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Uno de los sueños más complejos y extraños que he tenido en mi vida irrumpió en alguna madrugada primaveral del 2013. Mi escenario onírico era un hotel de Nacozari, Sonora (ciudad que por cierto jamás he visitado) donde yo escribía con tremendo apuro la biografía de un viejo gacetillero teporocho, muerto en extrañas circunstancias. Lo extraordinario de la historia, es que en mi sueño yo tenía plena conciencia sobre la causa de muerte del tundeteclas e incluso conocía muy bien a su asesino, aunque en el relato que escribía hacía lo imposible por ocultarlo. Cuando desperté, me di cuenta que Morfeo había sido demasiado generoso conmigo al regalarme esa historia sin reclamar derechos de autor, así que me puse manos a la obra y esa misma mañana empecé a escribir. El resultado final fue Muerte accidental de un pasquinero, un relato que en realidad es casi una novela corta de once capítulos y 60 páginas. Es la sexta y última historia del volumen Dispárenme como a Blancornelas. Lo de soñar relatos me ha pasado dos veces (el otro es Saurio sangrante, incluido en Días de whisky malo). Tengo la creencia de que si Morfeo o tu subconsciente son tan generosos, lo menos que puedes hacer es cumplir la manda. En cualquier caso, Muerte accidental de un pasquinero es uno de los relatos más raros que he escrito.
II- Me han preguntado si este libro trata sobre Jesús Blancornelas y aprovecho para aclarar que no. De Blancornelas solamente se incluye un epígrafe y una referencia como contexto en el primer cuento, pero nada más. No aparece como personaje y tampoco se narra su historia. Frente a la memoria del colega yo guardo un enorme respeto. Sucede que cuando de libros de cuentos de trata, siempre elijo el título de uno de los relatos incluidos para nombrar a todo el volumen y haciendo una lluvia de ideas entre colegas de toda mi confianza, concluimos en que Dispárenme como a Blancornelas es el título más fuerte y original. Por cierto, uno de los dos personajes principales de esa historia está basado en un colega fotógrafo de Frontera que en el ambiente reporteril es bastante conocido. Ustedes sabrán identificar quién es.
III- También me han preguntado si Dispárenme como a Blancornelas es una continuación o un lado B de Vientos de Santa Ana. No lo creo. Yo sostengo que aunque comparten contexto y personajes (reporteros fronterizos) su tono es muy distinto. Vientos es rabia, Dispárenme es ironía. Todos los cuentos tienen un humor muy negro y los personajes son el non plus ultra del absurdo. Es también un libro con una fuerte carga onírica, pues en tres de los seis cuentos los sueños y las alucinaciones se confunden con la realidad.
IV- Sólo puedo decir que tenía muchísimas ganas de publicar este libro y estoy muy orgulloso y agradecido de poder trabajarlo con el clan sudcaliforniano y con Nitro Press. Tiempo de disparar colegas. Disparemos hasta perforar los más rudos blindajes. Por cierto, el libro ya está a la venta en El Péndulo de la CDMX y pronto en El Día en Tijuana.
Saturday, July 30, 2016
Friday, July 29, 2016
Un nuevo integrante llamado Dispárenme como a Blancornelas se suma a la pandilla. Y los que faltan todavía... En camino vienen ya El lobo en su hora. La frontera narrativa de Federico Campbell (Premio José Revueltas) editado por el Cecut y que posiblemente tendremos en unas cuantas semanas. Viene Días de whisky malo (Premio Gilberto Owen) editado por la UANL y Bajo la luz de una estrella muerta (Premio Sor Juana) editado por el FOEM. En la incertidumbre sigue Cartógrafos de Nostromo (Premio Malcolm Lowry) que nomás no tiene pa cuando. En fin, les dije que lloverían letras.
Este año se triplican las obras completas.
Argemiro Montaño vino al mundo en Nacozari, tierra de cabrones con los tanates bien puestos, que no tiemblan a la hora de hablarse de tú con la muerte. Argemiro fue el hijo de Celso Montaño, un Espartaco que hacía temblar de pavor a la aristocracia y que murió pistola en mano, como los grandes caudillos revolucionarios, desafiando una tormenta de plomo. La sangre derramada por este valiente regó la tie…
La tarde del 14 de diciembre de 2012, la Policía Municipal de Hermosillo encontró el cuerpo sin vida de Argemiro Montaño dentro de su departamento en Infonavit Burócratas. De acuerdo con el dictamen pericial, el deceso se habría producido tres semanas antes como consecuencia de una broncoaspiración, luego de que el periodista sufriera un desmayo provocado por un golpe. De acuerdo con el testimonio del reportero Ramiro Villegas, quien acudió al lugar de los hechos, el cuerpo estaba tirado boca abajo, al pie de una mesa de madera sobre la cual había una máquina de escribir, en la cual se encontró una hoja con un párrafo escrito que se presume era el inicio de la autobiografía del periodista.
Argemiro fue el hijo de Celso Montaño, un Espartaco que hacía temblar de pavor a la aristocracia y que murió pistola en mano, como los grandes caudillos revolucionarios, desafiando una tormenta de plomo. La sangre derramada por este valiente regó la tierra sonorense donde yacía sembrada una semilla de rebelión.
—¿Escuchaste bien? ¿Quién carajos te ha dado permiso para dejar de teclear?
Argemiro me acercaba la cara. Su mano huesuda yacía sobre mi espalda. La cercanía de su rostro bañándome de babas y el contacto de su piel me estaban arrastrando a un abismo de nausea. Si no me largaba de ahí cuanto antes, iba a vomitar las cervezas, los totopos y las entrañas. Fue al momento de levantarme y zafarme de su mano con un empujón cuando vi de reojo el bate de beisbol tirado entre latas aplastadas. En los grandes momentos de mi vida siempre ha habido un bate en mis manos, y a falta de santos a quien encomendarme en ese instante de angustia, decidí acudir al único amigo fiel que he tenido en la vida, ese amigo que al tomarlo entre las manos se revela como una extensión de mis extremidades, porque nunca he manejado la pluma tan bien como he llegado a manejar un bate. Por eso, cuando Argemiro se me abalanzó, mis brazos dieron ese giro liberador que en mi lejana adolescencia arrojó mil y un bolas a los cielos del valle mexicalense, y que esa madrugada, en medio de pestilentes tinieblas, encontró en su camino una cabeza que reventó como revienta un huevo o un cascarón vacío en la Pascua. Crack. Tan simple como eso. Crack, sonó la frente reventada, mientras el cuerpo caía franco cual tronco seco. Así lo escribí en mi sueño, con esas expresiones: huevo, cascarón, tronco seco. Lo que no recuerdo haber descrito en el final de mi relato fue cómo la luz de la vela alumbraba el río de sangre que se empezaba a formar alrededor de su cabeza mientras yo tomaba mi maleta y caminaba en silencio hacia la puerta.
Sunday, July 24, 2016
Duermes poco y mal, inmerso en un insomnio pantanoso y obsesivo. En una mochila arrojas la muda de ropa y los diez libros defectuosos que aspiras a vender y autografiar en La Paz. También las lecturas elegidas como compañeras de viaje. El primer rayo de sol no aparece todavía cuando sales de casa e inicias la caminata rumbo a la central camionera. El invierno ha hecho su arribo un par de días atrás y dice presente con la helada lluviecita que cubre el puerto esa mañana. Tu vuelo sale a las 10:30 de la mañana, pero antes debes cubrir en camión la ruta Ensenada-Tijuana, a la que el hundimiento de la Carretera Escénica hace casi un año ha transformado en una travesía mayor, sobre todo cuando la angosta carretera libre es saturada por tráfico pesado.
El amanecer llega cuando vas a bordo del camión en las cercanías de San José de la Zorra, inmerso en los delirios de un personaje de Horacio Castellanos Moya. La lluvia arrecia en la carretera. Te resistes a la tentación de asumirte como la más elevada expresión del absurdo y la estupidez, yendo a cumplir tu gran misión literaria con diez abortos de imprenta dentro una mochila mojada. Por supuesto, lo de despertarte de madrugada y joderte a bordo de camiones paleolíticos no te resulta extraño. Como todo buen reportero debiste tomar mil y un veces tu caldo de agua y ajo y te volviste maestro en la práctica de sobarte el lomo. Expediciones mártires a San Quintín, cobertura de incendios en la Sierra de Juárez, noches blancas de cierre en jornadas electorales. En tu fuero interno asumías que aquellos infortunios reporteriles le ocurrían a otra persona, a un trabajador de línea de producción. En el fondo eras un soldado de infantería cumpliendo órdenes. Tus fotos y tus notas eran talacha, no inspiración. En cambio, Fotógrafo de niños calvos es el retrato de tu alma. En esos cuentos intentaste conjurar tus más hondos pavores, hablarte de tú con los demonios que te infestan el subconsciente, exorcizar obsesiones ancestrales.
Abandonas la lectura de Castellanos y extraes de tu mochila un maltratado ejemplar de La pluma y el lapicero, un libro de crónicas de periodismo cultural editado por el Cecut a finales de los noventa. Relees una vez más el texto de Federico Campbell, El gusano y la mariposa, en el que reflexiona sobre el imperfecto y a menudo mentiroso matrimonio entre periodismo y literatura. Durante casi dos décadas fuiste un reportero de tiempo completo y un escritor de clóset. Por años quisiste ver a la literatura como algo sublime, una dimensión superior, pero tu salto al vacío te demuestra una y otra vez lo mucho que hay de pretexto y simulación en los quehaceres literarios.