Todo esto sucederá mientras un fotógrafo arriesga su vida bajo una viga ardiente para tomar la foto que será portada de Time o Newsweek y un reportero entrevista a un bombero de rostro ennegrecido que emerge de los escombros mientras Giulianni camina entre ladrillos ardientes y cientos de familiares de empleados del World Trade Center se congregan en los alrededores de la zona de desastre a esperar una cada vez más improbable noticia alentadora sobre sus seres queridos. La Historia, con mayúsculas, está ahí. A nosotros nos queda por herencia su refrito.
La idea irrumpe con el segundo cigarro fumado en soledad después del corte informativo del medio día. Imagino la calle Greenwich que tan bien llegué a conocer y en donde, según escucho en la tele, es el punto más cercano a la zona afectada hasta donde dejan acercarse a los periodistas...
Saturday, September 08, 2018
Friday, September 07, 2018
Protocolo del estiercol (fragmentito)
Su rostro empezó a aparecer a cuadro todas las noches. Aunque extrañaba la adrenalina callejera, le gustó el estrellato y la condición de celebridad otorgados por la conducción. De la noche a la mañana se estaba convirtiendo en el comunicador más visible y reconocido de Baja California. La mala noticia para él fue que el tren de la historia y la tecnología no parecía detenerse y por vez primera desde la fundación de la televisora, el rating se estancó y empezó lentamente a caer. La audiencia se fue tornando otoñal. Mirar el noticiero era costumbre de ancianos. Los jóvenes eran felices con chuscos videos de YouTube y el trono de los viejos comunicadores empezó a ser usurpado por irreverentes influencers de red social. En un mundo en donde todo mundo tenía en una cámara de video en la palma de su mano, la vida empezó a dejar de sonreír y las vacas ya no fueron gordas. Los anunciantes dejaron de llegar en tropel y los chayotes políticos disfrazados de contrato publicitario dejaron de ser de cinco ceros.
Entonces reparó en que su noticiero debía intentar surfear en la cresta de la ola si no quería morir ahogado.
Las nuevas generaciones demandaban acción, crudeza, realismo y una dosis de risa. Ahora debía conseguir la mezcla perfecta entre gore y humor, el matrimonio de lo macabro y lo chusco, mientras la televisora apretaba el cinturón y ordenaba recortes de personal y políticas extremas de ahorro.
Con menos reporteros a su mando, debía arreglárselas para competir con esa guerra de guerrillas integrada por youtubers y esporádicos cazadores de información. Intentaba, en la medida que los códigos internos y los compromisos políticos lo permitían, relajar el contenido y el lenguaje de su noticiero, pero aquello resultaba forzado o ridículo. Los viejos televidentes se quejaban del rumbo que intentaba tomar el conductor, pero los jóvenes ni por casualidad encendían el televisor. Para ellos bastaba y sobraba con el descomunal menú de sus teléfonos inteligentes.
Thursday, September 06, 2018
Enseñar a escribir
Al cabo de varios años de ser arriero y en el camino andar, me he dado cuenta que en el mundo de las letras el negocio no es vender libros (que por lo demás nadie compra) sino ofrecer talleres. A ojo de pájaro miro la plaza pública de Facebook y Twitter y reparo en que hay (ahora y siempre) decenas de talleres literarios: presenciales o virtuales; masivos o selectos; para principiantes y avanzados. Los hay de dulce, chile y de manteca. Algunos con nombres sofisticados como laboratorio de postnarrativa o clínica de deconstructivismo poético y otros que se hacen llamar simple y llanamente taller literario. Leo el menú y confieso que a más de uno se me antoja en verdad inscribirme. A lo largo de mi vida he participado en tres talleres y sólo uno de ellos - el de Rafael Ramírez Heredia- me dejó una huella profunda y enseñanzas que aún aplico. La última vez que acudí a un taller fue en septiembre de 2001 (días antes de la caída de las torres) con Mario Bellatin y la verdad es que como tallerista me decepcionó un poco (y hace mucho que como escritor tiende a aburrirme).
Si me dieran a elegir entre impartir un taller literario o tomarlo, prefiero la segunda opción. Me gusta más ser alumno y llegar con mi taza vacía. Si quieren que sea brutalmente honesto (y les juro que aquí no hay ironía oculta) la realidad es que yo no tengo idea de cómo enseñarle a escribir a alguien, si es que tal cosa es posible. ¿Qué le diría a ese hipotético e improbable alumno? No sé si tengo algo que enseñar, pero creo que aún tengo mucho que aprender. Muy a menudo la gente me pide consejos o tips para escribir un cuento, una novela o un testimonio autobiográfico.
Mi respuesta no suele variar mucho: Lee, lee y lee. Sé un lector omnívoro y hedonista. Lee de todo y hazlo por puro y vil principio del placer. No olvides nunca que el lector es el personaje más fascinante y enigmático del universo literario. Siéntete orgulloso de ser lector. La escritura llega solita, casi como consecuencia inevitable. Camina y habla solo. La mejor escritura suele brotar sin pluma ni teclado de por medio y su territorio natural son las caminatas. Estoy a punto de decir que también brota sin palabras, pero el lenguaje es una lapa terca. Aún en el más demencial e inconexo ritual de libre asociación de imágenes y sensaciones las palabras siempre estarán ahí.
Viaja. Caminar por vez primera una ciudad desconocida es uno de esos rituales por los que la vida merece la pena ser vivida, pero no olvides que también las calles de tu barrio son misteriosas e infinitamente extrañas si sabes cultivar el arte de perderte y mirarlas con ojos forasteros.
Mucho más que eso no puedo decir. Todo es tan sencillo o complicado como se le quiera ver. Cuenta un cuento. Parece una obviedad, pero a menudo olvidamos que aquí lo fundamental es narrar una historia, tener un personaje y plantear un dilema. Escribir ficción es mentir. Aquí se trata de hacer fintas, gambetear al lector, ser tramposo y chapucero. Sé un ilusionista y aprende a sacar conejos bajo la gorra. No hay reglas de oro ni leyes eternas. Lo que a mí me funciona a otro le choca. La única certidumbre es que vale la pena morir en el intento.
Tuesday, September 04, 2018
El librero es un hermano vocacional del cantinero y acaso también del farmacéutico. Más allá de las sutiles diferencias entre despachar licores, medicinas o libros, los tres acaban fungiendo como consejeros espirituales, vertederos de confesiones y testigos de las más extrañas conductas. A su manera ejercen una suerte de pagano sacerdocio.
La librería, zona sagrada del universo literario, no es muy diferente de la cantina. Para los parroquianos y los lectores de cepa, la cantina y la librería no son estación sino destino. No son un medio sino un fin y cruzar sus puertas significa atravesar el umbral hacia un universo paralelo, un sitio en donde afloran pasiones, furtividades y rutas de escape. Un tiempo fuera del tiempo, un alucinante río subterráneo que fluye bajo la mentirosa superficie del ritual de lo habitual.
¿Qué diablos hacen los libros cuando no los vemos? ¿Celebran aquelarres y orgías tras las puertas cerradas de una librería o simplemente duermen la mona? Semejantes versiones nunca podremos probarlas, pero lo innegable es que los libros suelen tener vida propia y a menudo no es la que su autor imagina. En cualquier caso, de lo que en la librería sucede solo los chamanes libreros se enteran.
El lector es el personaje más fascinante del universo literario y la librería es su santuario. La gran paradoja es que libreros y librerías han sido tradicionalmente marginados a la periferia de la historia de la literatura, aferrada en colocar en el centro a los autores y sus obras.
Monday, September 03, 2018
En su ensayo El novelista ingenuo y el sentimental, el Nobel turco Orhan Pamuk habla de encontrar el centro de la novela. No basta con seguir el argumento o la trama, sino con ubicar el centro, una suerte de espíritu o fuego esencial que da sentido y trascendencia al relato. El centro del que habla Pamuk a menudo está en lo que yo llamo la zona de intuiciones, esa atmósfera que el narrador es capaz de crear en torno a su personaje. A menudo esta atmósfera yace en las palabras no escritas. Hay algo en el relato que se intuye pero no se ve. Es como en una partida de ajedrez, donde los movimientos realizados son tan importantes y trascendentes como los pensados pero no ejecutados. La arquitectura de las palabras ausentes.