Una tarde cualquiera, muchos años después, alguien deambulará en un remate de libros usados y como no queriendo mucho la cosa (y a falta de algo mejor que hacer) se pondrá a hojear un ejemplar húmedo y carcomido de tu biblioteca. En el futuro acaso no tan lejano en donde acontece esa tarde cualquiera, los libros son ya reliquias en desuso. Para entonces no sobrevive una sola librería en la ciudad y las nuevas bibliotecas digitales, vacías de papeles apolillados, se parecen más a los cafés internet de finales de los noventa. Y sin embargo los libros permanecen ahí, prófugos de las llamas, rodando en anacrónicos tenderetes atendidos por viejos casi pordioseros, vendedores de nostalgias e inutilidades. Junto a los libros a lo mejor será posible encontrar un videocasete o un walkman, amontonados frente a una pila de revistas prehistóricas con lamprones de humedad en sus portadas. Tú has muerto hace algún tiempo y tu biblioteca, lejos de ser una herencia, se convirtió en una monserga para tus deudos ¿Qué carajos hacer con kilos y kilos de polilla y hongo? ¿Cómo deshacernos de este lastre? Alguien pensó en bibliotecas públicas municipales y sí, en efecto, la donación procedió, con más tedio y desgana que entusiasmo. Nadie se detuvo a meditar sobre tus atípicas joyas bibliográficas, ni mostró sorpresa alguna ante lo que tú creías era un verdadero tesoro. Libros atípicos, libros raros, libros agotados, libros artesanales traídos de tus viajes, algunos con la dedicatoria de sus autores. Nada de eso importó. Los libros fueron a amontonarse a un anaquel de lámina oxidada de esa biblioteca pública municipal y ahí permanecieron los siguientes catorce años sin que nadie les metiera mano, pues los libros de una biblioteca pública municipal están para amontonarse y hacer bulto, no pare ser consultados. Al cabo de catorce años la biblioteca simplemente cerró sus puertas y el local fue habilitado como módulo de afiliación al seguro popular. El gobierno municipal no tenía presupuesto para seguir manteniendo una biblioteca que hacía años nadie visitaba. Por supuesto, tampoco supieron qué hacer con todos los libros, así que optaron por simplemente sacarlos a la calle y dejarlos amontonados en espera de que alguien, (ese infaltable alguien que lo mismo acarrea latas que aparatos viejos) decidiera llevarse los libros dentro de un viejo carrito oxidado de supermercado. Los días transcurrieron, los libros soportaron un par de lluvias hasta que una mañana, un recolector tullido decidió hacer bueno el pronóstico y amontonar unos cuantos libros en su carrito de supermercado. Los libros fueron a parar a un puesto del mercado sobre ruedas del domingo, amontonados sobre una cobija, rematados a tres pesos por ejemplar o cinco por diez pesos. Ahí, sobre esa manta agujerada, en vecindad con grabadoras destartaladas y lámparas fundidas, yacen ediciones de Anagrama y TusQuets que alguna vez te costaron algo más que un sacrificio a tu bolsillo.