...y las borrachas palmeras piden otra ronda de crepúsculos bien cargados.
Julio nos ha regalado cielos como estos. Es fascinante
salir de casa y de pronto, de buenas a primeras, ser asaltado por semejante manto rosa capaz de envolverte mientras el solecito juega a las escondidas
con el Pacífico y las borrachas palmeras piden otra ronda de crepúsculos bien
cargados. Privilegios de los días largos. Acaso lo seductor de estas estampas
es su promesa de eternidad. Miras hacia la ciudad y sabes que todo es efímero. Tijuana es una urbe que se devora a sí misma
mientras da la espalda al mar. A mis espaldas yacen andamios, obras negras,
maquinaria, toneladas de cemento en
bruto. Dentro de uno o dos años el paisaje que rodea a nuestra casa será
radicalmente distinto. Las calles por donde camino caducarán y la Tijuana que
nos rodea cambiará de piel y se volverá espectral y dudaremos de su existencia,
como la ciudad invisible que retrató Nonaka y narró Campbell. En cambio este
paisaje es eterno. Es el mismo que contemplaron los yumanos desde las islas
cuando todo esto era yerma desolación y el mismo atardecer que contempló Rodríguez Cabrillo desde su galeón cuando los
europeos aún no ponían un pie en estas playas y será la misma puesta de sol que irrumpirá
muchísimos años después de nuestra muerte y embrujará a los que aún no nacen,
cuando de nosotros ya no quede ni el olvido que ya somos ni el polvo de noche
eterna que seremos.