Eterno Retorno

Thursday, February 07, 2008

Rüya

La memoria, dice Celal, es un jardín. El mío, al igual que el de Celal, se está secando. Cuando el jardín de la memoria comienza a secarse – le había dicho Celal una de aquellas noches- uno tiembla con amor por los últimos árboles y rosales que le quedan. Los riego y los acaricio de la mañana a la noche para que no se sequen: recuerdo, recuerdo que no quiero olvidar. Hacía rato que una imagen no me zarandeaba con semejante ahínco. Hay libros que llegan en el momento oportuno y El Libro Negro es uno de ellos. Cuando un libro hace química contigo la sensación es inconfundible. Luego de escarceos desafortunados con El Ángel Negro y La Historiadora, llega a mis manos El Libro Negro por cortesía de Borregata Bipolargénica. Una vez que un libro te ha agarrado de las patas, ya no te suelta. En afán de no dañarlos, no acostumbro pasear por la calle los textos prestados, pero al turco lo traigo para arriba y para abajo.


La imagen del jardín llega en un momento en que la memoria se transforma para mí en un asunto obsesivo. Con horror descubro la nitidez de algunos recuerdos aferrados a tatuarse en alguna región blindada de mi cabeza. Tardes y noches de los años ochenta que revivo como si hubieran acaecido la semana pasada, canciones que no he escuchado en quince años y sin embargo canto de memoria, pasajes de libros que leí en la secundaria, juegos de futbol insustanciales cuyas incidencias se repiten una y otra vez. ¿Por qué recuerdo ciertos momentos, ciertas caras, ciertas palabras absolutamente insustanciales e intrascendentes para mi vida? ¿Por qué la historia más reciente se ha transformado en olvido? Me aterra no tener control sobre mis recuerdos, caer en la cuenta de los miles y miles de días que se han transformado en polvo. En viejos periódicos encuentro reportajes escritos por mí que se han borrado por completo de mi cabeza, como si algún día no hubieran consumido mis energías y pensamientos. Leo lo escrito en viejos cuadernos y en este mismo blog como si lo hubiera escrito otro. La historia de los mil días cualquiera, de los atardeceres desparramados en el vacío. La historia de la vida que se va.


Inevitablemente busco un rostro para los personajes literarios. Es, por supuesto, un acto inconsciente. De pronto, sin darme cuenta, cada personaje tiene una cara definida. Algunas, o acaso muchas veces, tomo prestados rostros de mi vida cotidiana para colocarlos en los libros, si bien he de confesar que en ocasiones los rostros son mutantes. A un mismo personaje suelo ponerle distintas jetas según el humor del que ande. Tal vez por ello no soy cinéfilo. Las películas son tiránicas, pues te imponen el cuerpo de una actriz o actor que tú no elegiste. En los libros, en cambio, yo soy el que decide. Ni siquiera aquellas novelas llevadas (desafortunadamente) a la pantalla son capaces de someterme a su tiranía. Mi Teresa de la Insoportable Levedad del Ser, por ejemplo, nunca será Juliette Binoche (y mira que Juliette me gusta en serio) sino la Teresa que yo imaginé desde la primera vez que leí el libro hace 16 años. Ana Karenina jamás será Sophie Marceu, sino la Ana que yo imaginé cuando leía a Tolstoi a bordo de un tren que me paseaba por la sierra de Chihuahua. Alejandra de Héroes y Tumbas, el único personaje literario femenino que ha sido capaz de enamorarme hasta la locura (lo siento Maga), tiene el rostro que mi mente le dibujó hace mucho y deseo jamás ver una imagen sacrílega en cine. Alguna vez leí que Ernesto Sábato, estando hospitalizado en Colombia, vio entrar en su cuarto a una mujer que era exactamente la Alejandra que él imaginó muchos años antes sentada en el Parque Lezama.


Rüya, del Libro Negro, es un personaje fuertísimo. Ese tipo de enigmas irremediablemente me seducen. Sus jardines son impenetrables. Puedes enamorarte de un personaje femenino, aunque con Rüya más que enamoramiento es identificación. No sólo fue la imagen de la memoria agonizante lo que me zarandeó, sino la de los jardines prohibidos. En este Invierno cruel he vuelto a hablarme de tú con mis demonios. No es algo intencional ni un deseo de transformarme en misterio. Simplemente es así y no puedo remediarlo. Puedes verme reír, divertirme, disfrutar con lo más pueril, pero estoy poblado de infiernos individuales. Los jardines de Rüya son los jardines de Rüya. Sus motivos tendrá la turca para mantenerlos intactos. En lo personal a mí me gustaría poderlos compartir, pero ni siquiera a quienes más quiero puedo dejar entrar. No es falta de amor o de confianza, pero hay zonas abismales de mi imaginación que simplemente son inexplicables e incompartibles, hoyos negros en medio del espacio que de repente surgen en las noches de insomnio. Hoyos negros que me atraen, que me jalan con fuerza. Mares de turbulentas tinieblas poblados de monstruos bajo la superficie de un arroyo en aparente calma. La razón y la cordura patinando sobre una delgada capa de hielo bajo la que aguardan los helados abismos en los que lentamente me sumerjo.