I- No fue obra de la aleatoriedad que el Ejército Trigarante entrara a la Ciudad de México el 27 de septiembre. El desfile triunfal se pudo haber celebrado antes, pero Agustín de Iturbide, megalómano como todo buen político mexicano, retrasó la entrada de la tropa para que el “día más grande de la historia de México” coincidiera con su cumpleaños número 38. Después desvió la ruta del desfile para pasar bajo el balcón de la Güera Rodríguez. De cualquier manera, con todo y el narcicismo de Iturbide a cuestas, es mucho más coherente celebrar el 27 de septiembre como el Día de la Independencia. Al menos bastante más coherente que nuestra absurda liturgia del 16.
II- El catecismo oficialista se refiere al proceso político de 1821 (Plan de Iguala, Tratados de Córdoba) como “consumación de la Independencia”, una lucha que duró, según el evangelio de la SEP, once años y once días. Como si el 27 de septiembre fuera el resultado de una lucha continua y progresiva que al cabo de once años de avances y triunfos llegara a su fin. A los evangelistas del oficialismo les duele muchísimo aceptar que la revuelta popular de Hidalgo en 1810 nada tiene que ver con el Plan de Iguala. Que Hidalgo lejos de alentar la Independencia la acabó retrasando. Les es imposible admitir que para 1820 la insurgencia ya estaba casi acabada, que ni Vicente Guerrero y su gavilla serrana ni Guadalupe Victoria oculto en una cueva representaban una amenaza para la estabilidad del virreinato. Les duele admitir que el cordón umbilical que nos unía a la Corona Española se pudo cortar sin derramar una gota de sangre.
III- Aunque es más romántico pensar en la parroquia de Dolores como la cuna de la Independencia, la verdad es que el final del virreinato se decidió en el templo de La Profesa y que el “padre de la patria” (si es que tan rimbombante título puede quedarle a una persona) bien podría ser Matías Monteagudo, el hombre que convenció a los Slim y a los Azcárraga de la época de que valía la pena dejar de pagarle impuestos a la península ibérica. La conspiración de La Profesa, por cierto, no fue un asunto de liberales, sino de ultraconservadores que miraban con horror la Constitución de Cádiz que el déspota Fernando VII tuvo que jurar obligado por la rebelión de Rafael Riego.
IV- Si hay una época de la historia mexicana que me apasiona es primer decenio de vida independiente. Es el relato de un monstruoso embrión de país, cuyo cuerpo llegaba desde las Montañas Rocallosas de Colorado hasta Costa Rica; un mundo raro, contradictorio y de vocación carnavalesca que igual pudo convertirse en el imperio más poderoso de América que desmembrarse como un terrón en múltiples republiquitas de polvo. El México fetal y amorfo de los primeros años de cordón umbilical cortado dividido entre escoceses y yorkinos, centralistas y federalistas, entre Poinsett y Ward, entre Bravo y Victoria. El primer gran debate legislativo de nuestra historia fue el de Ramos Arizpe contra el Padre Mier en 1824, uno centralista, el otro federalista, ambos norteños. Nuestra primera constitución federal fue un pastiche de la constitución gringa pero en versión católica.
V- Nunca el país modificó tanto y en tan poco tiempo su extensión territorial. En 1821, toda Centroamérica, incluidas Nicaragua y Costa Rica, se había adherido al Plan de Iguala, pero en 1823 opta por separarse y sólo Chiapas permanece. Después llegaría el secesionismo texano y el despojo del Tratado Guadalupe-Hidalgo. También la separación y reincorporación de Yucatán. Ser cartógrafo no era un oficio sencillo en aquellos años. Un país que de 1821 a 1836 vivió en una suerte de embriaguez. Con todo el dolor y los sinsabores que acarreó el nacer como estado soberano, México alcanzó a vivir el breve idilio que concede la inconsciencia. El México de las mil y un historias de lo que pudo haber sido y la improbable historia de lo que fue.
Saturday, September 27, 2014
Friday, September 26, 2014
La sensación de navegar en barcos de arena, e intuir naufragios como quien intuye islas encantadas y cantos blasfemos de sirenas. Ir deshojando instantes de vida como quien deshoja flores marchitas. Amaneceres sobre la taza, ocasos en el parque, la irrealidad impregnándome como brisa marina.
La soberana inutilidad de toda arquitectura prosística; la estupidez yaciente mi afán de contar historias; las palabras como gusanos sobre una bolsa de basura.
Wednesday, September 24, 2014
INDIO BORRADO
El sol de Monterrey, jura Alfonso Reyes, sigue a los niños saltando de patio en patio y revolcándose en cada alcoba. “A mí el sol me desvestía, para pegarse conmigo, despeinado y dulce, claro y amarillo, ese sol con sueño que sigue a los niños”, escribió el hijo del general Bernardo. Imposible no evocar ese poema cuando se lee Indio Borrado (TusQuets 2014) la más reciente novela de Luis Felipe Lomelí, pues sus páginas están pobladas por esos niños perseguidos y castigados por el canijo sol regio. Niños que sin duda nacieron a mediados de los años 90, al mismo tiempo que se estrenaba la nueva Avenida Alfonso Reyes, colina de pavimento que serpentea de la Avenida Eugenio Garza Sada a Las Torres, surcando un cerro salvaje poblado por historias donde sobra sudor y sangre adolescente. Junto a las clasemedieras Altavista y Más Palomas, brotaron como una erupción los barrios bravos del sur de Monterrey: la Sierra Ventana, la Campana y la emblemática Revolución Proletaria, donde el cambio de milenio significó sustituir el picahielo y la navaja por el arma de alto poder. El Güero, personaje principal de la narración, debe haber nacido en los años en que se estrenó esa avenida que sustituyó al Antiguo Camino a Villa de Santiago como ruta de acceso a la falda del cerro. Años en que la más extrema violencia se iba incubando, mientras la ciudad se regodeaba en sus delirios primermundistas y los futuros capos diluían su infancia en la hostilidad de los cruceros de la Avenida Garza Sada. Lomelí es seco, machacón e incisivo como los regios calores de agosto. El ritmo y el lenguaje de Indio borrado no ofrecen treguas ni concesiones. El Güero, un quinceañero del barrio Revolución Proletaria, encarna la tragedia generacional de quienes llegaron a la pubertad en los tiempos del Casino Royale. En el personaje habitan las contradicciones y paradojas de una era cruel: por una parte, tiene las fantasías de cualquier púber y sueña con el día en que por designio divino del número 21 en el boleto del camión pueda besar a Lina, la musa con ojos de gato, pero al mismo tiempo planea el exterminio de una banda rival con arma de fuego. En el terreno de las apuestas, es más factible que el quinceañero se estrene como sicario antes de dar su primer beso. El Güero desea a Lina mientras corre entre las azoteas en un entorno hostil donde es preciso matar para seguir vivo mientras huele la cercanía de un padre cruel e incestuoso y escucha los relatos del tío Absalón, que lo remontan a serranías prehistóricas pobladas por cazadores nómadas. Por momentos, la transformación casi licantrópica del personaje nos remonta a otra gran novela regia: El enrabiado, de Felipe Montes, a quien Lomelí hace un pequeño guiño mientras la pandilla roba una vivienda en Más Palomas. Novela de esencia veraniega que se lee en una sola tarde de calor, Indio borrado marca el cruce de un umbral en la carrera de Lomelí. Tras el entorno peninsular de Todos Santos de California, el juvenil trotamundismo sudaca de Ella sigue de viaje y la colombianísima vibra de Cuaderno de flores, Luis Felipe entrega su historia más ruda y contundente. El indio que se borra sufre una metamorfosis, tan cruel y desgarradora como la metamorfosis de una ciudad y su gente que nunca volverán a ser las mismas.
Monday, September 22, 2014
El que concluye es el verano número dieciséis que paso en Baja California y puedo afirmar, sin asomo de subjetividad, que ha sido el más largo todos y también el más caliente. Como testigos tengo al abanico que nunca antes había pasado tanto tiempo encendido, a las hordas de moscas y hormigas perpetrando invasiones y a mis calcetines eternamente guardados, pues el pie descalzo se ha vuelto el calzado oficial. Fue un verano tan largo y lleno de fantasmas como el de 1914. En algunos sitios del planeta este verano lució su traje de infierno, con vestido de ébolas, misiles y decapitaciones. Hay trincheras y archiduques muertos habitando en las profundidades del subconsciente.
En Monterrey yo celebraba la muerte de los veranos. Ese Sol regio inmortalizado por el poema de Alfonso Reyes fue mi enemigo jurado. No andaba tras de mí como perrito faldero, sino como bestia mordelona y desalmada. Algo supo mi infancia de no conocer sombra sino resolana. En Baja California en cambio atesoro el espíritu estival. Algo ha cambiado en mi vida. En la juventud fui un ser de noches e inviernos. Ahora soy orgullosamente diurno. Colecciono amaneceres transformados en palabra y ocasos que se alargan frente a las Islas Coronado. En Baja California prefiero los días largos y las noches cortas. Nuestros inviernos y sus oscuras humedades llegan a ser opresivos. El primer amanecer de otoño ya se desparrama brillante sobre las cortinas y el adiós del verano en una tierra sin golondrinas es de un azul que raya en el desparpajo. Well im here and summer is gone i hear, reza Katatonia en For my Demons. Cuidado: cuando las húmedas sombras de las cinco de la tarde se toman muy en serio su papel, pueden brotar por estos rumbos algunas letras pasadas de lúgubres. El otoño hace su arribo poblado de presagios e intuiciones.