Podemos leer este ensayo como un relato de frontera. La historia de un camino de vida y una vocación donde lo fronterizo encarnó como un territorio narrativo pero sobre todo como una condición ontológica. La frontera es línea o fisura; umbral o cicatriz; límite o punto de partida. En Federico Campbell la frontera fue pathos y karma. No fue un ritual de cruce o un parte aguas, sino una condición omnipresente en su existencia. La frontera encarnó en él y no pudo nunca dejarla atrás. Fue su Ítaca y su Luvina; la tierra mítica a la que siempre estaba retornando y el pueblo obsesivo y castrante que se quedó a vivir en sus duermevelas. La frontera fue un limbo y una sombra que definió e impregnó toda su obra.
No es casualidad que un trastorno de la personalidad, más común de lo que se cree, se denomine “límite” “o fronterizo”. Los “borderline” viven en una casi perpetua dicotomía a lo Jekyll y Hyde. La condición fronteriza es un permanente estado preesquizofrico, un oscilar entre dos hemisferios.
Como en La Máscara de la Muerte Roja, la sombra fatal ya estaba ahí, sentada junto a Federico, quien hablaba de Juan Rulfo ante una Cineteca abarrotada. Afuera de la sala Carlos Monsiváis, más de medio centenar de tijuanenses que no alcanzaron lugar miraban al escritor a través de las pantallas. La noche era fría y la sombra al acecho comenzaba a tender su manto.
Federico platicaba, ameno, disperso, diluido en la magia de la libre asociación, llevándonos de las llamas del llano siempre ardiente a las trampas tendidas por nostalgia y la memoria en la mente de un narrador. Las charlas de Campbell siempre tuvieron la cadencia del parroquiano que caza recuerdos e ideas en el aire, exento por fortuna del académico patetismo padecido por tantos engendros culturales.
En la novela de su vida, aquella noche invernal en la Cineteca fue el último acto, la involuntaria despedida. Como en la Muerte en Venecia, el mal aguardaba acechante en cada rincón, aunque hasta ese momento la autoridad sanitaria se aferrara a negarlo. El mal yacía en la sala esparciendo silencioso su cepa asesina. La Muerte tomaba su reloj de arena. “Mi tío no se ha sentido muy bien este día”, me dijo su sobrino Eduardo
Tuesday, July 12, 2016
Monday, July 11, 2016
En aquellos años magros e ilusos, cuando correteábamos muertos y balaceras al son del 12-17 en la radiofrecuencia, yo soñaba aún con ser el nuevo Blancornelas mientras Natalio, el fotógrafo, se creía la reencarnación de Chalino Sánchez.
Chapoteábamos en fangos reporteriles cubriendo la nota policíaca para el periódico El Bordo en Tijuana y aunque la vida no nos sonreía, nosotros ni por enterados nos dábamos. Como el viejo Tsuru en que perseguíamos patrullas no tenía ni siquiera casetera, Natalio escupía narcocorridos chinolas a grito pelado mientras yo pegaba la oreja al scanner intentando averiguar en dónde carajos había aparecido ahora el muerto nuestro de cada día. Los tiraderos de cadáveres eran repetitivos hasta el hartazgo. La mala noticia para nosotros era que nunca quedaban cerca y el estado natural del Tsuru era traer el tanque vacío. La regla inquebrantable era que Natalio y yo acabáramos poniendo 30 o 50 pesos de nuestra bolsa para echar al menos un escupitajo de gasolina y alcanzar a llegar a los periféricos andurriales donde los muertos tenían a bien aparecer. Después cumplíamos con exigir el reembolso, aún a sabiendas que era más fácil encontrar icebergs en la Laguna Salada a poder sacarle un vale de combustible a la gerencia administrativa del periódico.
Sunday, July 10, 2016
No es cosa de un domingo cualquiera beberse el primer café de la mañana leyendo semejante nivel de reseña como la escrita por Ruth Vargas Leyva en una doble plana publicada hoy en suplemento Identidad. Toda creación literaria alcanza su plenitud cuando encuentra un lector, pero no es común encontrar un nivel de lectura tan profundo. Con largo y fructífero camino recorrido como poeta y con toda una vida encausando vocaciones en el aula, la doctora Ruth derrocha tablas como lectora. Lo suyo es desentrañar lo que Javier Cercas denomina el punto ciego de la novela. Ruth ha tenido la generosidad de leer Vientos de Santa Ana durante un viaje de Tijuana a Puebla y hoy nos comparte las impresiones de su lectura en las páginas 2 y 3 del suplemento cultural que dirige Jaime Cháidez Bonilla. Sólo puedo decir que hoy mi gratitud desborda como el café de la segunda jarra que ya hierve en la estufa. Sucede que releyendo esta reseña me he olvidado de apagar el fuego.