Escapados de la red duermevelera
Frío y nublado amanecer. Al parecer el
invierno empieza a decir presente después de semanas o meses de aliento
santaanero. En los tiempos del arresto domiciliario cuesta distinguir un día del
otro. Después de calentar el primer café
del día (el primero de una larga marcha que se extenderá hasta el mediodía)
procedes a garabatear tu diario atrapasueños. Tu nuevo cataclismo caligráfico
es un cuaderno delgadito y cuadriculado cuya portada es un planisferio de 1897.
La particularidad de este nuevo proyecto, iniciado al momento de arrancar la
cuarentena en marzo de 2020, es que en este cuaderno te limitas a anotar los sueños.
Nada del mundo real, diría Fito Páez. La
nueva versión de tu diario se limita a los territorios de lo onírico. Lo llamas
tu red duermevelera, el equivalente a un gran palangre arrojado por la noche
con la ilusión de atrapar a cuanta bestia more en las profundidades del
subconsciente. Casi siempre pepenas algo, pues rara es la noche vacía, pero lo
transformado en garabato es apenas vestigio y morusa, pedacitos de algo
descomunal esfumado al despertar. Al amanecer, tu tejido neuronal es la arena
aún mojada por la marea alta del subconsciente que la cubrió por completo
durante el sueño profundo. Del océano en retirada apenas quedan restos e
intuiciones, pero con eso te basta para ir tejiendo tu red.
Hoy soñabas, como tantas veces, con tareas
periodísticas impostergables, una cobertura foránea en Ciudad de México.
Avanzabas en bicicleta por alguna avenida de Polanco buscando a un joven
político quien habría impugnado una elección en Sinaloa. Despertaste temprano y
tu red duermevelera se transforma en un tercio de página.