Más palabras prófugas del Racimo de Horcas
Mi primer escarceo literario fue de una insoportable cursilería. Tomada la decisión de marcar mi fecha de caducidad a los 29 años, me di a la tarea de empezar a escribir notas suicidas. Mis cuadernos escolares se fueron llenando de ridículas cartitas de despedida. Con más de una década de anticipación yo empezaba a decirle adiós al mundo. Algunas de esas cartitas iban dirigidas a mi abuela muerta, otras a mis padres, aunque la mayoría carecían de destinatario. Eran simples declaraciones de principios, testamentos rimbombantes en dónde explicaba por qué la vida me parecía digna de ser abandonada.
Dice Wikipedia que el porcentaje de suicidas que dejan una nota es relativo. Estadísticamente existen diferencias notables entre cada cultura, grupo étnico, tipo de sociedad e incluso del método suicida de cada individuo. Se estima que entre un 12 a un 20 por ciento de los suicidios están acompañados por una nota, sin embargo, hay sociedades en las cuales alcanza un 50%. Según Gelder, Mayou y Geddes (2005) uno de cada seis suicidas deja una carta.
El momento de tomar la pluma y el papel es el penúltimo acto de la vida. Al papel y la pluma siguen el arma o el veneno; el salto al vacío o la soga. La nota suicida puede ser una declaración de principios, un poema azotado, un testamento o un simple instructivo práctico. El ordinario papelito pegado al refrigerador donde un ama de casa apunta los minutos que ha de hervirse el pollo e indica que ha dejado las monedas en la mesita del teléfono para comprar la leche. El que se suicida se marcha y deja una cuantas instrucciones que faciliten la vida a quienes se quedan. Pero en mis notas no había practicidad alguna; sólo azotaje, puro y vil pinche azotaje. En mis primeras notas ni siquiera tuve la creatividad para incluir la imprescindible dosis de humor negro e ironía que hubiera despojado de dramatismo a mis despedidas. Lo peor de todo es que mis notas no eran breves ni concisas; eran epistolarios de páginas y más páginas atiborradas de cavilaciones sobre el sentido de la vida y la metafísica de la muerte. Junto a las operaciones algebraicas que infestaban mis cuadernos cuadriculados de prepa, aparecían de repente frases rimbombantes de despedida: “Lamento profundamente que mi vida y yo no hayamos sido capaces de ser buenas amigas; el mundo y yo no nos llevamos bien. Alguien tiene que marcharse y parece ser que soy yo quien pesa menos”.
Alguna vez llegué a pensar en ir guardando cuidadosamente todas las notas suicidas que iría escribiendo a lo largo de los trece años que faltaban para la fecha fatal. Tomando en cuenta que escribía por lo menos una carta suicida al día, manteniendo ese ritmo llegaría a tener una fila de más de 4 mil cartas al llegar a los 29 años. Alrededor de mi cuerpo desangrado en la tina de baño habría varios miles de papeles estratégicamente formados. Mi despedida sería una verdadera mentada de madre para los investigadores del área de homicidios o para mis deudos, que deberían invertir meses para leer las cartas suicidas escritas en casi década y media y tratar de sacar una conclusión. Seguramente entraría en el libro de records Guiness. Despedida suicida más larga de la historia: Belén Arzaluz; Ensenada, Baja California, México. Empezó a escribir sus notas suicidas trece años antes de quitarse la vida y dejó a la posteridad un total de 4 mil 374 cartas de despedida.