La loma siempre estuvo ahí: calva, roñosa, habitada por la nada. Cuatro o cinco tejabanes de pepenadores, algún coyote escuálido y toneladas de basura conformaban el paisaje. Aquello fue por años un tiradero de inmundicias y a nadie importó gran cosa. El relleno sanitario quedaba lejos y la cañada era ideal para arrojar desperdicios. Tierra mostrenca, puerca periferia baldía sin dueño ni valor. Según el registro público de la propiedad, esas yermas afueras eran tierra ejidal aunque nunca de sus entrañas brotó fruto alguno. Los que aún se ostentaban como ejidatarios se conformaban con cobrar un peaje a los furtivos camiones recolectores que llegaban puntuales a descargar su pestilencia. Lo único que en la loma cambió fueron las dimensiones de los cerros de basura. El resto permaneció como una región límbica hasta el día en que la inmobiliaria arrojó su tentáculo sobre ella, en los primeros años del Milenio.
Convencer a los ejidatarios de vender a centavo de dólar el metro cuadrado fue pan comido para los ejecutivos. Tampoco representó una inversión tan fuerte limpiar los títulos en el registro y lograr un cambio de uso de suelo el ayuntamiento. La compañía es pez en las aguas del ilusionismo inmobiliario. La tierra es de quien la usurpa y la escritura. La notaría y el registro son de quien los paga. Resuelto el problema de la tenencia territorial había llegado el momento ahora sí de abrir la cartera. Había que sepultar el tiradero de basura, largar al carajo a los pepenadores, cazar al último escuálido coyote e ir trazando las calles y los rectángulos milimétricos donde construirían las casas. Después la campaña publicitaria sobre un objetivo concreto. Su mercado ya está ahí, dócil y cautivo, listo para invertir gastar que no tiene en un patrimonio que aún no existe.
La inmobiliaria nunca invierte a ciegas ni arroja un solo centavo a fondo perdido. Si ha decidido apropiarse de un cerro yermo es porque sabe lo caro que puede venderlo. Sus estudios de mercado nunca mienten. En Tijuana hay varias decenas de miles de matrimonios jóvenes con ingresos superiores a los seis salarios mínimos que no cuentan con una casa propia. Matrimonios con sueños, o más bien con pretensiones, asociadas a la seguridad y el estatus. Fundamental encontrar un nombre suficientemente rimbombante, algo capaz de estimular la fantasía clasemediera. Residencial Lomas Altas podría sonar bien.