Di mis primeros pasos como creador de ficciones cuando empecé a escribirle cartas a Santa Claus. Fue aquello un pedacito de narrativa epistolar absolutamente ficticia, pues en las cartas que volaban con destino al Polo Norte se narraba la historia de un personaje de fantasía tan irreal como un unicornio: un niño que se portaba tan, pero tan bien, que ya no tenía espacio en la frente para tantas estrellitas que le ponían a la salida del kínder por su excelente comportamiento; un niño que no era grosero con las maestras ni le levantaba la falda a las niñas. En suma, un niño tan educado y atento, que bien merecía un esfuerzo extra o de plano un derroche de regalos por parte de Papá Noel. Ese niño, quise hacer creer a Santa, era yo, aunque aquel pequeñajo de mis historias, que en el fondo me parecía odioso y aburrido, nada tenía que ver conmigo. Mis cartas se fueron perfeccionando y cada diciembre narraba nuevas anécdotas sobre ese portento de biemportancia. Pronto entendí que un escritor debe aprender a mentir con categoría y hacer creíble lo inverosímil. Con todo, las navidades seguían siendo magras y Santa se portaba peor que el avaro de Moliere. Muy pronto, como a los seis o siete años de edad, lo tuve muy claro: el secreto para una mañana de 25 desbordante de sorpresas, estaba en aliarse con los duendes. De acuerdo, Santa siempre ha sido el jefe y es quien truena los dedos y los chicharrones, pero los seres de acción, los efectivos que hacen posible el girar del engranaje navideño son los duendecitos. Santa se limita a salir en la foto, a llevarse los créditos y las fanfarrias, acaparando las portadas con su simple jo-jo-jo. Los que se han sobado siempre el lomo son los enanitos, que no conformes con ser obreros en línea de producción, deben hacerla de orejas e informantes. Si Santa no creía en mis ficciones epistolares, era porque esos condenados enanos, que estaban ocultos en todas partes, le iban con el chisme de mis diabluras y fechorías. Sospeché que acaso los duendes no estarían muy conformes con el trato que les daba su patrón, que tendrían demandas laborales no satisfechas, que no es fácil hacerla de carpinteros en una línea de producción bajo la nieve donde a lo mejor ni calefacción había y además ser obligados viajar hasta los últimos rincones del mundo, sin viáticos suficientes, solo para espiar niños traviesos y redactar informes sobre su mala conducta. Decidí entonces empezar a ganarme a los duendes. Les arrimaba tacos de aguacate y gorditas de chicharrón de los que al amanecer no quedaban ni las migajas, con lo cual comprobé que los enanitos en verdad rondaban por mi habitación. A la noche siguiente repetí mi ofrenda e incluso agregué totopos y algunas galletas. Cuando el sol salía el plato estaba limpio. Mi tercera ofrenda, más esplendida aun, decidí acompañarla de una escueta carta: “Queridos duendes- Se que ustedes trabajan mucho, que a veces pasan horas sin comer y para mí es un gusto poderles compartir la cena. De favor nada más les encargo, sino fuera mucha molestia, que a la hora de escribirle su informe a Santa, mejor hagan como que no vieron lo del chicle que le pegué en el pelo al vecinito, ni lo de los timbrazos a las casas de donde salí corriendo y mucho menos lo de la falda levantada de Ximena. Gracias por su ayuda. PD- Esta noche va a haber frijolitos puercos.
Mi alianza con los duendes funcionó a las mil maravillas. Ese 25 de diciembre todo para mí fue abundancia y mira que me había portado mal durante el año. A la Navidad siguiente fui un mejor anfitrión con mis espías: carnita asada, cocteles de mariscos, botanas y los duendes felices. El colmo fue cuando una noche me robé una botella de tequila de la cava de mi papá. Fue un éxito: los duendes vaciaron hasta la última gota y juro que por la noche los oí cantar a berrido pelado. Ese 25 de diciembre me fue aun mejor. Han pasado más de treinta años y a la fecha mantengo mi alianza con los duendes, quienes también tachan de sus informes las travesuras que hago de grande. A Santa nunca le han dicho que algunas veces escribo cuentos que hago pasar por notas periodísticas serias. Tampoco le han ido con el chisme de los libros caros que me he robado, de las columnas sin firma, de los blogs fantasma. A Santa ni por la cabeza le pasa.