La Rambla paralela (un comentario)
La literatura hispanoamericana tenía vacante el trono del reino del nihilismo. Fernando Vallejo ha lle-gado para reclamarlo. Quizá el desamparo ontológico de sus autobiográficos personajes, solo tiene árbol genealógico en José Revueltas, aunque es huérfano en su exquisita capacidad de sarcasmo.
Biólogo, gramático y cineasta aficionado, Vallejo irrumpe de golpe y porrazo en el mapa de la literatura hispanoamericana en 1994 con un desgarrador cuchillo llamado La Virgen de los sicarios.
Sin haber cumplido aún su primer decenio, este libro bien puede ser considerado ya un clásico del humor negro.
Con su Virgen, Vallejo introdujo a los lectores a su universo de crudeza desfachatada. Entre doctos im-properios y blasfemas disertaciones, el gramático recorre todos los templos de Medellín acompañado de su querido Alexis, una suerte de inocente ángel exterminador que siembra la muerte a su paso.
El libro fue considerado como la más cruda descripción del Medellín en los tiempos del esplendor y caída de Pablo Escobar y algunos lo inscribieron en el índice de la narcoliteratura.
Pero en 2001, el colombiano recetó una obra demoledora llamada El desbarrancadero en donde más que narrador de un fenómeno social, Vallejo se yergue en burlón apóstata. En El desbarrancadero se olvida de lo anecdótico que aún arrastra La Virgen de los sicarios y le apuesta a una especie de cínico tratado de la transvalorización. A un lado del lecho de su hermano agonizante víctima del Sida, Vallejo es una sombra o acaso un muerto que se dedica a vomitar todo su odio contra la existencia humana.
El resultado es quizá el “non plus ultra” del nihilismo escrito en lengua de Cervantes.
La Rambla paralela sigue exactamente la misma línea, fiel a su caos narrativo y a la vocación de salpi-car cada párrafo de improperios, aunque la estructura es aún más distorsionada.
El narrador es el mismo fantasma. Un cadáver que en medio de un insomnio perpetuo pasea por La Rambla de Barcelona y bebe en el Café Ópera para diluirse de un momento a otro en un Río Cauca, atibo-rrado de muertos y gallinazos y volver después a su Jardín del Edén ubicado en la finca de Santa Anita allá cerca de Evingado. El cadáver en cuestión, es un viejo escritor colombiano invitado estelar a la Feria del Libro de Barcelona. Y si en El desbarrancadero Vallejo se permitió defecar sobre aquello que llaman valores familiares, ahora se dedica a hacer pedazos el mundo de la industria editorial y a mofarse de las ínfulas pretenciosas de escritores colombianos erguidos en maestros salvadores mientras su país se cae en pedazos. El humor negro vuelve a ser delicioso y el sarcasmo llega a arrancar carcajadas. Como en sus an-teriores trabajos, Vallejo dedica un buen porcentaje de su veneno a los políticos colombianos siendo de nuevo sus blancos favoritos César Gaviria y Ernesto Samper, aunque también se acuerda del mexicano López Portillo y reserva selectas pestes a las aeromozas de Air France.
Vaya, con decir que Vallejo llega al colmo de la burla de si mismo y se permite incurrir en el que bajo su opinión es el mayor pecado de un literato: la narración en tercera persona. Riendo de aquellos escritores que obran como todopoderosos dentro de los pensamientos de sus personajes, el viejo permite que sea por momentos un narrador quien lo describa a él.
Si bien Vallejo podría ser un hermano de Ciorán o acaso de Camus, la diferencia estriba en que en su incurable pesimismo jamás se deja de mofar. Vallejo considera a la existencia humana como el mayor in-sulto, a la procreación un crimen y enarbola la bandera de una eutanasia colectiva, pero no se toma en se-rio a sí mismo. Vaya, el suyo no es un fatalismo de cara larga ni una oscuridad rimbombante. Por el con-trario, lo mejor de su prosa es la gracia que tiene para hacer pedazos al mundo. Esa capacidad de despilfa-rrar en un párrafo sus dotes de gramático y destrozarlas al siguiente con un insulto administrado en el punto exacto. Esa capacidad de mantener un tono hasta poético en medio del caos alucinado de su relato. Es como si la representación de una Muerte mexicana estallara en risotadas mientras bebe aguardiente en una cantina gritando “la vida no vale nada”.
Para aquellos que hayan tenido la desgracia de caer en las infaustas y lucrativas garras de los libros de superación personal, Vallejo es sin duda el mejor antídoto para rehabilitarse.