La muerte está siempre en camino pero el hecho de que no sepamos cuándo llegará, parece suprimir la finitud de la vida. Lo que tanto odiamos es esa precisión terrible. Pero como no sabemos llegamos a pensar que la vida es un pozo inagotable. Sin embargo todas las cosas ocurren un cierto número de veces, en realidad muy pocas ¿Cuántas veces recordarás cierta tarde de tu infancia, una tarde que es parte tan entrañable de tu ser que no puedes siquiera concebir tu vida sin ella? Quizás cuatro, cinco veces más, Quizás ni eso. ¿Cuántas veces más mirarás salir la luna llena? Quizás veinte y sin embargo todo parece ilimitado” Paul Bowles
Leo esta frase que utilizo como epígrafe de este último capítulo a bordo del avión que me lleva de Tijuana a Monterrey la tarde del 30 de septiembre. Las palabras, por cierto, no las he leído en un libro de Paul Bowles sino en uno de Leila Guerriero, Zona de Obras, específicamente en la página 53. La he leído hace unos minutos y me pareció extrema, como tan de hablarme al oído y mirarme profundo a los ojos, que no pude resistir sacar la computadora de la maletita y ponerme a escribir aquí mismo.
Yo nunca he estado en medio de una tormenta de 2 mil 800 balazos dirigidos a mi anatomía y sin embargo desde hace algún tiempo siento la omnipresencia de la muerte como fiel compañera y a veces creo percibir su aliento a mi costado. La frase de Paul Bowles es aplicable a mi diario existir, y claro, en los aviones a uno le da por pensar en esa pasajera en tránsito de la guadaña que siempre va en nuestro mismo vuelo. A un costado de mí, en el primer asiento de la fila de un lado, viaja una anciana. Lleva un vestido verde agua y por un momento me parece enternecedora la abstracción y total entrega con la que va resolviendo crucigramas en un librito mientras yo intento dar forma al último capítulo de mi libro. Pienso que está será la única vez en mi vida que veré de reojo a esa persona y sin embargo acaso algún día, si llego a vivir y a leer esta improbable página que posiblemente no pase nunca de ser un borrador, recordaré este preciso insntante, como recordaré la tristeza que sentí hoy por la mañana al despedirme de mi hijo Iker cuando fui a llevarlo a la escuela poco antes de tomar camino rumbo al aeropuerto. Siempre que me despido de un ser querido, así sea la más trivial y ordinaria de las despedidas en una rutina de vida diaria, tiendo a pensar que es la última vez que lo veo, aunque con mi hijo la sensación de angustia suele tomarme con particular intensidad. Acaso a alguien le resulte un tanto oscuro el pensar así todos los días, pero yo creo que la omnipresencia de la muerte es el fuego que me impulsa a escribir y arrojar barcos de papel poblados de palabras. En la sensación permanente de tener a la muerte como compañera yace aquello que algunos llaman inspiración. Por supuesto, puedo pensar (como pienso siempre) que este avión va a caerse y que estallaremos de mil y un pedazos sobre algún yermo páramo del norte de México. Esa idea me da ánimo y me hace aprovechar esas horas de vuelo para ponerme a escribir el último capítulo o el epílogo de este libro.