Lo que más me asquea, es que este par de basuras humanas son tan burdos, ególatras y ordinarios como la inmensa mayoría de los políticos mexicanos de tercera división que he conocido en mi vida. Aquí los tienen: el presidente municipal de Iguala y su trepadora esposa, hoy prófugos de la justicia. Lo verdaderamente aberrante, es que esta señora en su fuero interno se siente una benefactora, una gran lideresa cuya labor hace la diferencia a los más desprotegidos. Basta seguir el día a día de su Facebook para saber que esta mujer, hermana de lugartenientes de los Beltrán Leyva, se consideraba la próxima alcaldesa de Iguala. Sus fotos abrazando ancianos, una escuela bautizada con su nombre, sus mensajitos babosos, idénticos a los de mil y un politiquetes. De pronto pienso en Hannah Arendt y la banalización del mal cuando descubrió en Adolf Eichmann a un ordinario y simplón burócrata que se limitaba a cumplir órdenes en los campos de concentración. Este par de clasemedieros venidos a más, tan patéticos como casi cualquier alcalde mexicano que se toma fotos cargando escuincles, no se tientan el corazón para quemar vivos a unos estudiantes dentro de una fosa o para arrancarle la piel de la cara a un muchacho. Todo indica que el gran pecado de los normalistas, el gran sacrilegio que les costó una muerte tan cruel fue haber interrumpido el informe de la dama y ya sabemos que el informe es la máxima liturgia megalómana de un político. Lo que me hace vomitar, es que Iguala es el modelo a escala de una gran parte de México, que debe haber cientos de municipios así, gobernados por narcoalcaldes y narcopolicías que tampoco se tocarían el corazón para mandarte matar si les estorbas. Cuántos municipios en Guerrero, Michoacán, Tamaulipas, Sinaloa, Durango están íntegramente subordinados a la soberanía de una mafia? Iguala, la tierra donde se izó la primera bandera tricolor de nuestra historia, la ciudad de las Tres Garantías, es el más fiel reflejo de un narcopaís que pese a su vocación mafiosa y sanguinaria no parece dispuesto a renunciar a su ñoñería.