Tratar de atrapar los sueños como quien atrapa un colibrí en pleno vuelo, una burbuja en el aire, el destello de una aleta de cetáceo irrumpiendo en el Pacífico. Intentar asir al pájaro, aunque en mis manos queden tan solo algunas plumas empapadas. Mi agujerada e infructuosa red de cazador de criaturas oníricas, mi vano esfuerzo de cada amanecer. Sostener en un puño la arena aún mojada del subconsciente, tratar de caminar por el litoral que hasta hace unos minutos estuvo cubierto por un océano alucinante. Desde hace años mantengo un archivo al que intento alimentar con los vestigios de mis sueños. Es casi un ejercicio de arado en el mar, el aferre por llenar de agua una canasta de mimbre, pero algo he conseguido. Hasta ahora solo dos sueños se han podido transformar en un cuento publicado: Saurio sangrante y Muerte accidental de un pasquinero. Lo demás es ceremonia del caos, engendros intentando disfrazarse de poesía surrealista. La obsesión de ser soñado… o soñar el sueño de otro… o soñarse a uno mismo soñando. Ya Borges y Tabucchi horadaron en oníricos reinos ajenos y Fogwill, Sergio Acuario, Leiris y tantísimos más han tratado de forma literaria a los suyos. La tentación es grande pero el ejercicio es casi siempre infructuoso. Es inevitable pensar por un momento que Morfeo es el gran creador literario, que te da tres vueltas y es capaz de hacer lo que tú nunca podrás. Tampoco es fácil pensar resistirse la idea de ser el sueño de otro. Por ahora me queda por herencia el recuerdo de esas habitaciones donde solamente pasamos una noche de nuestras vidas. La última de París (en las cercanías de La Bastilla), el depa de Coimbra y el desván de Lisboa fueron alucinantes, pero los sueños que irrumpieron en aquellos sitios yacen en una región límbica. Cada sombra se iba desvaneciendo hacia el punto de fuga mientras yo sentía diluirme en la levedad inmaterial y en ese dulce guiño del absurdo que de pronto nos arroja una intuición: todo esto es un sueño. Así me siento desde aquellas noches y desde entonces hay una certeza que no me abandona: tú, al igual que yo, estás soñando este instante, pero no nos basta con despertar. Somos el sueño de otro. Alguien más nos sueña, pero ese alguien ya no despierta (Daxdalia dixit)
Friday, July 27, 2018
Thursday, July 26, 2018
La marea del olvido
A Sócrates le aterraba la escritura. Al filósofo ateniense, encarnación pura de la tradición oral, la letra le parecía una abominación, pues a su manera de ver acabaría para siempre con nuestra capacidad de atesorar recuerdos. “Fármaco de la memoria” llamó a la palabra escrita. Lo paradójico es que gracias a que un discípulo llamado Platón empleó este “fármaco”, sabemos de la existencia de Sócrates y sus ideas dos milenios y medio después. De cualquier manera, debe ser descomunal el arsenal de conocimiento –oral y escrito- devorado por la marea del olvido. Hay hechos, personajes e ideas de los que jamás tendremos siquiera una noción. A Jorge Luis Borges le obsesionó (y también se permitió parodiar) el conocimiento absoluto o la memoria total. Esa ambición de poseer hasta el último recuerdo es el tema de su cuento Funes el memorioso, de la misma forma que El Aleph es un punto en un sótano donde se puede contemplar la totalidad del universo y la Biblioteca de Babel contiene en sus anaqueles todos los libros escritos a lo largo de la historia de la humanidad. De una u otra forma, Borges fue un involuntario profeta del internet. Ignoro si los seres humanos anteriores a la escritura tuvieran una mayor capacidad de memorizar, pero lo cierto es que ni aún con nuestra obsesión de registrarlo todo y dejar testimonio gráfico de cada mínimo acto, podremos hacer algo contra la marea del olvido. Nuestra capacidad de olvidar es descomunal. Hay un enorme archivo muerto de días enteros, pasajes, anécdotas y personas que no son ni siquiera ceniza en nuestra red neuronal. La gente suele decirme que tengo muy buena memoria. Yo más bien pienso que el negro desván de mi olvido es cada vez más grande. Durante década y media fui un reportero que publicaba un promedio de tres o cuatro notas diarias. En su momento llegué a firmar más de 400 notas de primera plana y en teoría un texto periodístico de portada es algo que demandó esfuerzo y concentración absoluta. ¿Cuántas de esas notas puedo recordar hoy? Menos de la décima parte. A veces me da por revisar mi cada vez más reducida hemeroteca y me sorprende enterarme que escribí sobre tal o cual tema. Hay cientos de personas con las que alguna vez conviví a las que he olvidado por completo. En contraparte, me sorprende la cantidad de nimiedades que soy capaz de recordar a la perfección. Por ejemplo, puedo decirte de memoria cada uno de los marcadores de los 52 partidos que se jugaron en México 86 con absoluta precisión, y sin embargo empiezo a tener lagunas mentales en torno al pasado mundial de Rusia que acabó hace apenas una semana. Recuerdo mínimos detalles de insustanciales partidos de los Tigres en los años 80 y pasajes completos o frases textuales de libros intrascendentes que leí en la adolescencia. De los viajes a veces me queda el recuerdo de un rostro con el que crucé por unos cuantos segundos sin intercambiar palabra, pero olvido mi visita a algún santuario histórico. Acaso no pasará demasiado tiempo antes de que olvide para siempre la mañana de este ardiente día de julio en que invoco infructuosamente la curva de la memoria.
Monday, July 23, 2018
Falsa confesión de un pepenador de palabreríaFalsa confesión de un pepenador de palabrería
I- Escritor soy a veces pero lector soy siempre. No todos los días estoy de humor para escribir, pero en todo momento – en casi cualquier lugar y circunstancia- tengo ganas de leer. A veces he pasado algún tiempo sin garabatear ni un miserable párrafo, pero nunca he pasado un día sin aferrarme a la lectura de un buen bonche de páginas. El síndrome de Bartleby bien puede agarrarme en su puño y apartarme para siempre de la escritura (a veces me aparta el muy canijo) pero a menos que sufriera una lesión cerebral o un drástico e inexplicable cambio en las circunstancias de mi vida, todo hace indicar que leeré libros hasta el día de mi muerte. Así las cosas, lo verdaderamente trascendente es entender por qué uno se convierte en lector. Lo de la escritura no tiene tanta importancia. Es una consecuencia lógica e inevitable. Ya no estaba en mis manos torcer el camino.
II- Si algún día me diera por escribir mi autobiografía, tengo claro cuál sería la primera frase: “Fui concebido entre libros”. Acaso ello explique el posterior desbarrancadero. Es como si un heroinómano hubiera sido engendrado en un campo de amapolas. La marca del vicio irrumpió como una falla de origen, una maldición irrenunciable. Tal vez sea mera casualidad y daría lo mismo si la fecundación se hubiera producido en un taller mecánico o en el asiento trasero de un vochito, pero lo cierto es que los libros siempre estuvieron ahí, desde el instante primario, y a la fecha están aquí, marcando el camino y jodiéndolo todo. Los psicoanalistas hablan de traumas propios de neonatos, experiencias vividas en las primeras horas de la existencia capaces de quedar fosilizadas en el subconsciente, pero nada he escuchado sobre óvulos y espermatozoides marcados a perpetuidad por el entorno que selló su encuentro. En este caso el entorno condicionó el camino de vida. Crecí en la casa de mi abuelo donde había libros en cada rincón. Yo no lo dimensionaba, pero aquella casa de la calle Río San Juan en la colonia Miravalle de Monterrey, era una de las bibliotecas particulares de filosofía más grandes del país. Ahí adentro había más de 33 mil libros. Alguna huella profunda dejaron en los abismos de la mente, pues muy a menudo tengo sueños donde el escenario es esa casa con sus paredes tapizadas de pura bibliofilia.
III- A veces creo que retorno a los libros como quien busca el confort de la tiniebla uterina. Un placer cuyos efectos son aún más inmediatos que la lectura, es deambular entre cientos de libros. Perderme en una librería o en una biblioteca suele ponerme en paz conmigo mismo y con el mundo. A veces, cuando cargo a cuestas una angustia o un derroche de rabia, me meto a una librería a conjurar a mis demonios de la misma forma que el borracho se refunde en la cantina.
IV- Entiendo que esta colaboración tiene que ver con escribir y no con leer, así que hablemos ahora de la compulsión por desparramar palabras. La mejor escritura suele brotar sin pluma ni teclado de por medio y su territorio natural son las caminatas. Estoy a punto de decir que también brota sin palabras, pero el lenguaje es una lapa terca. Aún en el más demencial e inconexo ritual de libre asociación de imágenes y sensaciones las putas palabras están ahí. De acuerdo: las palabras son imprescindibles, pero la pantalla o el papel son meros recipientes.
V- La prosa suele brotar caminando. Es en la fase errabunda cuando todo irrumpe en catarata. Escritura errante, compulsiva, imparable. Los conceptos revolotean alrededor como mil pajarracos. Sus graznidos lo inundan todo y sus alas llegan a tocar mi cara. Voy caminando y voy escribiendo. A veces, si la situación lo permite, anoto alguna palabra en el cuaderno, una vaga idea. El cuaderno es la red con la que intento (y muy de vez en cuando consigo) cazar un pájaro al vuelo que al ser transformado en palabra y encerrado en la jaula del papel parece perder su rabia y su esencia. Lo que aparentaba estar lleno de vida se revela hueco e insuficiente.
VI- Lo peor ocurre al llegar a casa y sentarme frente a la computadora. De pronto los mil pajarracos se han transformado en niebla o humo de cigarro. No hay ya aleteos ni graznidos insinuando una historia desgarradora. Sobre mi escritorio quedan algunas plumas recogidas del suelo y con ellas intento invocar a la prófuga parvada. Es inútil. El demencial cuento que escribí caminando se ha hecho humo. Nada queda entre mis manos. Mis dedos danzan torpes sobre el teclado. Las palabras brotan sosas, burocráticas, vacías e insuficientes. En mi inventario sólo tengo eso: palabras-ladrillo, palabras-lego que no me sirven de nada
VII- Al final queda por herencia un dilema o acaso sea una fatal certidumbre: el que escribe es otro. Hacer o deshacer no depende mí. Alguien más –deidad o demonio- decide cuándo desparramar palabras y cuando cerrar la llave.
VIII- La conclusión acaba por ser aterradora: no hay escritura sin quebranto. No se trata solamente de acomodar palabritas como quien coloca un lego arriba de otro. Nombrar demonios punza y hiere. No se puede ir por la vida desdoblando mundos y pretender que no pasará nada. Escribir tiene (o puede tener) su dosis de hedonismo, pero en cualquier caso es más grande (o por lo menos más probable) el dolor.
IX- Todo desparramador de palabrería, aún el más torpe e ingenuo, el más pretencioso e imbécil, conoce algún día aunque sea un destello, una pizquita del éxtasis (creo que algo así dijo alguna vez Roberto Bolaño, aunque tampoco estoy tan seguro). Por jodido que sea el resultado, el albañil de las palabras tendrá en algún momento la sensación de estarse elevando a alguna cumbre desconocida, la intuición de un desdoblamiento interior, del inminente encuentro con una otredad que saldrá al paso. Puede ser un mentiroso resplandor, pero irrumpe (juro que irrumpe) aunque suele desvanecerse y evaporarse rápido. Al final queda el flagelo y la impotencia, pero acaso ese espejismo sea tan fuerte para justificarlo todo. ¿Por qué somos tantos los que nos arrimamos al desbarrancadero? ¿Cómo es posible que la catástrofe sea tan adictiva?
X- No se escribe impunemente. No puede invocarse un embrujo sin consecuencias. No es como jugar una cascarita futbolera o echar una corrida nocturna. Ni siquiera es tan sencillo como como una cogidita querendona
XI- ¿De quién depende la escritura? ¿Cuál es la pagana y teporocha deidad que se tomara el trabajo de dictarme las palabras que habrán de construir el desvarío del futuro inmediato? Me he cansado de decirle a los jóvenes que la escritura es carpintería, labor de obrero, talacha de albañil en donde sólo vale el esfuerzo y la disciplina. La inspiración, el alucine y la locura son asunto de huevones y desobligados. La escritura es pura esencia apolínea con una pizquita miserable de locura dionisiaca. Eso les dije muy seguro de mí mismo, pero les mentí. Fue una vil patraña aunque juro que en la superficie y en el fondo deseaba creerla. Presumí tener el control total en mis manos y los demonios me cobraron muy alta la factura. “Tú no escribes ni putas madres. Somos nosotros los que te dictamos. Nosotros incubamos el chip del delirio, el embrujo de tu locura. Sin ella no hay literatura posible. Puedes beber tanto licor como quieras y ahogarte en inciertos whiskys granjeros. Da lo mismo. Por herencia te quedará la gastritis y la blanca estepa de tu mente seca”. Si los diablos no te tocan nada podrá brotar. Con ellos todo, sin ellos nada.
XII- He vivido y gozado la escritura lúdica y relajante, y he sufrido con textos rejegos que se resisten a brotar. Me he divertido mucho hasta el grado de reírme solo mientras escribo, pero también he sufrido ataques de rabia y ansiedad ante una historia atascada en baches. Leer es un acto totalmente hedonista, pero escribir es un acto híbrido y bipolar que puede producir una catarsis y una emoción muy grande, pero también puede llegar a torturar. La escritura o la fluidez escritural se parecen mucho al deseo sexual.
XIII- El cuerpo y el párrafo perfecto son tedio y vacío cuando el deseo está muerto. Cuando la lumbre se ha apagado solo queda frente a mí el desierto de la mañana, el sinsentido que todo lo infesta. La soberana inutilidad de toda arquitectura prosística; la estupidez yaciente mi afán de contar historias; las palabras como gusanos sobre una bolsa de basura. ¿Dejar de escribir porque no se tiene nada que decir? Lo peor de todo es que las alcahuetas ideas cumplen con revolotear y engañarme jurándome que hay luz al fondo del pozo vacío.
XIV- Alguna vez he comparado la escritura con el ritmo cardiaco en una rutina constante de ejercicios. Cuando llevas cierto tiempo acudiendo diariamente a un gimnasio, llega un momento en que la elíptica o la caminadora no cansan. Los latidos del corazón y la irrigación de la sangre van en plena sintonía con el movimiento de piernas y brazos. El agotamiento no existe. Simplemente corres, sudas y fluyes. A veces quiero creerlo, de verdad quisiera creerlo, pero tampoco es cierto. Cuando digo estas cosas se enojan los demonios y cobran la factura. Por más disciplinado que seas, los necesitas.
XV- Soy un escritor diurno. Los amaneceres son lo mío. Me gusta escribir impregnado aún por la duermevela, con la arena de la mente mojada por la marea alta de lo onírico. Me gusta moler el café cuando aún está oscuro. Escribo con café en la mañana y leo con whisky en la noche. Cuando no estoy frente a la computadora suelo llevar un cuaderno conmigo para escribir palabras e ideas que voy cazando al vuelo y que después pueden volverse hilos narrativos de los cuales tirar. Intento, en lo posible, trabajar con carta de navegación aunque siempre tengo uno o dos archivos en donde derramo ideas y locuras al vuelo, los archivos dionisiacos destinados a no publicarse en donde arrojo el libre flujo, mismos que no se mezclan con los archivos apolíneos en donde suelo trabajar en dos proyectos a la vez en los cuales intento usar la brújula y tener una idea de hacia dónde voy.
XVI- La semana pasada fui por primera vez en mi vida a hablar de escritura creativa con niños de segundo de primaria, compañeros de mi hijo Iker. Fue algo totalmente diferente que me hizo preguntarme los porqués primarios y fundamentales de este camino de vida. Les dije que desde muy pequeño he tenido a la mano dos juguetes de los que a la fecha no me he podido desprender: la imaginación y las palabras. Creo que de todo lo aquí escrito, esas últimas palabras son las únicas que son radical e incuestionablemente ciertas.