación y poner en la balanza la forma de reaccionar de un gobierno ante una masacre que sacude un país. Pongamos por un momento la tragedia de Iguala, Guerrero frente a la tragedia de París. Cierto, uno es narco-política y otro es terrorismo islámico pero ambos son crímenes capaces de paralizar a una nación. En Francia vimos una reacción inmediata y contundente de parte de su gobierno. 20 minutos después del atentado ya había un pronunciamiento y una reacción firme por parte del presidente Francoise Hollande. Los terroristas estaban acorralados. Apenas un día después, Hollande se reunió con su mayor adversario político, el ex presidente Nicolás Sarkozy, para unir esfuerzos. Todos los partidos políticos y los liderazgos ciudadanos de Francia, incluidas las numerosas comunidades islámicas del país, se unieron para condenar el atentado. ¿Cómo reaccionó el gobierno mexicano ante la tragedia de Guerrero? El presidente de la República, Enrique Peña Nieto, tardó tres semanas en hacer una mención sobre la desaparición de los 43 estudiantes de Ayotzinapa y eso porque sintió presión de los medios internacionales. Los partidos políticos se entregaron al reparto de culpas y las acusaciones mutuas mientras las protestas paralizaban al país. Hubo mil y un contradicciones, explicaciones confusas que no convencieron a nadie. Más de tres meses después Ayotzinapa sigue ofreciendo muchas más dudas que certezas, sospechas, incertidumbre y versiones inverosímiles de ambas partes que rayan en la ciencia ficción. La comparación puede ser odiosa, es cierto, pero visto en el espejo francés, se vuelve descomunal la torpeza e incapacidad del gobierno mexicano para hacer frente a una situación de crisis que parece condenada a quedarse como una herida abierta.
Thursday, January 08, 2015
Por increíble que parezca hubo un tiempo, hace ya bastantes siglos, en que el cristianismo fue más agresivo e intolerante que el islam. La toma de Jerusalén en mayo de 1099 a manos de los soldados de la primera cruzada fue una carnicería inclemente, con pillaje y violaciones incluidas. Más de una crónica fidedigna coincide en que Saladino, máximo caudillo musulmán de las Cruzadas en la época de la recuperación de Jerusalén en 1187, fue un combatiente leal y magnánimo, que respetaba vidas y jugaba limpio, al menos mucho más limpio que su contraparte, Ricardo Corazón de León (que si algo no se tocaba era el corazón) o el corrupto Guy de Lusignac.
En el Califato de Córdoba y en la España arábiga se vivía un oasis de diversidad y tolerancia en donde musulmanes, judíos y cristianos convivían y comerciaban en relativa estabilidad. El islam generó astrónomos, médicos y matemáticos cuya visión del mundo estaba por encima de la medieval Europa.
Fueron los reyes católicos quienes expulsaron a judíos y musulmanes y sumieron a la península ibérica en una espiral de oscurantismo e intolerancia. El cristianismo, tanto el católico como el protestante, quemaba brujas y apóstatas (en realidad los protestantes fueron bastante más salvajes y mataron muchos más herejes que los católicos. El record de quema de brujas lo tiene Alemania y no España, pero ese es otro tema que ya trataremos después).
Por fortuna hubo en la historia occidental un Siglo de las Luces, una Ilustración que derivó en revoluciones y movimientos sociales que con muchísimo sufrimiento lograron que hoy en día, la inmensa mayoría de las naciones del hemisferio se guíen por el imperio de la razón y apuesten por el laicismo. Por supuesto que en nuestros países nos sobra mojigatería, estupidez e ignorancia, pero por fortuna en México nadie puede meterme a la cárcel por ser un ateo y un blasfemo compulsivo como soy.
El pequeño problema, es que el islam no evolucionó a la par; al contrario, parece haber retrocedido. Entre un europeo de la Edad Media y un europeo de la actualidad hay un abismal contraste, pero un musulmán del Siglo XXI no parece ser muy distinto de un musulmán de Las Cruzadas (mismas que emocionalmente no superan). Me podrán decir que unos cuantos yihadistas se encargan de hacerle una pésima publicidad a una religión en donde la mayoría de la gente es pacífica. Por supuesto, toda generalización es errónea y es una enorme estupidez imaginar un terrorista detrás de cada creyente musulmán, pero si bien no todo el islam es igual a yihad, lo cierto es que la inmensa mayoría del mundo musulmán es por naturaleza intolerante.
A ver, díganme: ¿En cuántos países musulmanes hay democracia? ¿En cuántos hay igualdad de género? ¿En cuántas naciones islámicas hay libertad de expresión y libertad de cultos? En no pocos países musulmanes la blasfemia o la apostasía se castigan con la cárcel, los azotes o la muerte, lo que se traduce en que en muchos países musulmanes yo sería un criminal, pues no solo hago gala de mi ateísmo, sino que constantemente insulto a la religión y me burlo de ella. Yo, al igual que Charlie Hebdo, no dudo en ofender sentimientos religiosos para denunciar la ignorancia y la estupidez.
¿Qué si padezco islamofobia? Mi fobia o mi rechazo no es hacia un país o una raza, sino hacia la intolerancia, el oscurantismo y los sistemas de pensamiento único.
En nombre de una supuesta tolerancia y un respeto hacia la cultura del “otro”, en la libertaria y tolerante Europa se llega al nivel de segregar a las mujeres por “respetar” las costumbres y los sentimientos del inmigrante musulmán. Me parece retrógrada que envuelto en la bandera del respeto hacia una cultura oscurantista, se acepte que en Francia, cuna de la libertad y la igualdad, haya albercas separadas para hombres y mujeres porque las comunidades musulmanas así lo exigen.
En nombre de una total tolerancia no puedes institucionalizar la intolerancia. El respeto a la otredad no puede atentar contra valores como la supremacía de la razón sobre la fe, la igualdad de género, la absoluta libertad de expresión y pensamiento. Eso no está en juego ni es negociable.
Hoy más que nunca el mundo occidental debe mostrar cero tolerancia al intolerante.
Wednesday, January 07, 2015
Las vidas que se van, las vidas que se fueron
Debe ser la omnipresencia de la Muerte cuya sombra parece tener premura por desparramarse sobre tanto colega de oficio en el último año. Creo que desde el adiós de Federico Campbell el pasado invierno hemos seguido una larga fila funeraria de periodistas y escritores. El mes pasado, cuando dijo adiós Vicente Leñero, un pensamiento repentino me tomó por asalto: Sigue Scherer.
Imaginé, como si la tuviera en mis manos, la edición especial de Proceso con su rostro en la portada. Imaginé estar leyendo las columnas de homenaje que ahora leo, el brutalmente honesto dolor de sus seres queridos, de sus millones de lectores y de todos esos guerreros de un periodismo de raza en quienes Scherer sembró una semilla. Claro, imaginé también los mil y un twits de condolencias por parte de políticos y basuras humanas de toda ralea a los que Julio combatió hasta el último día. Imaginé las peroratas, los obituarios, los cacareos oficialistas en pro del buen periodismo en un país ahogado en la mierda. Un México donde si la impunidad no es más grande, se debe que por fortuna existió un Julio Scherer y una escuela de periodismo de puño cerrado. No había en México mucha gente que se atreviera a levantar una trinchera de defensa a ultranza de la libertad de expresión en una época en que el intocable tlatoani de Los Pinos parecía ejercer una suerte de mandato divino.
Paradojas del destino o capricho de una canija aleatoriedad adicta a los símbolos: el último texto que Julio Scherer publicó en Proceso, en el ejemplar número 1988, fue su despedida a Vicente Leñero, el entrañable amigo, el compañero en esa brega de eternidad propia de salmones, fallecido el pasado 3 de diciembre. “Vicente, Vicente”, fue el título del último escrito de Scherer en la revista que fundó en 1976 después del cuchillazo presidencial a Excélsior. Las palabras que Vicente dijo a su amigo poco antes de morir fueron heraldos del final: “Llegó nuestro tiempo, Julio”. Las vidas que se van, las vidas que se fueron. Solo 34 días sobrevivió Scherer a Leñero. Otra rara jugarreta de esa lotería cronológica, es que Scherer ha fallecido el mismo día que Juan Rulfo. El mayor cuentista mexicano de nuestra historia y el mejor periodista investigador que ha habido en este país murieron el 7 de enero con 29 años de diferencia.
Cierro los ojos y los veo caminar por Paseo de la Reforma entre los puestos de periódicos, luciendo trajes de antaño, con las yemas de los dedos marcadas por tanta tecla de máquina ruda. Por un momento trato de reconstruir sus charlas desde la redacción de Excélsior hasta la trinchera eterna de la calle Fresas en la Colonia del Valle. Imagino las discusiones por mil y un portadas, las blancas madrugadas de cierre, las amenazas de Bucareli, las llamadas intimidatorias desde algún teléfono de Los Pinos, la emoción por la nota conquistada después de meses de picar piedra, la camaradería reporteril tan similar a la de soldados en la línea del frente.
Leo su elegancia prosística en desuso, la sobriedad y la riqueza de su lenguaje, el espíritu siempre curioso, la eterna duda siempre afilada. Ellos están ahí y de pronto los veo convertirse poco a poco en sombras, fantasmas de una era del periodismo que se nos está yendo para siempre.
Tuesday, January 06, 2015
Amberes y el Sunset
Mi última lectura del 2014 y la primera del 2015. En bombardeo rápido comencé y en bombardeo rápido concluí. Mi última lectura del año fue absolutamente Blitzkrieg como marca el manual: El Sunset Limited (¿así o más pocho el título?) de míster Cormac McCarthy, un libro que aguardaba en mi biblioteca desde hace más de un año y al que un flashazo repentino me llevó a echar guante en plena tarde del 31 de diciembre. “A ver criatura, véngase pa acá”, le dije al librito y en menos de hora y media y dos vasos de Jack Daniels recorrí su diálogo de 96 páginas entre dos personajes denominados Negro y Blanco. Un profesor universitario se arroja a las vías del metro pero es atajado en su salto por un ex presidiario con vocación de predicador cristiano. El libro de Cormac es el posterior diálogo entre el blanco suicida y el negro salvador sostenido en la desvencijada casa de este último. La estructura es de libreto, con muy sobrias descripciones y sin intervención de terceros. El tema del diálogo es el sentido de la vida. En un lado tenemos al letrado deprimido y en el otro al ignorante henchido de fe. No pocas veces he enfrentado dilemas así. Vaya, más de una vez me he sentido colocado en la posición del Blanco. El reproche del Negro es simple, me lo sé de memoria y me lo han hecho muchas veces: ¿De qué carajos te han servido tantos años de exploración en mil y un párrafos de arquitectura perfecta si al final, como José Alfredo, toda tu conclusión es que la vida no vale nada? El diálogo de Cormac pone el dedo en la llaga de un debate añejo. En una esquina el tecato ex convicto con la vida hecha mierda que sonríe porque ama a su Cristo y sostiene que puede prescindir de mil y un lecturas pues con su biblia le basta y sobra. En la otra, el filósofo de elegante lenguaje y eternos cuestionamientos quien piensa que la vida es absurda y carente de sentido. Creo que la inmensa mayoría de los lectores de Cormac somos el Blanco. Los que están del lado del Negro difícilmente leen a ese autor pues son felices con sus biblias.
Mi primera lectura de 2015 también fue Blizkrieg. Un par de horas me bastaron para leer Amberes de Roberto Bolaño, que si acaso pretendió ser novela es absoluta e intencionalmente fallida. Fue escrita en 1980, cuando Bolaño era un indocumentado de 27 años de edad recién llegado a Barcelona que trabajaba de velador en un camping. Un Bolaño que en aquel entonces, según sus propias palabras, leía mucha más poesía que narrativa, dormía menos de tres horas diarias y alucinaba entre duermevelas y pachecas. Un libro anárquico, discontinuo, hecho con retazos de pesadillas. Tiene todo el espíritu infrarrealista de Mario Santiago Papasquiaro y compañía. A su manera y en su contexto vale la pena. Imagínalo como el demo de una banda hardcorera mal grabado e improvisado en el garaje. Anagrama lo publicó 22 años después de ser escrito, cuando Bolaño ya era Bolaño y cualquier cosa que escribiera (hasta la cartita de niño a los Reyes Magos) podía ser publicada en grande. Con ese libro inauguré el 2015.
Mi lectura actual es un más que creativo y potable ensayo llamado Historia descabellada de la peluca de Luigi Amara, campeón son corona en el Premio Anagrama de Ensayo, pues con todo respeto para el ganador, Sergio González Rodríguez, la peluca de Luigi me parece mucho más literaria que su robótico informe titulado Campo de Guerra. En la fila aguarda impaciente Después del invierno de Guadalupe Nettel.
PD- Nótese que Rayo McQueen y Francesco Bernoulli contagian velocidad a mis lecturas. Los mil y un carritos de Iker y mis mil y un libros comparten ese territorio del caos llamado estudio.
Monday, January 05, 2015
Mi tesis de licenciatura se tituló La nota suicida como un género literario. Análisis prosístico de las cartas póstumas de cinco escritoras. Me di a la tarea de disertar sobre los párrafos finales de Virginia Woolf, Alfonsina Storni, Alejandra Pizarnik, Sylvia Plath y Anne Sexton. Si bien la galería de literatos autoinmolados es inmensa y caleidoscópica decidí concentrarme en cinco mujeres. De las tres primeras había leído algo en mis años preparatorianos, pero para la elaboración de mi tesis me sumergí a profundidad en el trabajo de Plath y Sexton y en la destructiva relación que mantuvieron. Imaginé hipotéticos diálogos de ese par de poetisas bipolares y borrachas mientras compartían martinis en el Ritz de Boston y me congratulé de no haber tenido nunca una amiga con la que compitiera para ver quién se suicidaba primero.
Plath se adelantó en todo a Sexton. Cuando Anne descubrió lo que es un soneto luego de pasarse la vida lavando pañales, recibiendo golpes del marido y dando golpes a sus hijas, Sylvia había publicado con gran éxito su primer libro. Se conocieron en el taller literario de Robert Lowell y como suele suceder con las mejores amigas, compitieron en todo, como escritoras y como suicidas vocacionales. Anne era más visceral y descarnada, aunque también más histriónica y escandalosa. Se la pasó anunciando su suicidio por telegrama, pero Sylvia se le adelantó por once años.
Esa muerte era mía. La muerte que hablaba como novias conspiradoras/ La muerte por la que bebíamos. El mejor poema de Sexton fue La muerte de Sylvia. Nunca dejó de reclamarle que se adelantara, pero tardó once años en seguirla durante los cuales fue desparramando una poesía cada vez más caótica y descarnada entre desayunos de alcohol y antidepresivos.
Su suicidio me pareció el no va más de lo grotesco, una descomunal broma de humor negro y la despiadada herencia de un trauma infantil para sus desafortunados hijos. Ni siquiera en mis cuentos adolescentes de Ipanema se muere hoy imaginé a una mujer metiendo la cabeza en el horno de la estufa mientras sus hijos pequeños duermen en la habitación. Encender el gas y quedar con tres cuartas partes del cuerpo afuera de la cámara mortuoria, inolvidable escena para los dos niños que bajan a desayunar a la cocina preguntándose acaso por el silencio de su madre. Ni siquiera mi demencial Ipanema fue tan despiadada. Por fortuna, ni Ipanema ni yo tuvimos un Ted Hughes que se encargara de administrar y en su caso incendiar nuestro legado. No fuimos torturadas ni engañadas por un poetita macho prepotente. El último poema de Sylvia Plath, por cierto, no fue una lúgubre oda a la muerte, sino un simple instructivo para el desayuno de sus hijos y la compra de la semana.
Sunday, January 04, 2015
ETERNO RETORNO LLEGA A 2666
¿Mi personalísimo deseo para el 2015? La resurrección del demonio escritural. La divina o maldita gracia de estar poseído.
¿Es el creador un poseso? En cualquier caso, es inevitable ceder a la tentación de pensar en un ente externo apoderándose de nuestros sentidos y nuestra voluntad. No soy por supuesto el primero en imaginar e invocar a la tercera persona creativa. El demonio, el fantasma, el duende, el espíritu o esa cosa sin forma y sin nombre que de repente se desdobla y toma tus manos ha obsesionado a no pocos creadores. ¿Es la locura que viene de las ninfas a la que se refiere Calasso? No lo sé. Tú eres una suerte de piloto automático y alguien más escribe por ti. Una voz te dicta palabras y construye personajes mientras tú te limitas a obedecer
¿Es siempre la creación el resultado de un arrebato? ¿El creador transgrede un umbral más allá de lo racional?
Lo mío es un perpetuo dilema entre escritura apolínea y escritura dionisiaca.
Después de una malgastada juventud en donde cedí a Dionisio la potestad sobre mi magra escritura cuentagotas (Nostalgia en penumbra es el ejemplo más claro de una irresponsable escritura dionisiaca) llegué a la conclusión de que el quehacer literario es asunto de Apolo. Creí atravesar una frontera cuando concluí que ser escritor no es distinto de ser carpintero o albañil. Uno puede ponerse a escribir con el mismo ánimo y disposición mental de quien corta madera o coloca un ladrillo encima de otro. Uno se sienta, teclea y la escritura fluye. Hasta es posible ponerse metas o medidas como respetar un mínimo de palabras diarias o nunca escribir menos de dos horas. Pensé que podía y en algún momento salió bien. Fui capaz de escribir en escenarios adversos, en ruidosas oficinas donde tecleaba fingiendo desahogar un pendiente laboral impostergable. Escribí en medio de reuniones y compromisos sociales, con mil y un ruidos de fondo, con una legión de distractores. Quienes hemos trabajado en una redacción sabemos bien que silencios y soledades son lujos a los que la tropa tundetecla no podemos acceder tan fácilmente.
Claro, siempre estuve consciente de esa necesaria ventanita abierta a la locura, de esa pizca de alucinación tan necesaria para para hacer fluir un texto, pero en mi fase apolínea quise hacerme creer que bastaban solo unas gotitas de salsa dionisiaca para sazonar el platillo final.
Quedarse esperando el arribo de las hadas de la inspiración o los demonios del poeta maldito es propio de huevones, de conformistas atenidos a la ley del mínimo esfuerzo. Así quise creerlo y así me sostuve en los últimos cuatro años en que he podido ser una máquina productora de párrafos aceptables, capaces al menos de no naufragar y llegar al puerto seguro de la última página.
Alguna vez he comparado la escritura con el ritmo cardiaco en una rutina constante de ejercicios. Cuando llevas cierto tiempo acudiendo diariamente a un gimnasio, llega un momento en que la elíptica o la caminadora no cansan. Los latidos del corazón y la irrigación de la sangre van en plena sintonía con el movimiento de piernas y brazos. El agotamiento no existe. Simplemente corres, sudas y fluyes.
Mi primera creación con ritmo cardiaco apolíneo fue Réquiem por Gutenberg. Lo escribí en dos meses sin interrupciones durante un verano en el que nunca salió el sol y fui por vez primera libre de acosos laborales. Un trabajo redondo, preciso, donde el barco navegó sabiendo siempre dónde estaba la luz del faro en el puerto final. Ni atisbo de naufragio. Lo terminé en tiempo y forma, lo inscribí a un concurso y ganó. A la fecha sigo sosteniendo que es mi mejor libro publicado. Mi conclusión a partir de entonces fue sencilla: sí se puede y de mí depende.
El Tigre Blanco fue un libro apolíneo, con método y plazos. En el fondo fue como sacar adelante una tarea que yo mismo me impuse. Trabajé con el mismo ánimo con que reporteaba un tema interesante. Involucrado, prendido, pero sin caer en ese arrebato de inspiración posesa.
Como si quisiera recordarme a mí mismo lo que significa ser un escritor caóticamente dionisiaco e irresponsable, me atreví a publicar Cartografías absurdas de Daxdalia, un absurdísimo pecado de juventud, sin duda el libro más endeble que he publicado. Claro, Daxdalia no representó un viaje circular de actualidad, sino un armado de rompecabezas y una búsqueda de retazos mostrencos y párrafos prófugos. Cumplí una manda con mis demonios y los saqué a la superficie.
A los demonios lúdicos de adolescente juguetón, pacheco y romanticoide les di también su espacio en ni novela 1991, que a diferencia de Daxdalia, sí fue un viaje circular iniciado y concluido en épocas actuales, si bien los personajes y la temática amamantan de mi nonata Dónde es el reventón, parida en el taller mi maestro El Rayito Macoy. En cualquier caso, 1991 sigue sin ser publicado y por lo tanto solo cuenta como exabrupto o desahogo.
Otro gran ejemplo de apolínea escritura de relojito es Cartógrafos de Nostromo, que escribí en menos de 60 días durante la primavera de 2014. Escribí primero sin saber exactamente a dónde quería llegar y sin estar muy convencido del rumbo, pero bastó comenzar con los primeros párrafos para que el barco tomara su ruta. Fue un libro apolíneo, pero confieso que por momentos pareció como si un demonio discreto me dictara cada párrafo. Salió solito y sin complicaciones, como un cuchillo ligero sobre un cubo de dócil mantequilla. Irremediablemente me siento cómodo en el ensayo y máxime cuando el tema es el Siglo XIX mexicano. Lo terminé, lo inscribí (decidiendo su título en el mostrador de la paquetería) y gané el que a la fecha ha sido el mayor premio en lo económico que he conseguido
A la par fui escribiendo algunos relatos demasiado largos (de en promedio 18 mil o 20 mil palabras). Fueron cuentos de escritura híbrida, con estructura apolínea pero fuerte carga dionisiaca. He llegado a creer que no es posible parir una ficción sin al menos un brote dionisiaco. El ensayo, por alucinado que llegue a ser, siempre tiene una esencia apolínea. Pase lo que pase yo tengo los controles. Algo así, aunque con otras palabras, le leí a Claudio Magris hace poco. Su propia estructura mental y su ánimo cambian mucho del ensayo a la novela
Como producto de esa escritura híbrida concluí once cuentos futboleros que aún no publico. Escribí seis cuentos de catástrofes rockeriles y angustias de la vida adulta a los que titulé Días de whisky malo (donde incluyo un sui generis Frankenstein de ensayo y relato llamado Elogio del viene-viene). Escribí también seis cuentos sobre derrumbes periodísticos norteños a los que titulé Dispárenme como a Blancornelas, mismos que inscribí a un concurso regional de cuento en La Paz en donde resultaron ganadores.
Debo confesar que ganar ese concurso pudo muchísimo en mi estado de ánimo. En el fondo, siempre he pensado que soy un intruso o un impostor en el reino de las ficciones, que eso de inventar personajes y entornos no se me da naturalito y que lo mío es solamente disertar sobre temas y no el crear mundos. Saber que un libro de cuentos escrito por mí resultó elegido entre 27 trabajos enviados por escritores de cuatro estados me ha puesto más que contento.
El problema es que mi alegría no se traduce en confianza. Dispárenme como a Blancornelas me gusta, pero no es excelso ni rompemadres y en el fondo dudo si seré capaz de hacer algo más. Voy al grano: he llegado a una encrucijada, a un pantano, a un vado en donde se atascó mi máquina creativa. Mi última creación con ritmo cardiaco que salió fluida y con dirección fue un cuento llamado Corona de muerto que escribí a finales de agosto para una antología de relatos bajacalifornianos (de cuya suerte y destino aún no he sabido nada). Lo escribí y terminé en un domingo. No es un portento, cierto, pero se defiende y camina solo. Desde entonces nada. Solo naufragio e impotencia. Unos seis o siete comienzos fallidos que encallan a la tercera o cuarta página.
El otoño fue terriblemente mentiroso. Llegó la noticia de los dos premios y un punch de adrenalina. Vino una rachita de no pocas presentaciones, entrevistas y tres viajes en donde hablé mucho de literatura. Vino la engañosa sensación de estar subido y navegando en el barco escritural, pero no estaba redondeando nada fuera de mis encargos periódicos con medios de comunicación (y hasta con ellos abusé del reciclaje y el recalentado).
Nunca como ahora me había costado tanto trabajo el primer párrafo. Hago diez o veinte intentos y ninguna frase me convence. Las repito y las leo en voz alta, pero no suenan a nada. Son palabras amorfas, vacías. De pronto, es como si alguien (acaso debo echarle la culpa a los premios) hubiera puesto sobre mí una gran responsabilidad. No puedo escribir cualquier cosa. No puedo arrojar y firmar palabras a la ligera. Mi firma debe operar como un sello de garantía para el lector, saber que si miras mi nombre en un texto puedes estar seguro de que lo leído te romperá la madre y no te dejará indiferente. Me aterra saber que no hago otra cosa y que en lo profesional, mi única responsabilidad es ser capaz de escribir textos que valgan la pena y sean capaces de generar alguna ganancia. Mi familia y la gente que me rodea no espera otra cosa de mí. Ante mi mundo soy un escritor. Solo eso. Si a un espartano le preguntas a qué se dedica, él responde orgulloso “a la guerra”. Si a mí me preguntas qué pitos toco en este mundo y para qué carajos sirvo, mi única respuesta posible es “escribir”. Por primera vez en mi vida esto es lo único que hago y no tengo ni siquiera el pretexto de obligaciones impostergables o empleos de oficina.
Hay ideas que revolotean en la cabeza. Ideas relacionadas sobre todo con escenarios. Desde hace un tiempo sé que quiero escribir una novela cuyo entorno sea en todo momento el muro fronterizo: la Avenida Internacional, el Río Tijuana, el Outlet de las Américas, la fila eterna. El escenario ahí está. Esa historia se escribe todos los días. Mi entorno urbano es un cuerno de la abundancia cuando de absurdo y surrealismo hablamos.
También sé que quiero escribir una novela coral sobre un gran desarrollo habitacional de clase media. Una historia con un sinfín de vidas cruzadas yacientes en casas baratas y machacones sueños siempre frustrados.
Un tercer escenario que todos los días me llama son los elefantes blancos de la carretera Escénica que miran solitarios y moribundos los atardeceres en el Pacífico. Una o varias historias dentro de un edifico a medio construir. Las historias arrancan pero no toman su ritmo ni desembocan.
La escritura o la fluidez escritural se parecen mucho al deseo sexual. Esta impotencia narrativa es como la frigidez. Estar frente a la computadora intentando arrojar palabras como quien se sienta sin hambre frente a un plato de comida.
Acaso escribir sobre la impotencia o la falta de deseo escritural sea en sí mismo un subgénero ensayístico. Síndrome de la página en blanco le llaman, aunque mi página ni siquiera tiene la decencia de permanecer sin mancha. Al final de cuentas siempre desparramo algo, pero son solo palabras náufragas condenadas a no encontrar nunca la isla donde habita su lector. Enfermedad de Bartleby, le llamó Vila-Matas, el mal de Rimbaud y Rulfo.
La impotencia narrativa es idéntica a la impotencia sexual. Cuando la ceniza mojada lo cubre todo, las palabras son ruido absurdo y los cuerpos bultos de carne. El cuerpo y el párrafo perfecto son tedio y vacío cuando el deseo está muerto. Cuando la lumbre se ha apagado solo queda frente a mí el desierto de la mañana, el sinsentido que todo lo infesta.
La soberana inutilidad de toda arquitectura prosística; la estupidez yaciente mi afán de contar historias; las palabras como gusanos sobre una bolsa de basura.
¿Dejar de escribir porque no se tiene nada que decir? Lo peor de todo es que las alcahuetas ideas cumplen con revolotear y engañarme jurándome que hay luz al fondo del pozo vacío. Quiero escribir, de eso no me cabe duda, pero el demonio o el duende se han largado a la chingada. Es como querer coger con pene flácido. Necesitas deseo y semen recargado.
De cualquier manera, como no queriendo mucho la cosa, ya he desparramado casi 2 mil palabras para disertar sobre mi impotencia escritural. Hace unas cuantas horas, al filo del mediodía, peleaba con una neonata novela empantanada llamada Racimo de horcas. Mucho más complicado que empezar de cero es tratar de sacar del fango a un relato atascado. A veces creo que es mejor borrarlos de golpe y dejarlos morir. Mi personaje, Belén Arzaluz, se torna falsa, insoportablemente impostora y fuera de sitio. Peleo con la novela en una tristísima tarde de invierno (no hay mes más triste que enero). Iker y Carolina se han ido a pasar el día con los abuelos, pero yo he preferido quedarme a pelear contra mis párrafos rejegos. Belén ha caído en un callejón sin salida y no logro rescatarla. Se bien cuál será el final, tengo bien dibujada la última escena de esta novela, pero no logro acabar la figura geométrica de la que habla Martín Solares. Tampoco estoy muy seguro de algún día publicarla aun suponiendo que llegara a terminarla.
Decidí salir caminando a comprar un vino. Un frío cielo de azul desnudo cubría el Pacífico. El viento zarandeaba mi oreja derecha. La caminata fue terapéutica y el vino –debo decirlo- también, aunque la terapia no llevó a rescatar del pantano a mi Belén Arzaluz, sino a arrojar esta perorata sobre el porqué carajos me cuesta tantísimo trabajo redondear una historia que valga la pena.
Ya no tengo otra salida. Me aferró a la escritura como una tabla de salvación en la altamar de mi vida, aunque su madera esté podrida y se hunda junto conmigo. Desde hace algunos meses tengo la certeza de que se ha acabado el tiempo. Hace tiempo crucé el umbral que marca la mitad del camino de nuestra vida (y no visité infierno alguno ni parí una Divina Comedia). Siento la sombra de la Muerte que camina en silencio a mi lado. He visto en los últimos días ejemplos de lentas podredumbres que no deseo vivir nunca. El supremo arte de una vida es el arte de morir a tiempo
El reloj de arena se consume y aún no siento ese gran derrame escritural, esa gran catarsis narrativa, ese vaciarse entero en una página. Esa creación aún no llega. En ninguno de mis cuatro libros me he derramado por completo. Tal vez algunas páginas del Réquiem y acaso el prólogo de Daxdalia sean tímidos acercamientos, pero en cualquier caso siento que todo lo publicado hasta ahora es un preludio para lo que me aferró a creer que vendrá. Bonita cosa: un ateo aferrado a creer en la llegada de su libro mesías, su gran obra redentora que irremediablemente lo dejará esperando. El tren a lo mejor se ha largado para siempre y no me resta más que seguir invocando palabras, putas palabras prestadas, limitado inventario de mostrencos ladrillitos con los que pretendo construir una escalera a la eternidad.
Un día cualquiera, -carne pura de intrascendencia- morirá el último ser que haya tenido contacto contigo en la vida. Poco después, morirá el último ser que te recuerde en el mundo o que acaso haya pronunciado tu nombre aunque nunca te haya conocido. Entonces el manto del olvido te cubrirá por completo y no quedará sobre la Tierra quien recuerde un mínimo detalle de tu existencia. Solo entonces serás verdadero polvo, ceniza dispersa en un tornado de olvido que todo lo devora. Tus sueños, tus delirios, tus angustias serán la nada absoluta. De tu ser quedará algún registro burocrático, letras mostrencas en una lista sin importancia. Y la vida seguirá, siempre tan absurda, como si nunca hubieras pasado por estos rumbos. (DSB)