Cambiando presidentes como calcetines
Publicado en El Informador 46
Con todo y las crisis, las devaluaciones, las impugnaciones de fraude electoral y las tomas de Congreso, en México los últimos doce presidentes han logrado completar sus respectivos periodos. Desde que Lázaro Cárdenas asumió el poder en 1934, todo primer mandatario ha logrado cumplir sus seis años despachando con la banda tricolor en el pecho. Semejante nivel de estabilidad política es algo que muchas naciones del hemisferio envidian. Vaya, ni siquiera Estados Unidos puede presumirnos algo similar en el mismo periodo de tiempo, pues los gobiernos de Kennedy y Nixon se vieron interrumpidos, el primero por la bala que lo mató en Dallas y el segundo por el escándalo de Watergate, sin olvidar que Roosevelt murió ejerciendo la presidencia en 1945. En otras naciones latinoamericanas, la presidencia ha sido tan inestable como una cáscara de nuez en tormenta marina. Basta recordar los cinco presidentes que pasaron por la Casa Rosada en Argentina en aquel terrible diciembre de 2001. México ostenta orgulloso sus 76 años de estabilidad. Cierto que en la época dura del PRI no se vivía una real democracia, pero al menos no caímos en los infiernos de las dictaduras militares que traumaron a Sudamérica. Lo absurdo de la historia, es que en los primeros años de vida independiente de este país, los presidentes mexicanos solían durar en el poder un promedio de seis meses. En los 29 años que transcurrieron entre 1829 y 1858, hubo en México 46 relevos presidenciales. En la actualidad, 29 años significarían apenas cinco presidentes distintos, pero en esos convulsos tiempos del Siglo XIX, completar doce meses en la presidencia era ya una hazaña. En esos 29 años, sólo dos presidentes entregaron el poder en forma institucional y únicamente uno, el primero, pudo completar su periodo. Guadalupe Victoria, primer presidente de México, asumió en 1824 y entregó el poder en 1829 a Vicente Guerrero en una sucesión no exenta de polémica. Lo verdaderamente atípico fue que entregó el poder pacíficamente y no a consecuencia de un derrocamiento, si bien a medio periodo enfrentó la rebelión de su vicepresidente, el masón del Rito Escocés Nicolás Bravo. Con Vicente Guerrero se inauguraría la era del cuartelazo y la asonada compulsiva. Una época donde la rebelión, las guerras y las traiciones, ejecutadas algunas veces de vicepresidente a presidente, fueron la regla y no la excepción. Guerrero duró ocho meses en el poder antes de ser derrocado por su propio vicepresidente, Anastasio Bustamante. Tras el interinato de cinco días de José María Bocanegra y de ocho días de una junta de gobierno, asume Bustamante, que apenas completaría dos años antes de ser derrocado por Santa Anna, quien inauguraría un ridículo rosario de once presidencias, tres de las cuales duraron menos de cuatro semanas. De hecho, tan sólo en 1833, Santa Anna retornó tres veces al poder, mientras que su interino de cabecera, Valentín Gómez Farías, lo ocupó otras tres. Lo absurdo del caso, es que en estos periodos de semanas se operaban reformas y decretos radicales que contradecían o echaban por tierra lo hecho en el periodo anterior o bien, se inventaban nuevos impuestos. Gómez Farías, liberal consumado, emprendía reformas progresistas y seculares que Santa Anna se encargaba de desbaratar a las tres semanas. Si bien es cierto que el “Pata de Palo de Xalapa” batió el record con sus once presidencias, la verdad es que en ese periodo de 29 años hubo algunos presidentes que iban y venían de Palacio Nacional, como el mismo Valentín Gómez Farías, que ocupó seis veces la primera magistratura, o Nicolás Bravo, José Joaquín Herrera y Anastasio Bustamante que la ocuparon tres veces. En 1847, en el punto más complicado de la guerra contra Estados Unidos, hubo en México siete relevos presidenciales que incluyeron dos distintos periodos de Santa Anna, dos de Pedro María Anaya y dos de Manuel de la Peña y Peña. Ello por no hablar del sistema constitucional que en ese mismo periodo de tiempo varió de federalista a centralista, pasando por una dictadura para volver después al federalismo. Tomando en cuenta lo precario de las comunicaciones en aquella época, podemos dar por hecho que en ese tiempo, preguntarle a un mexicano cualquiera el nombre de su presidente era un acertijo de muy difícil respuesta.
El desfile de presidentes siguió de manera ininterrumpida hasta la época de la Reforma. En calidad de presidente de la Suprema Corte de Justicia, Benito Juárez asumió en automático la presidencia en 1858 derivado del autogolpe de estado Ignacio Comonfort. Pese a las convulsas circunstancias en que asumió, Juárez se perpetuaría catorce años con la banda tricolor y únicamente pudo sacarlo de ahí la angina de pecho que lo mató, si bien más de la mitad del tiempo gobernó desde su carruaje. Al mismo que tiempo que Juárez encabezaba su gobierno sobre ruedas, los presidentes conservadores Félix Zuloaga y Miguel Miramón y más tarde el emperador Maximiliano, gobernaron en la Ciudad de México. Tras el periodo de Lerdo de Tejada, llegó al poder Porfirio Díaz en 1876 y fue entonces cuando México conoció el otro extremo del drama presidencial. Tras haber tenido 46 presidentes en 29 años, tuvo uno solo en tres décadas. Basta con echarle un poco de matemática y ceder a la tentación de la odiosa comparación para darnos cuenta de la inmensidad de los absurdos decimonónicos. Entre ese par de oaxaqueños enamorados de la presidencia llamados Benito Juárez y Porfirio Díaz, sumaron 45 años de poder, más de lo que sumaron juntos todos los presidentes restantes que gobernaron México en el Siglo XIX. Con la llegada de la Revolución volvió el desfile presidencial a Palacio, pero esa historia la platicaremos en el próximo número de El Informador.
Una presidencia de 45 minutos
Publicado en El Informador 47
Un tiempo en un partido de futbol, una consulta en psicoanálisis tradicional, una ida de Tijuana a Tecate , una sentada a comer o el periodo de un presidente de la República, transcurren, o pueden transcurrir, en 45 minutos, o si no que le pregunten a Pedro Lascuráin Paredes, el mandatario más fugaz de la historia del País. En anterior capítulo, platicábamos acerca de del turbulento Siglo XIX mexicano, cuando entre cuartelazos, asonadas y traiciones, se cambiaban presidentes como calcetines. En aquellos primeros años de vida independiente, los presidentes iban y venían, los derrocaban y traicionaban para después volverlos a encumbrar. Hubo presidentes que duraron en el cargo dos o tres semanas o que regresaban cada cierto tiempo, como Antonio López de Santa Anna, que cuando estaba aburrido y quería jugar gallos en Manga de Clavo, encargaba “el changarrito” presidencial a Valentín Gómez Farías. Así transcurrió la historia del País, hasta que llegó Porfirio Díaz en 1876 a cambiar las reglas del juego e irse al otro extremo perpetuándose por más de tres décadas en el poder. El primer periodo presidencial de Don Porfirio, duró de 1876 a 1880 y fiel a sus “sólidos principios antireeleccionistas” el oaxaqueño encargó la presidencia por los siguientes cuatro años a su compadre Manuel “El Manco” González. En 1888 Díaz volvió al poder y su original compromiso con la no reelección fue quedando poco a poco en el olvido. Cuando se reeligió por séptima vez en 1910, Pancho Madero y su Partido Antirreeleccionista dijeron basta y desataron a la fiera revolucionaria. Díaz firmó su renuncia el 25 de mayo de 1911 y se subió al buque Ipiranga para no volver jamás. Con la salida de Don Porfirio, retornaba a Palacio Nacional la era de la mudanza compulsiva. Tras la renuncia del dictador, Francisco León de la Barra ocupó la presidencia por cinco meses hasta que Madero resultó vencedor en una de las elecciones más limpias de toda la historia del País y asumió el cargo el 6 de noviembre de 1911. Apenas quince meses y trece días duraría el periodo presidencial del “Apóstol de la Democracia”, que fue traicionado y derrocado por su general Victoriano Huerta. El 19 de febrero de 1913 pasará a la historia como el día en que México tuvo tres distintos presidentes en Palacio Nacional. En la mañana de ese día, el presidente se llamaba Francisco I. Madero, que aunque preso del traidor Huerta, seguía siendo el legítimo jefe de la Nación. Doblegado por la noticia del cruel asesinato de su hermano Gustavo, presionado por sus familiares y consciente de que poco o nada le quedaba por hacer, Madero firmó la renuncia a su cargo desde el cuartucho de intendencia en Palacio donde Huerta lo tenía encerrado. A las 17:15 horas, asumió la presidencia el secretario de Relaciones Exteriores, Pedro Lascuráin Paredes. El flamante primer mandatario estaba muerto de miedo en medio de un escenario turbulento donde la traición estaba a la orden del día y el embajador de Estados Unidos, Henry Lane Wilson, no quitaba el dedo del renglón. Sus 45 minutos de poder apenas le alcanzaron a Lascuráin para ejecutar un único acto de gobierno: nombrar a Victoriano Huerta secretario de Gobernación, para después proceder a renunciar al cargo, mismo que en forma automática recayó en el recién nombrado secretario. La gran farsa legal estaba consumada. Lascuráin vivió una larga vida, pues murió hasta 1952, a los 96 años. Casi un siglo de existencia que lo convierte, paradójicamente, en el presidente mexicano más longevo de la historia, con sólo 45 minutos de mandato. Definitivamente, no tuvo tiempo para estresarse. Las mieles del poder también fueron fugaces para el usurpador Huerta, quien apenas duró 17 meses en Palacio antes de salir huyendo de la triunfante Revolución Constitucionalista. El triunfo revolucionario no trajo consigo una mínima dosis de estabilidad a la presidencia. Tras el interinato de Francisco Carvajal que se prolongó por 28 días, se consumó la escisión revolucionaria que trajo como resultado dos presidencias que se proclamaban legitimas. Por una parte estaba el gobierno reconocido por la Convención de Aguascalientes, respaldado por Francisco Villa y Emiliano Zapata, y por otra parte el gobierno de Venustiano Carranza, que al puro estilo de López Obrador, se proclamó presidente legítimo y ejerció el cargo desde Veracruz. En un periodo de diez meses desfilaron por Palacio Nacional tres presidentes convencionalistas: Eulalio Gutiérrez, Roque González Garza y Francisco Lagos Cházaro. Cuando Álvaro Obregón acabó con la División del Norte en Celaya, el camino quedó despejado para que Carranza volviera a la Ciudad de México. El de Cuatro Ciénegas logró llegar casi al final de su periodo presidencial, pero cometió el error de querer imponer a Ignacio Bonillas como sucesor, lo que trajo un nuevo alzamiento en Agua Prieta, Sonora. Carranza fue asesinado en Tlaxcalantongo aún como presidente en funciones y el poder recayó en Adolfo de la Huerta. El cantante de ópera ejerció un interinato de seis meses y entregó la banda al recién electo Obregón, que ejerció y concluyó su periodo de cuatro años al cabo de los cuales heredó la silla del águila a su paisano sonorense, Plutarco Elías Calles, que gobernó otro cuatro años completos. Parecía que la presidencia iba a ser patrimonio exclusivo de Sonora cuando Obregón se reeligió en 1928, pero las balas “bendecidas” que le disparó León Toral en La Bombilla truncaron la carrera. Tres presidentes, Emilio Portes Gil, Pascual Ortiz Rubio y Abelardo Rodríguez, “gobernaron” durante los siguientes seis años del Maximato, donde el que mandaba era Calles. La renuncia de Pascual Ortiz Rubio en 1932 significó la última interrupción de un mandato presidencial en la historia de México. Con Lázaro Cárdenas y el plan sexenal se inauguró una era de estabilidad presidencial que rige hasta ahora. ¿Podrá Felipe Calderón continuar la tradición y ser el treceavo presidente que concluye su sexenio?