Eterno Retorno

Saturday, July 23, 2005

Hotel Sarajevo
Jack Kersh
Planeta

Por Daniel Salinas Basave


El Siglo XX comenzó y terminó en Sarajevo. La frase, creo, es de Susan Sontag y la ha repetido hasta la saciedad Carlos Fuentes al grado de transformarla en un cliché.
La bala del nacionalista serbio que mató al archiduque austrohúngaro Francisco Fernando el 28 de junio de 1914 inauguró la Primera Guerra Mundial y con ello un siglo horrores bélicos. El genocidio en Bosnia en la década de los 90 fue el triste cerrojazo a una centuria marcada por la sangre de millones de inocentes caídos en todos los rincones del planeta. En ambos extremos de la cuerda, el campo de batalla es Sarajevo.
Pronunciar el nombre de la capital de Bosnia no evoca una ciudad blanquísima que brilla bajo el azul cielo ni el bello contraste de las cúpulas ortodoxas y los minaretes musulmanes.
La palabra Sarajevo parace ser la marca registrada del horror, de la desgracia, de la inclemencia humana. En ese sentido, una novela titulada Hotel Sarajevo, de inmediato evoca el espanto bélico. La percepción es acertada.
Como tantos libros, Hotel Sarajevo vino a caer a mis manos por pura y simple aleatoriedad. De su autor Jack Kersh no poseía la menor referencia y lo único que se, por lo leído en la contraportada, es que es un narrador nacido en Mississippi en donde trabaja como empleado de correos.
A través de la voz de Alma, una adolescente de 13 años que sobrevive entre los escombros del Sarajevo del sitio, Kersh nos va dibujando los círculos infernales de una ciudad que yace despedazada bajo un fuego constante que no distingue civiles de militares o adultos de niños.
Un grupo de adolescentes y niños de Bosnia se refugia en los escombros de lo que alguna vez fue el Hotel Sarajevo en la Avenida Tito y conforman un microcosmos que sobrevive entre las bombas.
La guerra está ahí, omnipresente e infernal, pero no es ante los ojos de Alma y sus amigos un conflicto con nombre o causa. Ni asomo de nacionalismo o bandera en sus conceptos. La guerra es como una tormenta, un desastre natural ciego que devasta todo a su paso y con el que los adolescentes se han acostumbrado a convivir.
Aunque la psicología del personaje es más que realista, cuesta trabajo creerle su lenguaje en primera persona. Kersh apuesta por una suerte de diálogo interior de Alma cuya alta dosis de poesía, aunque bella, no resulta creíble ni logra arrancarla de ser una niña de Bosnia concebida por un escritor de Estados Unidos. Vaya, tal vez sería un personaje más creíble en tercera persona, pero los libros no se nutren del hubiera y lo cierto es que si bien la primera persona resta un poco de realismo al personaje, también da a la narración una crudeza que la frialidad de la tercera persona difícilmente lograría. Y en efecto, estamos ante una narración cruda, precisamente porque el horror bélico es el escenario donde los adolescentes viven sus dilemas de soledad, dudas, existenciales y sexualidad, que para Alma son más curueles que las balas.
Alma está enamorada de Luka, el jefe de la comuna de adolescentes en donde sobreviven también Sandra, Ilia, Milorad y Yasmina entre otros.
Los de Alma son los dilemas e inseguridades propios de los 13 años, sea en tiempo de guerra o de paz. Una tormenta interior maracada por los dolores del primer amor, las transformaciones del cuerpo, los miedos inconfesables y el vacío existencial, todo ello en medio de un entorno de escombros, cadáveres y bombas. Los jóvenes del Hotel Sarajevo son una microsociedad que sobrevive entre la barbarie y que como toda microsociedad, no es inmune a la corrosión interior. Con perdón por la odiosa comparación, pero Hotel Sarajevo recuerda mucho al Señor de las Moscas y en algo al Diario de Ana Frank. Un libro fuerte, crudo como él solo e inmensamente triste.

Thursday, July 21, 2005

Corresponsales

Tal vez alguien podría decir que Bernal Díaz del Castillo y el resto de los cronistas de la conquista y los primeros años del virreinato fueron sin proponérselo los primeros corresponsales de guerra. Sin embargo, el colega reportero que se puede ostentar como el auténtico padre de las corresponsalías bélicas fue el inglés William Howard Rusell.
Este coleguita trabajaba para el Times de Londres y en 1841 se aventó una muy buena cobertura de las elecciones irlandesas.
La cuestión es que era tan buen reportero este Rusell, algo así más o menos parecido a mí, que en 1854 el director de su periódico tuvo la idea de enviarlo con las tropas inglesas a la guerra de Crimea. Le dijo que sólo iría unas semanas, pero se quedó dos años. Fue un reportero crítico, duro en sus crónicas, que al llegar la guerra franco-prusiana de 1870 empezó a sentirse desplazado por los cientos de jóvenes reporteros que impulsados por su ejemplo se dedicaban a ser corresponsales de guerra. Además Rusell ya era algo viejo y había un nuevo y moderno artefacto que no dominaba bien: El telégrafo, mismo que exigía una redacción más breve, concisa y llena de datos y no las ricas y críticas crónicas a las que estaba acostumbrado. Cuando murió en 1907 estaba seguro que la gran época de los corresponsales de guerra jamás volvería, pues veía a las nuevas generaciones como víctimas cobardes de la censura militar y gubernamental. Que bueno que Rusell no vio a los patriotas gringos chayoteros que fueron a la guerra de Irak y ensuciaron de mierda el noble oficio del periodismo, olvidando su labor de reporteros por la de pregoneros del imperio de Bush.
Otro gran corresponsal fue el húngaro naturalizado británico Robert Capa quien hizo la foto más célebre de la Guerra Civil Española, Muerte de un Miliciano y que cubrió íntegro el Desembarco en Normandía. Murió en la guerra de Indochina al pisar una mina y expiró con la cámara Contax en sus manos.

Wednesday, July 20, 2005

Analfabeto

Si hay algo que me hace sentirme distante o poco identificado con el común de los bloggers, es mi poca o nula comprensión de la tecnología. Ya otras veces he dicho que pese a que tengo un blog (y luego entonces, necesariamente se entiende que uso una computadora) lo cierto es que soy un tipo peleado con la tecnología. Entiendo apenas el 5% de las funciones que desempeña la máquina que está frente a mí en estos momentos. Nunca en mi vida he comprado ni leído una revista de tecnología, no me interesa aprender más de lo que se, nunca he hecho una amistad cibernética en mi vida ni mucho menos he tenido un romance en red. En realidad señores, pese a ser un blogger, me considero en realidad un tipo bastante anticuado que en el fondo prefiere seguir escribiendo con pluma Bic en un cuaderno de escuela.

El futuro de la literatura

Me da risa ver a los teorreicos discutir sobre el futuro de la literatura, inmersos en su obsesión por determinar dónde carajos está esa cosa que podría definirse como vanguardia y se adelantará a los tiempos.
Que si el metatexto, que si la deconstrucción, que si la muerte de la novela. Ay, esa socorrida estupidez de la muerte de la novela. ¡Háganme ustedes el pinche favor¡ La otra vez que me invitaron a presentar un libro, un teorreico que estuvo a mi lado en la mesa se permitió cacarear una vez más esa jodida cantaleta tan amada por los batracios de las revistas culturales de vanguardia. Que la novela ha muerto, dicen ellos.
Déjense de pendejadas y no se rompan la cabeza: El futuro de la literatura son los libros bien escritos, mismos que las plumas terorreicas raramente producen. Pónganse a leer buena literatura del Siglo XIX y disfruten las delicias de la novela caballeresca. Ese es el futuro de la literatura ultramodernos de mierda.

Presentadores de libros

Muchas veces he manifestado en este espacio la repugnancia que me generan las presentaciones de libros, liturgia de tedio y aburrimiento sin igual. Sin embargo, debo confesarlo con un dejo de vergüenza (y me confieso como católico para pedir la absolución) que el mes pasado fui invitado a presentar un libro en la feria y malamente no me negué. Al acudir me hice acreedor a recibir un escupitajo por no ser coherente con lo aquí publicado. Es más, prometo que si alguien desea escupirme por haberme prestado a semejante ritual de soporífera culturosez, juro quedarme cristianamente callado y no devolver el escupitajo o zorrajar un chingazo como es debido. Carajo, denme chance, se trataba de Mario Bellatin, un escritor que aprecio de sobremanera y de su Liebre muerta, experimento de autoplagio intereante. Pero les juro, traté de ser lo menos aburrido posible y me limité a iniciar la presentación diciéndoles que la tarde de 1998 en que compré mi primer libro de Mario Bellatin, venía regresado de un partido de los Tigrillos (que no de los Tigres) y compré el libro únicamente por que me llamó la atención el dibujo de Julio Galán que venía en la portada, pues yo no tenía ni la más remota idea de quien era Mario Bellatin. Y así la cosa. Por supuesto, no llevé ni un papel, ni preparé ningún discurso. No se si sea que en mis cursos de oratoria me machacaban mucho la idea de que leer en público era propio de inseguros, pero lo cierto es que detesto a la gente que habla en público con sus ojos puestos en un papel y no en su auditorio. La gente que lee en público no merece mi respeto. La gente que lee en público refleja sus complejos y su inseguridad. Sean políticos, empresarios, maestros de ceremonia, sea quien sea que tome un papel para dirigirse a un auditorio durante un discurso y no se sienta con la confianza para platicar mirando a los ojos y dejando que el lenguaje fluya natural, es alguien que merece mi desconfianza. El teorreico que presentó al autor antes de mí, como todo buen teorreico, leyó. No se le puede pedir otra cosa a un teorreico. Jamás despegó los ojos de su papel, en donde decía exactamente lo mismo que había publicado en su aburridísima revista. Háganme ustedes el pinche favor y la falta de respeto, sería tanto como que yo hubiera leído íntegro el Pasos de Gutenberg, con puntos, comas y errores. Y para acabarla, era un texto con todo el lenguaje típico e insufrible del culturosiento que parece decidido a dormir a su auditorio y a hacer jurar a todos que eso que llaman literatura es el tópico más aburrido del mundo. Que perra falta de respeto. Que ganas de hacer de la literatura un sinónimo del tedio ¿Por qué no mejor platicar? ¿Tan difícil resulta una charla?

El 2006

Vengo retornando de un acto de campaña de Santiago Creel y carajo, lo único que puedo decir es que siento lástima de nosotros mismos por la pesadilla que nos espera con este circo político que se viene. Ya apesta el hedor a elección presidencial. Quisiera dormir muy profundamente y despertar en el 2007, cuando toda la tragicomedia haya concluido y ahorrarme la pena y el tedio de presenciar una vez más este ritual sexenal de hipocresía. Millones de litros de tinta y saliva se desparramarán, toneladas de papel, cientos de horas al aire, decenas de miles de anuncios publicitarios y carteles bombardearán sin clemencia a todos los mexicanos durante un año. Habrá debates, pronunciamientos, golpes bajos, cizañas e intrigas. Frases de campaña, slogans mamones, millones de dólares invertidos en mercadotecnia política, especulaciones, mítines multitudinarios, clichés machacados una y otra vez, chistes de políticos, caricaturas, palabras chuscas, resbalones idiotas, portadas de revistas jugando a ser reveladoras de verdades ocultas, alianzas, contubernios. Mucha perra energía invertida en nuestra democracia todo para que al final un par de tabasqueños se disputen con uñas y dientes la Presidencia. Olvídense del Tucom, olvídense de Calderón, olvídense de todos ¿Para qué toda esta pantomima de precandidaturas? Ya sabemos que se la jugarán López Obrador, Madrazo y Creel. ¿Para qué le pegamos al inocente diciendo que puede haber sorpresas? Lo único seguro en esta contienda, es que el tercer lugar ya está reservado y le pertenece a Santiago Creel. Nadie lo mueve de ahí. El par de tabasqueños se partirán la madre por la presidencia y san se acabó. No veo para qué tanto análisis y desperdicio si ya todos sabemos lo que va a pasar.
El domingo electoral me limitaré a darme un tiempito para ir a votar y ya decidí que votaré por López Obrador. No soy perredista ni mucho menos, pero considero que la llegada de Madrazo sería peor que la peste para el país, una desgracia que no quiero vivir y como a Creel no le veo la más mínima posibilidad, pues votaré por el peje y san se acabó. Aunque créanme que a veces me preguntó ¿Para qué queremos democracia?
¿No sería mejor una monarquía absolutista que nos ahorrara estos circos? Les juro que a veces he llegado a desearla.

Bolaño

Si quieren que sea brutalmente honesto, les confieso que no le encuentro mucho chiste a Roberto Bolaño. Lo he leído y me quedo en la mente con un ... so what? Digo, no tengo el tiempo como para darme a la tarea de fletarme el tamalón de 2066 o como se llame el libro póstumo. Estoy muy feliz con mi Trilogía de las Cruzadas como para perder mi tiempo (y mi dinero, que los anagramas son carísimos) en un autor que no me divierte. Lo que he leído de Boñalo me aburre la mera verdad. Pero más que Bolaño en sí, me molesta la gente que le gusta Roberto Bolaño. Vaya, Bolaño es la bandera por excelencia del teorreico. A los culturosos les gusta que se sepa que les gusta Roberto Bolaño. Y claro, la muerte lo transformó en su icono. Ahí los tienes a todos cacareando. ¿Quieres ser admitido en el club de los teorréicos? Pues te la pongo fácil, tienes que decir que te gusta Roberto Bolaño. Tal vez los teorreicos me han predispuesto y es por ello que no he leído más cosas del chileno fuera de Llamadas telefónicas, Putas asesinas y un pedazo de Detectives salvajes. Ahora que si al estilacho vamos, yo mejor me quedo con un Vila Matas y todavía muy por encima, con un Ricardo Piglia. Bolaño nomás no me entra. No es mi culpa ¿Qué quieren que haga?

Tuesday, July 19, 2005

Edad para las lecturas

En su columna política dominical, el editorialista Jorge Zepeda se permite recomendar el nuevo libro de Umberto Eco, sin embargo, advierte que su lectura es apta, preferentemente, para mayores de 50 años. El columnista me dejó pensando: ¿Hay una edad ideal para determinada lectura? ¿Puede un mismo libro disfrutarse e interpretarse de manera totalmente diferente según la edad en que sea leído? La respuesta es sí. La comunión con un libro depende, entre otras cosas, del momento y circunstancias específicas en que es leído.
Recuerdo cuando cayó en mis manos Caligula de Howard, en el verano del Mundial, en 1986. Tenía 12 años de edad y nunca antes había leído un texto clasificación XXX. Caligula, y no las antenas parabólicas, fue mi bienvenida al mundo de la pornografía. Sus explícitas descripciones de sodomía, bestialidad e incesto se encargaron de poblar mis sueños húmedos. Casi 20 años después el libro permanece en mi librero, pero cuando leo alguna página al azar sólo me queda como herencia una risa cómplice por recordar lo que ese libro significó para mí alguna vez. Hoy, con una dosis de mínima frialdad, lo descubro pretencioso, mal estructurado, elaborado con las técnicas de un hollywood desechable. Sin embargo, Calígula es Calígula y tuvo significado porque lo leí a los 12 años. Si hoy descubriera ese libro y lo leyera por primera vez, lo consideraría un ejemplar de pornografía barata y lo olvidaría pronto. Sin embargo, el libro llegó a mí en las circunstancias exactas que le aseguraron volverse inolvidable.
Lo mismo me sucedió con Hesse quien llegó a mí ese mítico verano del 86. Era agosto, el planeta entero vivía bajo la maradomanía a un mes de la coronación de Argentina ante Alemania y unos días de ingresar a la secundaria, me fui de viaje con mi padrino José Manuel a la Isla del Padre. El libro que llevaba a ese viaje, era precisamente Demian. Así las cosas, bajo el quemante sol texano de agosto, empecé a sumergirme en los dilemas de Sinclair y el chantajista Franz Krommer, conocí a al pájaro que rompe el huevo y a Abraxas, del que pronto me declaré adorador. No creo exagerar si atribuyo a Hesse la paternidad de mi rompimiento con la religión. Hoy sus libros me parecen idealistas, insoportablemente adolescentes, pero en su momento me marcaron. Hesse llegó en el momento en que tenía que llegar.
Sin embargo la historia de la lectura a través de una vida humana da muchos vuelcos. En este momento, como Alfonso Quijano, soy inmensamente feliz con libros de caballería. Estoy sumergido en la Trilogía de las Cruzadas del sueco Jan Guillou. Tres volúmenes que narran la vida y obra del caballero templario Arn Magnusson. Una bellísima historia poblada con todos los elementos propios de la caballería: Heroísmo, amor cortés, fe en Dios, sacrificio, determinación. Un libro que perfectamente podría adaptar hollywood y que sin embargo, me encanta. Después de haber pasado por toda clase de autores blasfemos, apostatas, nihilistas, un libro de caballería que exalta los buenos sentimientos es capaz de apoderarse de mí y fascinarme como en la niñez me fascinaron los Tres Mosqueteros y Robin Hood.. ¿En qué radica el secreto? No lo se, Tal vez sea volver al origen.