Los corruptos legales caminan sonrientes en pasarelas mientras millones de mexicanos miserables los admiran y envidian. Los odian, sí, pero no porque piensen que el origen de su riqueza es ilegal o porque se enriquecen gracias a un sistema económico diseñado para aplastar a la clase media; los odian porque el común de los mexicanos desean ser como ellos: millonarios, frívolos e irresponsables, célebres por sus escándalos de faldas y sus hijos no reconocidos. La política asumida y reconocida abiertamente como el gran circo del ridículo y el cinismo, donde el debate de propuestas e ideas se limita a los 140 caracteres de twitter. En ese escenario de legisladores jovenzuelos con la cara eternamente sumergida en sus iPads mientras en tribuna se juega el futuro del país, de caras de candidatos treintañeros diseñadas por el cirujano facial y postizas sonrisas de dentista, fue donde irrumpió el ser que encarna esa esencia de frívola estupidez en cada costado de su ser. Llegó como el resultado de generaciones y generaciones de políticos corruptos e impunes que en amasiato con la más insultante cultura farandulera de telenovela, dieron a luz a su criatura perfecta; la más sofisticada encarnación de la podredumbre de un sistema; una podredumbre materializada en un rostro perfecto, depilado, maquillado, de blanquísima y falsa sonrisa. Un rostro ideal para el spot de televisión, con un discurso diseñado para el telepromter. El hombre ni mandado hacer para gobernar un estado que pese a su vocación mafiosa no renunciaba a su ñoñería.
Friday, February 07, 2014
Entré a estudiar derecho. Armado de una pluma Bic, me dediqué a desparramar exabruptos rabiosos y blasfemos a los que llamaba poemas. Esas cosas pronto infestaron mis cuadernos escolares. Lo peor no fue el que yo considerara poesía a aquellos vómitos compulsivos; lo peor fue que me atreví a publicarlos. Una helada y lluviosa tarde de octubre salí del estadio Universitario tras haber padecido un Tigres vs León que fungió como conjuro para mi insomnio. Un cero a cero bañado el viento gris de una helada lluvia chingaquedito. Por alguna razón mi primo no estaba conmigo aquella tarde y ahora pienso que si hubiera estado, habríamos ido a cenar después del juego infame y después me habría llevado a mi casa, pero como aquella tarde yo estaba solo y encabronado, no se me ocurrió nada mejor que tomar un camión rumbo al centro y caerle una tocada hardcorera en algún pozo miserable donde unas cuantas ratas nihilistas remojadas, intentaban conjurar el frío en un slam sin fe...
Tuesday, February 04, 2014
Hay algo que ocurrió o debió ocurrir en aquel agosto del 78, pero cuyo recuerdo, a diferencia de la contemplación del mar, es de lo más difuso. Fue en ese verano cuando vi (o debí haber visto) por vez primera en mi vida un tigre. Ocurrió en el zoológico de Brownsville, Texas, a donde me llevaron mi abuelo y mi tío José Manuel. La visita al zoológico era uno de mis nirvanas infantiles, pero en el Parque España de Monterrey no había tigres. Había tan solo un jaguar que trazaba círculos desesperados en su jaula milimétrica y unos modorros leones que conjuraban el calor en su eterno bostezo coronado de moscas. En el acuario de la Alameda Mariano Escobedo había un descomunal cocodrilo petrificado cuya condición de ser vivo nunca nos constó. Había lagartos, coyotes, venados y pecaríes, pero en el Monterrey de los setenta no había tigres. En Brownsville sí había uno, o me dijeron que lo había, pues ni siquiera puedo recordar si lo logré ver. Este sería el momento ideal para sacarme de la manga un pasaje al puro estilo Borges, a quien la infantil contemplación de un tigre en el zoológico bonarense de Palermo le marcó una obsesión literaria. El problema es que en Brownsville apenas alcancé a ver una mancha amarilla oculta tras las piedras. El animal que se inmortalizó en el recuerdo de aquella primera visita el zoológico texano no fue el tigre, sino un furioso mandril que enloqueció al verme. Su problema era conmigo. Alguien en la familia evocó una escena de la película The Omen.
En estas cuatro décadas transcurridas han muerto muchísimos tigres y han nacido muy pocos. Algunas especies, por desgracia, se han ido para siempre. En los setenta todavía estaban vivos los últimos tigres de Java. Los últimos tres ejemplares fueron vistos en 1976, aunque fue declarado oficialmente extinto hasta 1994. El tigre del Caspio o tigre persa, en cambio, no existía ya en esa época. El último murió asesinado en Irán en 1957. En algún momento este tigre llegó a habitar zonas centrales de Turquía e incluso el sur de Rusia y las estepas ucranianas. La subespecie más pequeña del felino, el tigre de Bali, se extinguió en 1937. Al momento en que escribo este párrafo tan solo quedan unos cuantos tigres de Bengala, de Siberia, de Sumatra y unos pocos malayos. Aunque en teoría son especies protegidas, la realidad es que están en grave riesgo. Aterra decirlo, pero no es descartable que en un futuro no tan lejano el tigre acabe convertido en un recuerdo y acaso las nuevas generaciones lo verán como una criatura mitológica y dudarán si alguna vez en verdad habrá habido tigres sobre la Tierra.