El camino de la vida como una película muda
en donde un espectador neutral te mira desplazarte día tras día a través de una
repetitiva ruta sin variantes por una misma calle de una misma ciudad. Ir, venir, andar, desandar, caminar sobre tus
propios pasos, girar siempre en las mismas esquinas más o menos a la misma hora.
Ahí estás tú, con ese andar desgarbado, pisando las mismas banquetas, perdiendo
la mirada, desparramando inconexos pensamientos. Hay quien te ha dicho que
podría reconocerte por tu caminado. “Tu forma de caminar es igualita a la de tu
padre, haz de cuenta que lo estoy viendo”, te dijo algún día uno de tus tíos.
Narrar tu historia a través de la
cartografía urbana que va trazando el día a día. En 1994 la calle en donde yace
el centro neurálgico de tu vida diaria es José Benítez en la colonia Obispado.
En un extremo está el edificio gris que alberga las cabinas de Stéreo- 7 a
donde vas a dar a las seis de la tarde o
la medianoche según de cuál programa se trate. Su pared lateral de cristales
reflejantes, su negra puerta metálica, su letrero verde y amarillo. Cuadras más
allá el cruce con la avenida Francisco Garza Sada que desciende hasta el Regio
y la prepa Chepevera. Sigues la ruta y ahí, en la acera de enfrente, está la
vieja casona en donde yacen amontonadas las aulas universitarias en donde tomas
clases. Su nombre oficial es Escuela de Ciencias Jurídicas aunque todo mundo le
dice Leyes. Cientos de aspirantes a abogánster confinados en la estrechez de
una casa de bisabuelos. A la escuela llegas a las siete de la mañana o las
cuatro de la tarde según sea tu horario. A veces sales de ahí y tomas la ruta inversa,
calle abajo por José Benítez. Pasas por la Prepa 2 de la UANL hasta llegar a la
calle donde está el restaurante Residence y la escuela de Psicología de la UR
en donde estudia tu futura esposa. Ahí puedes tomar el rojinegro camión Ruta 4
que te lleva hasta San Jerónimo. Por tu colonia cruzan la Ruta 69, la Ruta 4 y
la Ruta 70 (que viene desde Guadalupe). La mayoría de los pasajeros son obreros
de la Coca Cola. Una vez en San Jerónimo deberás caminar colonia arriba. Emprendes tu
zigzagueante ruta de regreso cortando camino por calles estrechas hasta llegar
a Francisco Petrarca en donde aguarda el hogar. Paradojas del destino: de todas
las casas en donde has habitado, la de Colinas de San Jerónimo es la que menos te
gusta, pero de todas las calles en donde ha estado tu domicilio, el nombre de
Francisco Petrarca es sin duda el que más te enorgullece. Hay algo inspirador en la idea de vivir en
una calle con nombre de poeta, una de las tres coronas del Renacimiento
italiano. ¿Cuántas veces fuiste y viniste de San Jerónimo al Obispado en aquel
94? De pronto, cientos de caminatas se reducen a una sola imagen, algún difuso
recuerdo. Persiste la omnipresencia del calor, la hostilidad de la cuesta
arriba, pero no mucho más. Mientras caminas el engranaje mental va pariendo
pensamientos en tormenta, un diálogo interno que fluye como torrente. Mientras
caminas a menudo hablas solo o balbuceas. ¿Cuántos pensamientos dejaste
desparramados entre José Benítez y Petrarca? ¿Cuántas ideas fluyendo a la
deriva en cauce anárquico? ¿Qué carajos pensabas? ¿Dabas pasos mientras
repetías en automático los conceptos que vendrían en el examen de
Constitucional o Procesal Civil? ¿Tarareabas rolas metaleras en la rockola
neuronal?
Habrás hecho esa ruta unos mil días de tu
vida. Caminando, en bicicleta o de aventón en un carro. Solo esas tres
alternativas, pues jamás manejaste por
esa calle y tampoco había transporte público que la recorriera. Un millar de
jornadas hasta que de pronto, un día de primavera, José Benítez salió de tu
vida para siempre. Estás por cumplir 25 años de no pasar por esa calle. Acaso
habrás pasado una o dos veces en tus cada vez más esporádicas visitas a
Monterrey, pero ni siquiera estás tan seguro. Hace un lustro subiste al
Obispado, aunque lo hiciste en taxi y por otra ruta. Fue tu última vez por esos
rumbos. Te sorprende comprobar
lo poco que conservas, la casi imperceptible huella emocional que dejó esa vereda a la fuerza recorrida. Nada hay de entrañable y nostalgioso, aunque acaso
sobreviva algo parecido a un confortable alucine al momento de salir de Stereo
7 a las dos de la mañana después de haber tocado Perfect Strangers de
Deep Purple. Cruzar las vías del tren cobijado por el solitario aliento de la madrugada
y desear pedalear rumbo al final de la noche, donde quiera que ese improbable
sitio se encuentre.