Eterno Retorno

Saturday, January 04, 2014

Cosas de Walpurgis Lullaby

Walpurgis Lullaby fue el hijo bastardo de dos estudiantes de teatro shakespeareano en Starafford cuyos nombres artísticos eran Manfred y Melmoth. Dos teatreros con complejo de héroe byroniano, bastante afectos al ácido lisérgico, a la astrología y al ocultismo, quienes deseaban crear un concepto de rock-performance poético con elevadas dosis de irreverencia y blasfemia. Ambos eran buenos actores y no desmerecían como poetas y si bien siempre estuvieron muy lejos de aspirar a ser unos músicos virtuosos, tampoco es que hicieran el ridículo con sus instrumentos de cuerdas. En marzo de 1973, Manfred y Melmoth empezaron a ensayar la puesta en escena de una misa negra, consistente en el diálogo entre dos brujos que se disponían a inmolar a una doncella en el altar de sacrificios. Una chica desnuda yacía rodeada por seis veladoras negras (aunque hay quien asegura que eran rojas) acostada boca abajo sobre un altar cubierto por una manta roja (aunque hay quien asegura que era negra). Ante el cuerpo de la chica, Manfred y Melmoth sostenían un diálogo irreverente en donde los elementos de teatro del absurdo y ese desparramadero de incoherencias que pretende pasar por surrealismo se imponían a la blasfemia. El acto culminante era la comunión negra que al principio se limitó a introducir una ostia por el culo de la chica. Al parecer en aquella primera etapa de representaciones en los círculos teatreros la modelo acostada en el altar de sacrificios fue siempre la misma, una estudiante de teatro que utilizaba el nombre artístico de Asmodina y que fue noviecilla o compañera sexual de Manfred, aunque no son pocos quienes aseguran que cada noche improvisaban con una chica diferente. En todo caso el papel de la joven se limitaba a permanecer acostada boca abajo enseñando las nalgas y aguantando calladita cuando Melmoth o Manfred guardaban la sacra ostia dentro de su culo.

Friday, January 03, 2014

Del subrayado de libros como género literario

No concibo la idea de leer sin subrayar. Para mí la lectura es un ritual de marcas y señuelos. Soy un lector de pluma desenvainada. Subrayo párrafos enteros, escribo pequeños comentarios y voy dejando apuntes relativos al lugar en donde estoy leyendo, las circunstancias del día y mi estado de ánimo. Digamos que entre las páginas pueden leerse apuntes como “tarde triste parque”, “cae la noche en el aeropuerto”, “larga espera estacionamiento Chula Vista”. Se trata de ir trazando una cartografía de la lectura, de ir marcando el territorio como perro que mea los postes. He llegado al extremo de escribir pequeños relatos en las páginas finales. Tal vez por eso no me gusta que me presten libros, pues no me siento con la plena libertad de tatuarlos y partirles su madre como a mí me gusta. Hay quien lo ve como una forma de maltrato al ejemplar. Yo creo que la peor forma de maltratar a un libro y faltarle al respeto es tenerlo años envuelto en el plástico original, adornando frígido un escritorio, arrumbado en virginal soledad en las profundidades del librero Un libro es para vivirlo y desparramar sobre él las huellas de una lectura intensa. ¿Es el subrayado de libros un género literario? Ya Borges navegó sobre un libro de prólogos o un libro de pies de página, lo cual me hace pensar en la existencia de una obra alterna, digamos una obra palimpsesto escrita a partir del subrayado y los apuntes de un lector con pluma desenvainada como yo. Si cada lectura es una reinvención del libro, leer a partir de las huellas dejadas por otro lector es reinventar dos libros: el que escribió el autor y el recorrido por el lector que nos antecedió. En El camino de Ida de Ricardo Piglia, Emilio Renzi lee El agente secreto de Conrad buscando descifrar un misterio a partir del subrayado de la difunta Ida Brown. Cuando yo muera y mi biblioteca vaya a dar al Pasaje Rodríguez o a la Feria del Libro Usado, habrá algún improbable lector que topará con los garabatos y jeroglíficos que he ido dejando por ahí y acaso pierda algún tiempo intentando infructuosamente descifrar mi catástrofe de caligrafía. Mi abuelo tenía todo un método para el subrayado, siempre usando colores de madera, amarillos y azules. Su Quijote yacía poblado por líneas rectas, sobrias, que delataban un pulso perfecto o el uso de una regla. También hacía pequeños apuntes. Ignoro dónde quedó ese Quijote de pastas negras (el de la funda de cuero labrado me lo regaló a mí) Un libro subrayado y anotado por el autor de Filosofía del Quijote es una obra en sí mismo. El problema con mis subrayados y mis apuntes, es que son actos autistas. Las decenas de miles palabras que he escrito a mano en cuadernos y papeles mostrencos serán por siempre indescifrables como tablillas sumerias. Cuando de literatura se trata, yo prefiero siempre un poco de caos.

Thursday, January 02, 2014

Releer Transpeninsular

Redescubrir con otros ojos un sendero ya caminando; reinventar y reconstruir las palabras con una arquitectura diferente. Eso es la relectura. El libro, como el vino, está vivo; no es un ente estático y congelado; el decantador de la experiencia puede hacerlo tomar un nuevo rostro. Más allá de su contenido, la esencia de un libro yace en el momento y las circunstancias en que es leído. En la primavera de 2002 leí Transpeninsular. La firma de Federico Campbell data de aquella ocasión en que tomé con él un curso de una semana en la Universidad de Tijuana; la semana del tristemente célebre “tecatazo”, cuando los jefes policiacos de Baja California fueron llevados a una ratonera en Tecate y subidos a un Hércules acusados de tener vínculos con la mafia. Leí Transpeninsular porque me interesaba sumergirme en la esencia incógnita de la península con vocación de Conrad, pero al final topé con algo más extremo: el hartazgo y la sobredosis de periodismo que sufre el personaje principal. La misma sobredosis de redacciones y rotativas que llevó a Fernando Jordán a sentir el “jalón del desierto” y fundirse con la arena a bordo de su jeep, contemplado en su errabundo peregrinaje por milenarios venados rupestres y soles asesinos. Perderse y mandar al carajo, desintoxicarse de noticias. Ser reportero es una enfermedad crónico-degenerativa que puede controlarse, pero jamás ser curada. El padecimiento está siempre latente y puede rebrotar, pues hay un siniestro bacilo de espíritu periodístico que habita en nuestra sangre. Ser reportero de calle por década y media fue la mejor escuela a la que pude aspirar para intentar aprender a contar historias, pero fue necesario dejarlo atrás para ahora sí ponerme a escribir y dejar de empujar todos los días la piedra de Sísifo. Actualmente, ver a mis colegas reporteros en su batalla a brazo partido con la vida diaria me produce sentimientos encontrados: a veces los envidio profundamente y pienso que deseo volver a estar en sus zapatos, con la adrenalina de la trinchera a tope, la premura de llegar a tiempo y la tiranía del cierre a cuestas, pero después pienso que ser reportero es arar en el mar. Hagas lo que hagas, empujarás una roca inútil y arrojarás palabras al vacío. Palabras que irremediablemente se llevará el viento. ¿Cuántas notas de portada firmé? No exagero si digo que más de 500 y tampoco exagero si digo que recuerdo menos del 10%. Notas y más notas; mil y un columnas que en su momento quitaron sueño y juraron ser madres de todas las batallas. Notas que hoy son polvo en el aire, carne de olvido, intrascendencia pura. La razón por la que volví a Transpeninsular once años después, fue porque los demonios de la aleatoriedad me llevaron a hospedarme en el mítico hotel La Perla; porque la caminata por el malecón paceño estuvo impregnada por la espíritu conradiano que jaló y perdió a Jordán mientras los atardeceres, como cuentas de un rosario, se amontonan en el olvido y la vida, la condenada vida, te jura tener por ahí muy bien oculto, un pedacito de sentido.

Wednesday, January 01, 2014

Reconstrucciones y palimpsestos del 1 de enero

Nada como el territorio límbico del 1 de enero. El Mito del Eterno Retorno se consuma cada que se desparrama sobre nuestras vidas ese espíritu de purgatorio tan propio de las primeras horas de un año. El 1 de enero es un día no nato; un anfibio que no alcanza el derecho a la existencia. El 1 de enero, condenado a su rostro fantasmal y proscrito. El 1 de enero navega en busca de sentido mientras la niebla se desvanece sobre una mañana que no se decide a nacer. El 1 de enero aún no logra liberarse de sí mismo. Las noches caen y el tiempo corre, presuroso peregrino hacia ninguna parte. La Historia trota, cronómetro en mano, sobre el carril de alta velocidad de una autopista atiborrada de baches (¿es una calle tijuanense por donde corre la Historia?) Durante la pasada década, una de las tradiciones del 1 de enero (o más bien dicho de la madrugada del 2 según el horario de cada ciudad) era el vuelo de media noche de Monterrey a Tijuana. Solía pasar Fin de Año en mi ciudad natal e invariablemente retornaba en el vuelo tecolote de la desaparecida Aviacsa la noche del primer día. Había una esencia fantasmal, acaso mística en ese rushiano fly by night que inauguraba el año. Esos vuelos de búho fueron marcados por las lecturas blitzkrieg que me acompañaban. Solía retornar con el itacate atiborrado de libros y por alguna razón, el compañero de viaje de esa madrugada siempre dejaba una huella profunda. Empezaba a leer en la sala de espera del aeropuerto de Monterrey y solía llegar a la última página cuando el avión aterrizaba en una gélida y a menudo lluviosa Tijuana. Entre las lecturas de 1 de enero que más recuerdo, destaca particularmente Intimidad, del anglo-pakistaní Hanif Kureishi. Un libro que duele y en serio. Corto, sencillito, sin mayores complejidades ni desafíos narrativos y sin embargo, es sal y limón en herida abierta. Imagínenlo como una pequeña navajita capaz de tasajear el corazón. Es tan triste como escuchar Love Will Tear Us Apart de Joy Division en un domingo invernal. Aunque el néctar de la obra es ante todo un dilema moral, no hay moralismos de por medio. El narrador simplemente desnuda su alma y así la arroja a la calle. No necesita haber sangre u horror de por medio, pues la vida cotidiana puede estar llena de bestias como el desamor, el aburrimiento, los sueños rotos. Mi pluma casi agota la tinta de tanto subrayar párrafos, frases, ideas desoladoras. Otro libro leído completito en ese vuelo tecolote fue Insensatez del Bernhard centroamericano, Horacio Castellanos Moya. Oscuro, delirante, obsesivo, con su dosis de negro humor. Recuerdo también el genealógico y nostálgico Una vez Argentina de Andrés Neuman, Cinco mujeres de García Ponce. Libros que dieron la bienvenida a los años que corrieron de 2001 a 2009. Hoy la primera lectura del 2014 ha sido una relectura: Transpeninsular del colega Federico Campbell, que sin decir agua va tomó posesión del buró.

Si mi vida acabara esta noche y hoy se escribiera el último capítulo, la mitad del camino (del que habla Dante en su Comedia) hubiera sido el 31 de diciembre de 1993 o el 1 de enero de 1994. Ya mi buen Gardelito nos ha machacado hasta la saciedad que 20 años no es nada y vaya que no son un carajo; son un soplo. No tengo duda ni nebulosidad alguna sobre lo que estaba haciendo la noche del 31 de diciembre de 1993, hace exactamente 20 años, cuando mi primo Héctor, Villy y yo decidimos dar la bienvenida a 1994 desde la cabina de radio donde teníamos un irreverente programa. Recibimos el año frente al micrófono y ahí nos mantuvimos hasta las dos de la mañana. El resto de la madrugada lo pasé bebiendo mezcal Gusano Rojo. A la mañana siguiente, entre la modorra y los fantasmas de la duermevela perpetuados hasta el medio día, me enteré de cierto comando encapuchado que había tomado San Cristóbal de las Casas. Ese 1 de enero, en el Carls Junior de Plaza San Pedro, conocí a una parte de mi familia con la que guardo estrecho parentesco sanguíneo, aunque no la había visto ni en foto. Supongo que en una narrativa de constelación familiar ese debió ser un día importante en mi vida. Otros veinte años han pasado y no he vuelto a verlos. Tampoco es que importe demasiado. En 1994 no tenía computadora. Desparramaba mi alucinaje literario en una máquina marca Brother. En cualquier caso era mucho más lo que escribía a mano. De ese desparrame salieron chingaderas. Yo les llamaba poemas. Lo peor de todo fue que me atreví a publicarlos. En el 94 pasaron cosas: extremas, rudas, cachondas, canijas. Cosas que terminaron en guácaras literarias Las dos décadas que corren del 74 al 94 fueron la eternidad. Los diez años que corrieron de 1994 a 2004 fueron eso, una década. De 2004 a 2014 ha sido un suspiro. En 1994, hace 20 años, ya conocía a mi esposa Carolina, aunque entonces no soñaba en que cinco años después me casaría con ella. En el 94 ya tenía bastantitos años de conocer a mi amigo Rodolfo, que hoy, por extravagancias de la aleatoriedad, me acompaña en Tijuana. En 2004 escribía en la misma casa y sobre la misma mesa en que escribo ahora mismo. Fue 2004 el año de Praga y Viena. De la última década, vivida y corrida en cámara rápida, obvia decir que el antes y después fue el nacimiento de Iker. Los que terminan en 4 suelen ser años intensos, años de cruzar umbrales. Venga 2014. Ya estoy listo para los chingazos.

Tuesday, December 31, 2013

Una de las lecturas con las que despido el año es Muerte súbita de Álvaro Enrigue, sui generis novela que habla sobre un hipotético juego de tenis sostenido en la Plaza Navona de Roma entre el pintor lombardo Michelanggelo Caravaggio y el poeta castellano Francisco de Quevedo el 4 de octubre de 1599. Un poco convencional e imaginativo desparrame de palabras en donde también hay algunas incursiones en torno a algunos de los grandes mitos del Siglo XVI, como el verdugo francés que con una espada toledana cortó la cabeza de Ana Bolena, cuya trenza le servirá para fabricar una pelota de tenis. Por sus páginas desfilan en plan carnavalesco La Malinche y Cortés, Carlos I y la célebre Utopía de Tomás Moro, con una muy particular interpretación de un obispo michoacano. El capítulo introductorio es una delicia de malabarismo con la palabra “tenis” y los usos que le damos en México: “colgó los tenis”, “con los tenis por delante”. Hay una frase que no tiene desperdicio: “Los tenis son piezas únicas: no tienen remedio, sus méritos están relacionados con las cicatrices que les dejaron nuestros malos pasos”. La frase de Enrigue me ha hecho llegar a una estadística que ha marcado mi caminar por este 2013. Si hoy estamos llegando al día 365, puedo afirmar (siendo conservador) que en al menos 360 días calcé mis tenis Converse. Estos tenis traen un mayor kilometraje que un carro. También recuerdo que en todo lo que va del Siglo XXI, solo he comprado unos zapatos formales y los he usado poco, poquísimo en realidad. En mi particular Declaración Universal de los Derechos del Hombre, lo más sagrado es el derecho a la informalidad.

Monday, December 30, 2013

Di mis primeros pasos como creador de ficciones cuando empecé a escribirle cartas a Santa Claus. Fue aquello un pedacito de narrativa epistolar absolutamente ficticia, pues en las cartas que volaban con destino al Polo Norte se narraba la historia de un personaje de fantasía tan irreal como un unicornio: un niño que se portaba tan, pero tan bien, que ya no tenía espacio en la frente para tantas estrellitas que le ponían a la salida del kínder por su excelente comportamiento; un niño que no era grosero con las maestras ni le levantaba la falda a las niñas. En suma, un niño tan educado y atento, que bien merecía un esfuerzo extra o de plano un derroche de regalos por parte de Papá Noel. Ese niño, quise hacer creer a Santa, era yo, aunque aquel pequeñajo de mis historias, que en el fondo me parecía odioso y aburrido, nada tenía que ver conmigo. Mis cartas se fueron perfeccionando y cada diciembre narraba nuevas anécdotas sobre ese portento de biemportancia. Pronto entendí que un escritor debe aprender a mentir con categoría y hacer creíble lo inverosímil. Con todo, las navidades seguían siendo magras y Santa se portaba peor que el avaro de Moliere. Muy pronto, como a los seis o siete años de edad, lo tuve muy claro: el secreto para una mañana de 25 desbordante de sorpresas, estaba en aliarse con los duendes. De acuerdo, Santa siempre ha sido el jefe y es quien truena los dedos y los chicharrones, pero los seres de acción, los efectivos que hacen posible el girar del engranaje navideño son los duendecitos. Santa se limita a salir en la foto, a llevarse los créditos y las fanfarrias, acaparando las portadas con su simple jo-jo-jo. Los que se han sobado siempre el lomo son los enanitos, que no conformes con ser obreros en línea de producción, deben hacerla de orejas e informantes. Si Santa no creía en mis ficciones epistolares, era porque esos condenados enanos, que estaban ocultos en todas partes, le iban con el chisme de mis diabluras y fechorías. Sospeché que acaso los duendes no estarían muy conformes con el trato que les daba su patrón, que tendrían demandas laborales no satisfechas, que no es fácil hacerla de carpinteros en una línea de producción bajo la nieve donde a lo mejor ni calefacción había y además ser obligados viajar hasta los últimos rincones del mundo, sin viáticos suficientes, solo para espiar niños traviesos y redactar informes sobre su mala conducta. Decidí entonces empezar a ganarme a los duendes. Les arrimaba tacos de aguacate y gorditas de chicharrón de los que al amanecer no quedaban ni las migajas, con lo cual comprobé que los enanitos en verdad rondaban por mi habitación. A la noche siguiente repetí mi ofrenda e incluso agregué totopos y algunas galletas. Cuando el sol salía el plato estaba limpio. Mi tercera ofrenda, más esplendida aun, decidí acompañarla de una escueta carta: “Queridos duendes- Se que ustedes trabajan mucho, que a veces pasan horas sin comer y para mí es un gusto poderles compartir la cena. De favor nada más les encargo, sino fuera mucha molestia, que a la hora de escribirle su informe a Santa, mejor hagan como que no vieron lo del chicle que le pegué en el pelo al vecinito, ni lo de los timbrazos a las casas de donde salí corriendo y mucho menos lo de la falda levantada de Ximena. Gracias por su ayuda. PD- Esta noche va a haber frijolitos puercos. Mi alianza con los duendes funcionó a las mil maravillas. Ese 25 de diciembre todo para mí fue abundancia y mira que me había portado mal durante el año. A la Navidad siguiente fui un mejor anfitrión con mis espías: carnita asada, cocteles de mariscos, botanas y los duendes felices. El colmo fue cuando una noche me robé una botella de tequila de la cava de mi papá. Fue un éxito: los duendes vaciaron hasta la última gota y juro que por la noche los oí cantar a berrido pelado. Ese 25 de diciembre me fue aun mejor. Han pasado más de treinta años y a la fecha mantengo mi alianza con los duendes, quienes también tachan de sus informes las travesuras que hago de grande. A Santa nunca le han dicho que algunas veces escribo cuentos que hago pasar por notas periodísticas serias. Tampoco le han ido con el chisme de los libros caros que me he robado, de las columnas sin firma, de los blogs fantasma. A Santa ni por la cabeza le pasa.

Sunday, December 29, 2013

Hay vicios muy canijos. Te jalan las patas y te sacuden las ideas a la menor provocación. Hay vicios a los que no me es dado resistirme y Ricardo Piglia es uno de ellos. Hace un par de semanas se me apareció su nuevo libro, El camino de Ida, y yo no puede hacer otra cosa que tirarme a matar. Piglia fue el compañero de correría durante mi breve inmersión a la otredad paceña. Llegué a la última página aterrizando en Tijuana con plena conciencia de estar arribando al final de uno de esos libros inagotables que exigen pronta relectura. Con Piglia me sucede casi siempre. Desde que se me apareció Plata quemada allá por el 2000 comenzó mi devocional adicción por este autor que a la fecha jamás me ha defraudado. Aunque su piedra angular es Respiración artificial, lo que más he disfrutado son los ensayos híbridos como El último lector y Formas breves. El camino de Ida es uno de los dos mejores libros que me chuté durante el 2013. Es novela, pero funciona muy bien como ensayo. Su personaje es (obvia decirlo) el heterónimo pigliano por excelencia, el alter ego que no se raja y siempre está ahí para entrarle al quite: Emilio Renzi. El gran mito del solitario fisiócrata y su metamorfosis en terrorista; la irrealidad de las burbujas académicas; los circos mediáticos estadounidenses; Tolstoi y Conrad como claves del acertijo. Un libro que subrayé y rayé hasta el hartazgo, incluso en la parte donde el narrador habla del subrayado de páginas y sostiene que es un pecado usar tinta, que se debe subrayar siempre con lápiz, mismo párrafo que dejé bien remarcado en pluma azul.

Nuestra península, como el dios Jano, tiene un rostro dual. Península bicéfala, espíritu de Jekyll y Hide, bipolaridad bajo palabra. En el extremo Norte donde habito, me abraza un Pacífico rejego, bronco e insurrecto. Mar canijo, de congelantes revolcones, de cachetadas de guante helado. El moribundo Sol desparramado en las Islas Coronado oculta la esencia hostil de este litoral-caos. Tijuana me aporta mi dosis de catástrofe y revuelta, imprescindible para mantener el patinaje de mi cordura. Pero de repente, las jugarretas de una aleatoriedad apostadora o de un presupuesto no ejercido, te llevan por 24 horas al otro extremo de esta franja- capricho emergida del océano y así, sin decir esta boca es mía, en una improbable tarde de diciembre doy el adiós al otoño mirando de frente el rostro calmo de Jano, donde el agua es caricia y la tarde es arrullo, peinando en bicicleta un malecón que se derrite en mi cabeza. En mi vida diaria, las letras son tabla de salvación y droga irrenunciable, pues ya no me es dado vivir sin liberar palabras. Pero hay veces en que las letras fungen también como buen pretexto y un atardecer paceño en el último día de otoño, bien vale el peregrinaje peninsular con las recién nacidas cartografías bajo el brazo. Esencia de improbabilidad, austeriana música del azar. De pronto, imaginé las historias que habría escrito, los pensamientos que me habrían asaltado y las mil y un ideas mostrencas que danzarían sobre mi cabeza si las mañanas o los atardeceres de mi vida transcurrieran en ese malecón paceño, diluyéndome en la cara apacible de nuestra península. ¿Es el entorno quien siembra las semillas de nuestras ideas? Lo cierto es que la parte Sur de la península se ha encargado de hacer germinar algunas fantasías. Amber Aravena, personaje recurrente e inagotable en mis historias, nació durante una caminata prófuga por una playa de Cabo San Lucas en octubre de 2002, cuando decidí escapar de mi responsabilidad en la cobertura del foro mundial de la APEC. En una solitaria playa en donde las aletas y los cuerpos de los cetáceos brotaban a cada momento, imaginé la historia de una mujer bipolar que bebe botellas de Casillero del Diablo mirando al Pacífico. Una mujer cuya cordura es una niña patinando sobre una delgadísima capa de hielo bajo la cual aguardan un abismal vacío o acaso un monstruo rojo al que le da por aparecer en las tazas del baño. Imaginé también la historia del escocés Galaor Strachan, un aventurero de los mares que en 1822 llega a la península bajacaliforniana a bordo del bergantín Araucano con una pandilla de corsarios dispuesto a jurar la independencia de la provincia, solo para enamorarse perdidamente de una cabeña llamada Rita Pizarro. Ambos relatos los he incluido en las Cartografías absurdas de Daxdalia. Ese tipo de historias y personajes lo toman a uno por asalto cuando pierde la mirada y los pensamientos en el horizonte. Quedan ustedes advertidos: estos atardeceres peninsulares son muy peligrosos.