Eterno Retorno

Tuesday, October 02, 2012

Más palabras prófugas del Racimo de Horcas

Mi primer escarceo literario fue de una insoportable cursilería. Tomada la decisión de marcar mi fecha de caducidad a los 29 años, me di a la tarea de empezar a escribir notas suicidas. Mis cuadernos escolares se fueron llenando de ridículas cartitas de despedida. Con más de una década de anticipación yo empezaba a decirle adiós al mundo. Algunas de esas cartitas iban dirigidas a mi abuela muerta, otras a mis padres, aunque la mayoría carecían de destinatario. Eran simples declaraciones de principios, testamentos rimbombantes en dónde explicaba por qué la vida me parecía digna de ser abandonada.
Dice Wikipedia que el porcentaje de suicidas que dejan una nota es relativo. Estadísticamente existen diferencias notables entre cada cultura, grupo étnico, tipo de sociedad e incluso del método suicida de cada individuo. Se estima que entre un 12 a un 20 por ciento de los suicidios están acompañados por una nota, sin embargo, hay sociedades en las cuales alcanza un 50%. Según Gelder, Mayou y Geddes (2005) uno de cada seis suicidas deja una carta. El momento de tomar la pluma y el papel es el penúltimo acto de la vida. Al papel y la pluma siguen el arma o el veneno; el salto al vacío o la soga. La nota suicida puede ser una declaración de principios, un poema azotado, un testamento o un simple instructivo práctico. El ordinario papelito pegado al refrigerador donde un ama de casa apunta los minutos que ha de hervirse el pollo e indica que ha dejado las monedas en la mesita del teléfono para comprar la leche. El que se suicida se marcha y deja una cuantas instrucciones que faciliten la vida a quienes se quedan. Pero en mis notas no había practicidad alguna; sólo azotaje, puro y vil pinche azotaje. En mis primeras notas ni siquiera tuve la creatividad para incluir la imprescindible dosis de humor negro e ironía que hubiera despojado de dramatismo a mis despedidas. Lo peor de todo es que mis notas no eran breves ni concisas; eran epistolarios de páginas y más páginas atiborradas de cavilaciones sobre el sentido de la vida y la metafísica de la muerte. Junto a las operaciones algebraicas que infestaban mis cuadernos cuadriculados de prepa, aparecían de repente frases rimbombantes de despedida: “Lamento profundamente que mi vida y yo no hayamos sido capaces de ser buenas amigas; el mundo y yo no nos llevamos bien. Alguien tiene que marcharse y parece ser que soy yo quien pesa menos”.
Alguna vez llegué a pensar en ir guardando cuidadosamente todas las notas suicidas que iría escribiendo a lo largo de los trece años que faltaban para la fecha fatal. Tomando en cuenta que escribía por lo menos una carta suicida al día, manteniendo ese ritmo llegaría a tener una fila de más de 4 mil cartas al llegar a los 29 años. Alrededor de mi cuerpo desangrado en la tina de baño habría varios miles de papeles estratégicamente formados. Mi despedida sería una verdadera mentada de madre para los investigadores del área de homicidios o para mis deudos, que deberían invertir meses para leer las cartas suicidas escritas en casi década y media y tratar de sacar una conclusión. Seguramente entraría en el libro de records Guiness. Despedida suicida más larga de la historia: Belén Arzaluz; Ensenada, Baja California, México. Empezó a escribir sus notas suicidas trece años antes de quitarse la vida y dejó a la posteridad un total de 4 mil 374 cartas de despedida.

Y SI LE CAMBIAMOS DE NOMBRE AL BULEVAR DÍAZ ORDAZ. MITOS DEL BICENTENARIO EL INFORMADOR DE BC

Por Daniel Salinas Basave
Tal vez el 2 de octubre no se olvide, pero más allá de la aparente terquedad de una memoria estéril, al movimiento del 68 le ha pasado lo peor que le puede suceder a una revolución: se volvió un cliché, una perorata, un mantra sin sustancia; un producto para jugar a ser desafiante y subversivo, como una camiseta del Che Guevara comprada en un centro comercial californiano. Podríamos ponerle al asunto una dosis de romanticismo y decir que la sangre de los mártires de Tlatelolco regó las semillas de un México más justo y libre; se escucha bonito pero la verdad no estoy tan seguro. De acuerdo, en 2012 a ningún político se le ocurriría enviar tanques de guerra a masacrar a los militantes de #YoSoy132 (aunque a uno que otro retrógrada como el ensenadense Pelayo no le falten ganas) y mal que bien vivimos en un país que a gritos y sombrerazos tiene una sociedad que practica (o quiere practicar) algo parecido a la tolerancia y tiene una sui generis democracia que le cuesta carísima. Sí, México ha avanzado algunos pasos en los últimos 44 años y estamos de acuerdo en que un joven militante de #YoSoy132 ha crecido con muchas más libertades de las que gozó un estudiante en 1968, sin embargo tampoco se puede decir que estemos del otro lado. Vaya, una sociedad que le ha regresado el poder a la oligarquía que la exprimió y oprimió durante la mayor parte del Siglo XX, que se ha dejado seducir por el insustancial discurso de un candidato hueco y prefabricado y que vende su voto por una despensa, no es precisamente una sociedad muy progresista o que haya aprendido de sus errores. La manera tan burda en que México se entregó de nuevo a los brazos del priismo como la mujer golpeada se entrega sollozante a los brazos del golpeador es la mayor muestra de que el movimiento del 68 naufragó. Pero más allá de embriagarnos cada año con el licor de la utopía gritando “2 de octubre no se olvida” en las calles de un país sin memoria, tengo una propuesta bastante sencillita y concreta que podría traer por lo menos un logro a quienes exigen justicia para los muertos de Tlatelolco: ¿qué tal si empezamos por cambiarle el nombre al Bulevar Díaz Ordaz? Me parece increíble que el asesino confeso, el hombre que asumió la responsabilidad de la masacre como un acto heroico “para salvar al país del complot internacional comunista”, siga teniendo bulevares, avenidas, calles y escuelas con su nombre. ¿En Rusia hay calles que se llamen Stalin? ¿Hay en Italia escuelas con el nombre de Mussolini? ¿Entonces por qué en México seguimos glorificando genocidas? ¿Por qué nos sobran las colonias Luis Echeverría, Raúl Salinas, José López Portillo? Es bastante sencillito, basta con presentar la iniciativa al Cabildo y que se apruebe el cambio de nombre en el consejo de nomenclatura. De acuerdo, en términos prácticos no va a servir de nada, es solo el nombre de una calle, pero la historia está hecha de símbolos y sería muy simbólico dejar de transitar por la calle que lleva el nombre de un asesino. ¿Será posible?

Monday, October 01, 2012

Por: Ramiro Padilla. Escritor Ensenadense.
Gutenberg no desaparecerá. Es como la materia. No desaparece, solo se transforma. De los días de Maguncia solo quedan algunos recuerdos que se han convertido en kilobytes. Imagino su cara si resucitara en este momento y viera un instrumento para leer que puede almacenar hasta 3500 libros. Algo a lo que él ayudó a crear sin darse cuenta. Regresaría al lugar del que supuestamente vendría con la satisfacción del deber cumplido. Estas son parte de las reflexiones a las que me lleva la lectura del libro de Daniel Salinas, Réquiem por Gutenberg, premio estatal de literatura en la categoría de ensayo. Si hay algo que me une con Daniel es un cierto fetichismo por el libro impreso. Olerlo, tocarlo, verlo, sopesarlo. El olor de un libro viejo o de un libro nuevo son característicos. No me imagino oliendo un dispositivo electrónico aunque este simule de manera exacta la hoja de papel. Tampoco se puede matar una mosca con una computadora, dijo Blancornelas. Al igual que un adolescente obsesionado con los juegos electrónicos Daniel es un fanático de los libros y los medios impresos porque la lectura es la forma más fácil de evadirse (nos) de la realidad. De ahí su comparación con el juego electrónico. De sus tiempos como periodista en Frontera y sus pasos por la redacción y las prensas. El olor a tinta que se creía vencedor de los signos de los tiempos. Nada vencerá un ejemplar impreso, al menos eso creía él y creía yo. Pero la modernidad y la masificación tenían una respuesta diferente, porque aunque nos duela reconocerlo el periódico en línea es mejor. Interactivo. Las tecnologías que toman por asalto los medios, los hacen prácticos, digeribles, los transforman. Ya no hay reporteros como viejos guerreros del oficio armados de un block de notas. Ya no hay beepers. Ahora todo es en tiempo real. Aunque el beneficio para los medios mexicanos es el miedo al cambio. Una prolongación de su agonía. El Réquiem por Gutenberg es un tributo a un pasado que se niega a abandonarnos porque ha habido muchos profetas de la muerte del libro. Lo anuncian con bombo y platillo. Bill Gates disfruta diciéndolo: la pantalla sustituirá al libro. Y el libro de Daniel es una oda a la nostalgia de los tiempos perdidos al igual que los clásicos musicales que tocamos muchas veces, solo por el placer de escucharlos. Siempre tiempos pasados fueron mejores, al menos eso creemos. Con estas nuevas tecnologías, siempre tiempos futuros serán mejores. Hay una imagen paradigmática que circula en las redes sociales, en la que se observa a un grupo de niños mover un libro con un palo en la calle. Se preguntan que es ese objeto tan extraño y si es peligroso. Y para que el funeral fuera completo hacía falta el cadáver físico, el libro mismo en el que se ha escrito su propia necrológica. Lo curioso es que leyendo este libro no solo pienso en el libro como objeto sino en todos los medios impresos en lento cuando no acelerado declive. Las formas de comunicación que evolucionan ante la mirada asombrada de aquellos que creíamos en la primacía del libro como objeto inmortal e intemporal. Pero la muerte del libro no es nueva. Se ha venido anunciando desde hace un siglo cuando la radio se masificó. Luego vino la televisión y sus apologistas diciendo que la imagen haría que la lectura se colapsara y lo que sucedió fue que la misma lectura se masificó. Después vino el internet y de nuevo se anunció que ahora sí, el objeto perfeccionado en un taller en la lejana Alemania tenía las horas contadas. Pero sucedió lo contrario. En estos tiempos es chic tener un lector de libros. No hay nada más cool que ir a un café a leer en su versión impresa y virtual. Leer te da un aire intelectual, es lo de hoy. Aunque la absoluta ventaja de los medios impresos sea la de no necesitar baterías. Puedes continuar su lectura cuando te venga en gana doblando la página. Para algunos será sumamente desagradable cargar una pila de libros en una mochila en comparación con el dispositivo de lectura o la tableta. Todos sentimos nostalgia de Samuel Riba, el editor catalán que decide vender su editorial porque lo de él es la alta literatura. Los bestsellers lo abruman. El internet lo aniquila. Y se convierte en la figura paradigmática de los viejos tiempos, como las viejas memorias de Carlos Fuentes recordando como su padre y su abuelo esperaban el barco que traería las novedades de libros franceses. Ahora esos libros están a un click. Vila Matas lo intuyó. Por eso escribió Dublinesca. Daniel Salinas sin proponérselo ha hecho del Réquiem un fetichista objeto de colección. Un libro que será recordado por anunciarse como su propia destrucción. Y quizá allí radique su salvación.

Por: Ramiro Padilla. Escritor Ensenadense.
Gutenberg no desaparecerá. Es como la materia. No desaparece, solo se transforma. De los días de Maguncia solo quedan algunos recuerdos que se han convertido en kilobytes. Imagino su cara si resucitara en este momento y viera un instrumento para leer que puede almacenar hasta 3500 libros. Algo a lo que él ayudó a crear sin darse cuenta. Regresaría al lugar del que supuestamente vendría con la satisfacción del deber cumplido. Estas son parte de las reflexiones a las que me lleva la lectura del libro de Daniel Salinas Basave, Réquiem por Gutenberg, premio estatal de literatura en la categoría de ensayo. Si hay algo que me une con Daniel es un cierto fetichismo por el libro impreso. Olerlo, tocarlo, verlo, sopesarlo. El olor de un libro viejo o de un libro nuevo son característicos. No me imagino oliendo un dispositivo electrónico aunque este simule de manera exacta la hoja de papel. Tampoco se puede matar una mosca con una computadora, dijo Blancornelas. Al igual que un adolescente obsesionado con los juegos electrónicos Daniel es un fanático de los libros y los medios impresos porque la lectura es la forma más fácil de evadirse (nos) de la realidad. De ahí su comparación con el juego electrónico. De sus tiempos como periodista en Frontera y sus pasos por la redacción y las prensas. El olor a tinta que se creía vencedor de los signos de los tiempos. Nada vencerá un ejemplar impreso, al menos eso creía él y creía yo. Pero la modernidad y la masificación tenían una respuesta diferente, porque aunque nos duela reconocerlo el periódico en línea es mejor. Interactivo. Las tecnologías que toman por asalto los medios, los hacen prácticos, digeribles, los transforman. Ya no hay reporteros como viejos guerreros del oficio armados de un block de notas. Ya no hay beepers. Ahora todo es en tiempo real. Aunque el beneficio para los medios mexicanos es el miedo al cambio. Una prolongación de su agonía. El Réquiem por Gutenberg es un tributo a un pasado que se niega a abandonarnos porque ha habido muchos profetas de la muerte del libro. Lo anuncian con bombo y platillo. Bill Gates disfruta diciéndolo: la pantalla sustituirá al libro. Y el libro de Daniel es una oda a la nostalgia de los tiempos perdidos al igual que los clásicos musicales que tocamos muchas veces, solo por el placer de escucharlos. Siempre tiempos pasados fueron mejores, al menos eso creemos. Con estas nuevas tecnologías, siempre tiempos futuros serán mejores. Hay una imagen paradigmática que circula en las redes sociales, en la que se observa a un grupo de niños mover un libro con un palo en la calle. Se preguntan que es ese objeto tan extraño y si es peligroso. Y para que el funeral fuera completo hacía falta el cadáver físico, el libro mismo en el que se ha escrito su propia necrológica. Lo curioso es que leyendo este libro no solo pienso en el libro como objeto sino en todos los medios impresos en lento cuando no acelerado declive. Las formas de comunicación que evolucionan ante la mirada asombrada de aquellos que creíamos en la primacía del libro como objeto inmortal e intemporal. Pero la muerte del libro no es nueva. Se ha venido anunciando desde hace un siglo cuando la radio se masificó. Luego vino la televisión y sus apologistas diciendo que la imagen haría que la lectura se colapsara y lo que sucedió fue que la misma lectura se masificó. Después vino el internet y de nuevo se anunció que ahora sí, el objeto perfeccionado en un taller en la lejana Alemania tenía las horas contadas. Pero sucedió lo contrario. En estos tiempos es chic tener un lector de libros. No hay nada más cool que ir a un café a leer en su versión impresa y virtual. Leer te da un aire intelectual, es lo de hoy. Aunque la absoluta ventaja de los medios impresos sea la de no necesitar baterías. Puedes continuar su lectura cuando te venga en gana doblando la página. Para algunos será sumamente desagradable cargar una pila de libros en una mochila en comparación con el dispositivo de lectura o la tableta. Todos sentimos nostalgia de Samuel Riba, el editor catalán que decide vender su editorial porque lo de él es la alta literatura. Los bestsellers lo abruman. El internet lo aniquila. Y se convierte en la figura paradigmática de los viejos tiempos, como las viejas memorias de Carlos Fuentes recordando como su padre y su abuelo esperaban el barco que traería las novedades de libros franceses. Ahora esos libros están a un click. Vila Matas lo intuyó. Por eso escribió Dublinesca. Daniel Salinas Basave sin proponérselo ha hecho del Réquiem un fetichista objeto de colección. Un libro que será recordado por anunciarse como su propia destrucción. Y quizá allí radique su salvación.

BIBLIOTECA DE BABEL INFOBAJA- Papeles en el Viento- Eduardo Sacheri- Alfaguara. Por Daniel Salinas Basave

Tal vez el mejor comentario que pueda hacer sobre Papeles en el Viento, la más reciente novela del argentino Eduardo Sacheri, es que fue un excelente compañero de viaje y que sus más de 400 páginas las bebí como un trago refrescante en una tarde de calor. Es un libro amigable, simple, ideal para la carretera o el avión. La semana pasada viajé a la Feria del Libro de Saltillo y entre las escalas en la Ciudad de México y Hermosillo y las esperas aeroportuarias, me bastó el viaje de ida y vuelta para terminar esta agradable historia. Sacheri, un profesor de secundaria aficionado al Independiente de Avellaneda, saltó a la fama cuando su novela, La Pregunta de sus Ojos, fue llevada al cine con el nombre de El Secreto de sus Ojos, resultando ganadora de un Oscar como mejor película extranjera en 2010. Ahora llega a mis manos Papeles en el Viento una novela en la que Sacheri se confirma como un narrador ágil y sobre todo un gran constructor de diálogos y personajes. Vaya, un narrador para el gran público, recomendable para lectores esporádicos, que buscan una dosis de entretenimiento en un viaje y no sumergirse en profundidades literarias. Digamos que para un discípulo de Borges, lector de Ricardo Piglia o Juan José Saer, Sacheri podría caer fácilmente en la división de lectura de aeropuerto, simple entretenimiento. Mi respuesta es que a la hora de subirse a un avión o enfrentar una larga carretera, lo que uno precisa es un narrador amable como él, un licor suave, fresco y dulzón que tal vez no tiene el cuerpo de un complicado vino fusión de tres varietales con años de añejamiento, pero que muy a menudo nos cae de maravilla. Un escritor de buenos sentimientos, si es que se vale semejante definición, sin demasiados tormentos existenciales ni grandes ironías. Cierto, los personajes de Sacheri podrían caer por momentos en el estereotipo Disney, pero la realidad es que dentro de su caracterización y su propuesta, son personajes capaces de crear vínculos con el lector. Digamos que para un narrador que cimenta buena parte de su trabajo en los diálogos, hace falta malicia narrativa para poder mantener la tensión y el interés del lector. Papeles en el Viento, al igual que La Pregunta de sus Ojos, es excelente para ser llevada al cine y transformarse en una buena película para adolescentes. En esencia es una historia sobre el valor de la amistad; la amistad infantil y barrial que trasciende etapas y caminos de la vida. Sacheri conforma un cuarteto indivisible integrado por el Mono, el Ruso, Fernando y Mauricio. Cada integrante tiene una personalidad y una historia bien definida. Fernando es el humilde y romántico profesor de educación básica, acaso el alter ego de Sacheri, mientras que Mauricio es el arribista trepador transformado en nuevo rico con métodos no muy honestos y el Ruso es el simpaticón, honesto, soñador, fiel y algo patán. El Mono, un jugador de futbol fracasado transformado por accidente en genio de la informática, era en cierta forma quien los unía a todos. El cuarteto se fragmenta cuando el Mono muere víctima del cáncer y deja a su pequeña hija Guadalupe en el desamparo total, pues el dinero que tenía ahorrado lo invirtió en la compra de un jugador de futbol de la selección sub-17 de Argentina que pintaba para revelación y que quedó en promesa. La gran inversión del Mono, es un jugador tronco del montón que muerde el polvo fallando goles en un equipo de tercera división en la lejana provincia de Santiago del Estero. El reto de los amigos, es poder vender al futbolista bulto y recuperar el dinero tirado por el Mono para poder apoyar a su hija huérfana. La historia avanza en dos planos narrativos desiguales. Por una parte, la novela tiene un avance lineal cuando narra las peripecias de los tres amigos tratando de vender al tronco en medio de tragicómicas situaciones picarescas, pero esta narración alterna con retrospectivas sobre el avance de la enfermedad de El Mono, que no son más que reflexiones y disertaciones sobre la amistad, la vida, las mujeres y la honesta afición a un equipo de futbol, que por supuesto, es el Rojo de Avellaneda. Vaya, toda una charla de cantina, a medias nostálgica a medias chistosa, entre cuatro compadres de hierro. La historia de la venta del jugador de futbol, llena de situaciones de comedia, no deja de ser una dura crítica al sucio medio de los empresarios y los promotores del futbol, esa esclavitud moderna en donde el jugador es lo menos importante y donde un sinfín de maleantes hacen su agosto. He leído muchos cuentos e historias de futbol, pero no recuerdo alguno que tuviera como tema el submundo de la compra-venta de jugadores y sus sucias leyes no escritas en donde periodistas, entrenadores, promotores y arribistas hacen de las suyas. Papeles en el Viento no es por fortuna una novela pretenciosa. Una narración honesta en su sencillez y en sus alcances lo cual se agradece, pues el narrador no pretende venderse como erudito o como exquisito de la prosa. Es un buen contador de historias y a veces una historia bien contada, sin estilismos, malabares o grandilocuencias, es justo lo que uno necesita.