Ya no soy el lector que fui y ya soy el olvido que seré
Hubo un tiempo en que hacía una lista de lo que leía y tenía muy claro cuántos y cuáles libros me había chutado en un año. Llevaba también un inventario más o menos ordenado de los libros que entraban a mi biblioteca. Dentro de lo caótico y anárquico que fui en mi juventud, reconozco que fui un lector más disciplinado. Hoy, más que una lista de los mejores libros del año, haría una lista de instantes embrujados en que una lectura me llevó, al menos por unos segundos, a hablarme de tú con lo sublime. A mucho más ya no puedo aspirar.
Hubo un tiempo en que leía un libro y solo hasta llegar a la última página comenzaba con otro. Mis lecturas marchaban en filita india: primero una, después otra, sin hacerse sombra ni interferirse. Hoy leo muchísimos libros a la vez y todos en riguroso y bendito desorden, sobre todo cuando se trata de cuentos (que es posiblemente lo que más leo actualmente). Leo dos o tres cuentos de un volumen (que no pocas veces son antologías) y sin decir agua va me brinco a otro. Lo mismo me sucede con crónicas o ensayos La mayoría de las compilaciones que han caído en mis manos en tiempos recientes las he leído en pedazos.
Algo bastante extraño ha ocurrido este año: me ha dado por leer poesía, lo cual es ideal para el lector disperso en que me he transformado. Creo que el viaje a Portugal influyó en esta naciente compulsión. La lectura, como la vida, se reduce a destellos, iluminaciones, ráfagas de vértigo hedonista como en montaña rusa. Despiertas de madrugada, abres al azar el libro de Pessoa que te acompaña en el buró y por un instante brevísimo el poema parece hablarte desde un umbral abierto en el abismo del silencio nocturno. En contraparte, debo admitir que leo pocas novelas, muchas menos que antes.
De lo pepenado en 2018 recuerdo con particular emoción el Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro que leí en la ruta entre Playa del Carmen y Bacalar. Un libro de retazos mostrencos, pensamientos al vuelo no mucho mayores a un aforismo, una estructura típicamente Ciorán. Tal vez ese fue mi libro del año. Recuerdo un whisky que me supo a elixir de dioses en un vuelo de Aeroméxico mientras leía Maniobras de evasión de Pedro Mairal y sentía estar leyendo crónicas sobre mi propia vida. Recuerdo lo profundo que drenó en mi mente El Inquilino de Guido Tamayo que leí íntegro en un vuelo a Bogotá o Prisión perpetua de Piglia que se diluyó en un vuelo de París a Los Ángeles. La semana pasada, las filas frente a los juegos de Disney fueron inmoladas en las páginas de La perra de Pilar Quintana. Todo el libro fue leído frente a alguna atracción del parque (y más de la mitad lo leí frente a Racers). Hace diez días, en una ida a Mexicali, leí Siete casas vacías de Samanta Schweblin (y me encontré con un cuento descomunal llamado “Mis padres y mis hijos” y otros seis relatos que no me dejaron gran huella). Hubo tres novedades editoriales que leí en calidad de manuscrito, meses o semanas antes de que entraran a la imprenta y las tres resultaron ser un chingazo jarcorero: Los maridos de mi madre de Joel Flores; Crónicas desde el piso de ventas de Iván Farías y Fisiología del olvido de Omar Nieto. Me di cuenta que si de verdad quieres sumergirte en el espíritu profundo de Medallo, debes dejar atrás tanta serie prescindible sobre Pablo Escobar y tirarte a matar en La cuadra de Gilmer Mesa y Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas, par de súper cracks paisas. En pleno verano opté por Salir a la nieve con Máximo Chehin y hubo días en que estuve ido con los cuentos de Andrés Mauricio Muñoz. También descubrí a la maestra de maestras de los jóvenes cuentistas argentinos, la gran Liliana Heker. En desorden leí cuentos de Latinoir, Desierto en escarlata, del Manual para mujeres de limpieza de Lucia Berlin y de la Antología universal del relato fantástico de Atalanta y en la Nochebuena me dio por releer al azar páginas de El mundo de ayer de Stefan Zweig. Pepené mucho Philip Roth y mucho bardo lisboeta (mención honorífica a Mario Sá-Carneiro) y algunas veces me serruché las venas con Alejandra Pizarnik. Me atoré en Moronga de Castellanos Moya (sin duda el libro más lento y flojo del Bernhard cuscatleco) y me leí de un trago tres o cuatro de Aira (Prins, Las noches de flores etc). Leí una sui generis novela sobre un John Lenon nicaragüense y en el vuelo Quito-México me chuté La historia sucia de Guayaquil de Francisco Santana (que es más pedrojuangutierrista que el propio Pedro Juan Gutiérrez) y las prófugas palabras sobre la mesa de Kviernikolas, una sui generis selección ecuatoriana; me deleite con algunos de los ensayitos de No leer de Alejandro Zambra y con casi todos los Prólogos con un prólogo de prólogos del buen Georgie Borges y sentí ñáñaras en la uretra imaginando lo que se siente orinar aire como le sucede a Rafael Pérez Gay en Perseguir a la noche. Me gustó un chingo participar en la antología El caso Lowry (quedó bien bonita la cabrona) y para el recuerdo queda el cuaderno del Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL. Hubo más, mucho más, pero por ahora es lo que queda en la playa de mi memoria, siempre infestada de sargazo y pedacería de crustáceos. Todo lo demás es ceniza en el viento de Santa Ana, duermevelas siempre en fuga, mucho whisky, mucho aeropuerto, espejismos de abismos y desbarrancaderos al final de la noche. Ya no soy el lector que fui y ya soy el olvido que seré.