En este país la verdad legal no va nunca de la mano con la verdad de la calle. La verdad legal dice que Salomón Saja y su subordinado Victorio Cifuentes son los asesinos confesos -materiales e intelectuales- del periodista Hilario “El Gato” Barba. Victorio conducía el vehículo con el que le cerraron el paso en una angosta calle del fraccionamiento Los Olivos y Salomón disparó los cuatro balazos que despedazaron cráneo, cuello y pulmón. Ambos fueron aprehendidos, procesados y sentenciados; actualmente siguen purgando sus condenas. Judicialmente es un caso resuelto y cerrado.
En cambio, la verdad de la calle, la que se comenta en cafés y cantinas de Tijuana, la que peroran por lo bajo taxistas, boleros, putas, policías y cualquier reportero con dos dedos de frente, es que Salomón y Victorio eran simples ejecutores, mandaderos cumpliendo a cabalidad órdenes superiores. ¿De quién? Pues de quién va ser: de Alfio Wolf, el zar de las apuestas en el país, el hombre al que El Gato ridiculizaba en sus columnas, al que describía un viernes sí y otro también como un junior payaso y cocainómano. Wolf tenía motivos de sobra para desear la muerte al Gato y la lógica de radio-pasillo, es que nunca un escolta actúa por iniciativa propia. A un subordinado no se le paga para tomar decisiones e irse por la libre. Salomón y Victorio eran subordinados de Alfio Wolf, sus fieles e inseparables guardaespaldas. Un guarura está para proteger y obedecer a su patrón. Es impensable que Salomón y Victorio tomaran la decisión de matar al Gato Barba y actuaran a espaldas de su jefe.
No hacía falta un trabajo detectivesco de alto nivel para llegar hasta Alfio Wolf. Todas las pruebas apuntaban en su contra: el vehículo de los homicidas oculto en las caballerizas del hipódromo, las constantes llamadas entre el secretario particular de Wolf y Salomón, el periódico envío de dinero hasta el escondite de los homicidas en California. Bastaba un poquito de voluntad para echarle el guante a Wolf y procesarlo como autor intelectual del homicidio del Gato Barba, pero la justicia prefirió obedecer a otra de las leyes inquebrantables del país: la cárcel no se hizo para los poderosos. La compra de un juez o un agente del ministerio público es y ha sido una bicoca para la cartera de Wolf, aunque en su caso no solamente el dinero garantiza su inmunidad. El poder, las redes de influencia y el miedo conforman la parte impenetrable del blindaje. Salomón y Victorio debieron purgar la condena como responsables únicos del crimen y Wolf cumplió con no desampararlos. Pagó sus abogados y paga a la fecha sus comodidades carcelarias, pero también se ha encargado de que nada falte a las familias de los homicidas condenados, quienes ocupan posiciones privilegiadas en su emporio.
Podría creerse que la fortuna de Alfio compró a la justicia pero no pudo comprar el juicio moral de la sociedad, pero los tijuanenses han demostrado ser tan baratos y pusilánimes como los jueces. Sí, en un principio la opinión pública lo maldijo y condenó en sus charlas cafetaleras. Para el vox populi de Tijuana, Wolf era la bestia impune, el cínico gánster. Lo señalaban como asesino, aunque sin dejar de ir puntualmente cada semana a perder su dinero en los casinos de su propiedad. Lo consideraron el gran Satán de una sociedad, pero cuando 16 años después del crimen Alfio Wolf decidió comprar una candidatura y postularse como candidato a la alcaldía de Tijuana, le dieron su voto y su dignidad. Alfio Wolf se dio el lujo de gobernar durante tres años la ciudad que lo maldijo. El retrogusto del poder político le agradó y el zar del juego decidió ir por más. Al cumplirse 25 años del asesinato del periodista Hilario “El Gato” Barba, Alfio Wolf ganó la gubernatura del estado luego de una campaña electoral enmarcada por un grosero derroche. Alfio es hoy el gobernador electo de Baja California. En menos de un mes rendirá protesta como la máxima autoridad de un estado que yace postrado a sus pies. En este momento de su vida Wolf está en los cuernos de la luna de su popularidad. Su triunfo electoral lo ha legitimado política y socialmente. Gato Barba parece estar cada vez más metros bajo tierra, eternizado en su condición de alma penante en el limbo del olvido y la indiferencia. Y justamente cuando Alfio Wolf está a punto de ser coronado, apareces tú, el ambicioso e incómodo reporterito, como portador de la verdad de calle transformada un cuarto de siglo después en verdad legal. Esa verdad que tendrá la contundencia necesaria para derrumbar su castillo de naipes y llevar al gobernador de Baja California al calabozo y a ti a las mieles de esa gloria periodística siempre esquiva. ¿Puedes creerlo? En tu grabadora guardarás unas palabras mágicas, unas simples palabras que tendrán el poder de torcer la historia bajacaliforniana. Pero mientras esas palabras no sean pronunciadas y grabadas, Alfio seguirá cómodo en su trono y tú seguirás condenado a la miseria de la segunda división reporteril. Por ahora tu teléfono sigue en silencio y la segunda cajetilla de cigarros del día está a punto de terminarse.
Saturday, December 14, 2013
Tuesday, December 10, 2013
Hace 500 años, el 10 de diciembre de 1513, Nicolás Maquiavelo le puso punto final a la humilde ofrenda que colocó a los pies del Magnífico Lorenzo de Médicis. Muchos le regalaban caballos, otros le regalaban armas y joyas, pero Maquievelo, modesto tinterillo, solo pudo regalarle un manual práctico para ejercer el poder. Releo páginas al azar y me sorprendo de la endiablada actualidad de este sencillo manualito. El poder cambia de rostro y ropaje, pero su espíritu es inmutable. Lo que le sirvió a Lorenzo El Magnífico y a César Borgia (por ahí dicen que el modelo más prefecto de príncipe en el que se basó Maquiavelo) le hubiera servido a Berlusconi si no le hubiera dado por jugar al gladiador porno a los 70, o le serviría a Peña Nieto en el remotísimo caso de que leyera. El poder es ante todo un acto litúrgico y teatral que requiere de la perpetua ceremonia para manifestar y preservar su existencia. El poder es acaso la más real y cruel de las ficciones. Por cierto que mi edición de El Príncipe en Editorial Época me fue regalada por mi tío Alberto Salinas en la Navidad de 1985, cuando la obra tenía 472 años y yo era un mocoso de sexto de primaria al que le daba por leer cosas impropias de su edad.
La clave 55 aparece en el identificador de llamadas. La experiencia me ha enseñado a no contestar: el 55 suele traer de todo, menos una conversación humana. Diez minutos después el teléfono vuelve a sonar. La persona que llama no parece dispuesta a rendirse en su afán de despedazar la calma de la mañana. En Tijuana aun no son las 8:00 am. Pensando que acaso pueda tratarse de una emergencia, contesto al cuarto intento. El acentito chilango del otro lado de la bocina: ¿tengo el gusto con el señor Guillermo? Cuando alguien me dice Guillermo, mi única certeza es que no me conoce y lo que sabe de mí es porque mi nombre le aparece en una lista. La perorata irrumpe como un tableteo, como un juguete de cuerda condenado a repetir su letanía un millón de veces. La voz chilanga me ofrece un seguro médico o contra clonación de tarjeta, o me ofrece una nueva línea de crédito o me ofrece algo, no sé exactamente qué. Lo único que se, es que es algo que no necesito ni requiero y sin lo cual mi vida puede transcurrir. Según la voz, esa cosa que me ofrecen es algo así como un premio que he ganado por ser un buen cliente y tener un excelente historial crediticio. Me he hecho el propósito de ser amable, de tratar de ponerme en los zapatos del otro, entender su realidad, así que apelando a una dosis de amabilidad, pronuncio un “se lo agradezco mucho pero ya tengo un seguro, muchas gracias”, pero como si se tratara de una película de terror en donde el monstruo no se muere, la perorata no para. El robot no está diseñado para ser interrumpido y al igual Gabino Barrera, no entiende razones. Vuelvo a intentar un muchas gracias, pero la voz no se calla y sigue escupiendo mantras sobre los fantásticos e irrenunciables beneficios que Bancomer me ofrece. Al final, no me deja otra alternativa más que colgar. Imagino la vida de esa chica, sometida a torturantes seminarios sobre cómo cerrar una venta exitosa, cómo convencer a un cliente, cómo hacerlo sentir que se ha ganado una gran oportunidad que no es para cualquiera. Diez minutos después el teléfono vuelve a sonar. Ahora contesta mi esposa y la voz le dice que hay una importantísima información para el señor Guillermo. Cuando le pregunta qué tipo de información, repite que es una información importantísima para Guillermo. Volvemos a colgar. Cuando me enfrento a este tipo de episodios, lo primero que me pregunto es: ¿quién les dijo a los codiciosos directivos de los bancos que un lenguaje programado de robot es efectivo a la hora de consumar una venta? ¿En qué se basan para creer que una voz deshumanizada que repite una perorata sin posibilidad de variación o adaptación, puede convencerme de algo? ¿Alguien ha demostrado el éxito de esa estrategia? ¿Por qué obligar al vendedor a renunciar a su humanidad? ¿Por qué someter las reacciones o adaptaciones naturales del lenguaje? ¿Por qué? Dudas que siembra una llamada inoportuna.
Lo que no tiene nombre. Piedad Bonnett. Por Daniel Salinas Basave
A simple vista y por puro repaso de contraportada no pintaría para ser de esos libros capaces de llamar mi atención, pero esta canija adicción nunca para de darme sorpresas. Apenas he concluido su lectura y ya lo he colocado en el top 5 del 2013. “Lo que no tiene nombre” de Piedad Bonnett es un trago fuerte que se toma de hidalgo; una navaja de Tánatos desgarrando venas; el brutalmente honesto relato de una madre sobre la enfermedad mental y el suicidio de su hijo. ¿Por qué me pareció demoledor este libro? Ante todo por su franqueza, por su valiente desnudez. Piedad Bonnett es una madre cuyo hijo, el pintor Daniel Segura, ha saltado desde un sexto piso y se ha despedazado sobre el pavimento neoyorquino. Uno pensaría que se va a topar con el relato plañidero y autocompasivo de una afligida doñita, pero aquí, por fortuna, no hay ni pizca de cursilería ni hipocresía cristiana. Hay dolor por supuesto, pero ni asomo de la barata autoayuda que le suelen recetar a quien ha perdido un ser querido. La madre se da a la tarea de explorar a fondo los detalles del descenso a los infernos de un esquizofrénico y la pesadilla en que se transforma esa vida donde mil demonios te hablan al oído y las sombras desfilan en la oscuridad en las noches de insomnio. Explora los motivos y las circunstancias que acaban por desencadenar el salto al vacío y cuestiona la doble moral y la correcta hipocresía que suele rodear a la fila de pésames ante el suicidio de un ser querido. La condena del mojigato al suicida. Lo vergonzante y embarazoso que le resulta a la gente políticamente correcta hablar de frente y sin tapujos sobre el tema, como si morir por la propia mano fuera indigno. No sé si sería exagerado decir que el de Piedad Bonnett podría convertirse en un clásico extremo de la tanatología y cohabitar en ese pandemonio donde moran La muerte de Iván Ilich y Mientras agonizo. Por lo que la composición se refiere, es patente el largo kilometraje de la autora escribiendo poesía, pues hay una oscura y triste belleza en este libro. Hay algo inquietante y desolador, sí, pero hay belleza. Habrá quien pueda considerar desnaturalizado o exhibicionista el que una madre escriba así sobre el suicidio de su hijo. Habrá quien se sienta horrorizado y se santigüe al leer que la autora justifica y entiende el suicidio de su hijo y admite que de una u otra forma, siempre supo que acabaría así. Yo pienso que la escritura es ante todo la búsqueda de mirar a los ojos a tus demonios y Piedad los miró profundo. También pienso que el suicidio puede ser la más digna de las muertes.