Hoy empieza el mes de febrero y lo inicio como me gusta, cazando
amaneceres. Esta es la hora embrujada, cuando la playa neuronal aún está
empapada por el mar del subconsciente. Muchos de los párrafos que he escrito a
lo largo de mi vida han nacido en los
instantes previos a la primera luz del día.
Esta hora es ideal para escribir. No significa que solo a esta hora pueda
hacerlo, pero en otro momento del día no es igual. A veces me imagino que la
mente es como una playa que al dormir es cubierta por el océano del
subconsciente. Un mar inmenso y lleno de misterios nos envuelve pero al
despertar la marea desciende y por herencia nos queda una playa empapada, llena
de conchas y sargazo. Esa playa neuronal mojada suele ser fértil. Hace unos
minutos estábamos aún sumergidos en el océano onírico donde todo es posible,
pues bajo sus aguas el subconsciente es
amo y señor y le da por destapar la válvula donde habitan mil y una historias.
Es un gran narrador este mar que nos cubre por las noches pero sus relatos son
como peces escurridizos y no dejan atraparse fácilmente. Por eso al despertar
lo primero que hago es tratar de transformar en palabra escrita los sueños o lo que de ellos recuerde. Siempre
tengo la sensación de haber soñado muchísimo, de haber emprendido un viaje muy
largo, pero la marea suele bajar rapidísimo y la playa neuronal pronto se seca.
Si no convierto esos vestigios en escritura pronto me quedaré sin nada, así que
suelo hacerlo antes de inmediato, a veces antes del primer trago de café.
Claro, no siempre hay botín onírico en la red duermevelera y siempre da la
impresión de que lo rescatado, al ser transformado en palabra escrita, pierde
algo o mucho de sustancia. Escribir es traducir, atrapar, codificar y lo que
bajo el mar onírico era alucinante, se torna absurdo o carente de sentido
cuando llega a mi cuaderno en forma de garabato. En cualquier caso, estos
ejercicios son buenos para encender la chispa y poder retomar el texto de ayer.