Eterno Retorno

Thursday, December 27, 2018

Ya no soy el lector que fui y ya soy el olvido que seré

Hubo un tiempo en que hacía una lista de lo que leía y tenía muy claro cuántos y cuáles libros me había chutado en un año. Llevaba también un inventario más o menos ordenado de los libros que entraban a mi biblioteca. Dentro de lo caótico y anárquico que fui en mi juventud, reconozco que fui un lector más disciplinado. Hoy, más que una lista de los mejores libros del año, haría una lista de instantes embrujados en que una lectura me llevó, al menos por unos segundos, a hablarme de tú con lo sublime. A mucho más ya no puedo aspirar. Hubo un tiempo en que leía un libro y solo hasta llegar a la última página comenzaba con otro. Mis lecturas marchaban en filita india: primero una, después otra, sin hacerse sombra ni interferirse. Hoy leo muchísimos libros a la vez y todos en riguroso y bendito desorden, sobre todo cuando se trata de cuentos (que es posiblemente lo que más leo actualmente). Leo dos o tres cuentos de un volumen (que no pocas veces son antologías) y sin decir agua va me brinco a otro. Lo mismo me sucede con crónicas o ensayos La mayoría de las compilaciones que han caído en mis manos en tiempos recientes las he leído en pedazos. Algo bastante extraño ha ocurrido este año: me ha dado por leer poesía, lo cual es ideal para el lector disperso en que me he transformado. Creo que el viaje a Portugal influyó en esta naciente compulsión. La lectura, como la vida, se reduce a destellos, iluminaciones, ráfagas de vértigo hedonista como en montaña rusa. Despiertas de madrugada, abres al azar el libro de Pessoa que te acompaña en el buró y por un instante brevísimo el poema parece hablarte desde un umbral abierto en el abismo del silencio nocturno. En contraparte, debo admitir que leo pocas novelas, muchas menos que antes. De lo pepenado en 2018 recuerdo con particular emoción el Prosas apátridas de Julio Ramón Ribeyro que leí en la ruta entre Playa del Carmen y Bacalar. Un libro de retazos mostrencos, pensamientos al vuelo no mucho mayores a un aforismo, una estructura típicamente Ciorán. Tal vez ese fue mi libro del año. Recuerdo un whisky que me supo a elixir de dioses en un vuelo de Aeroméxico mientras leía Maniobras de evasión de Pedro Mairal y sentía estar leyendo crónicas sobre mi propia vida. Recuerdo lo profundo que drenó en mi mente El Inquilino de Guido Tamayo que leí íntegro en un vuelo a Bogotá o Prisión perpetua de Piglia que se diluyó en un vuelo de París a Los Ángeles. La semana pasada, las filas frente a los juegos de Disney fueron inmoladas en las páginas de La perra de Pilar Quintana. Todo el libro fue leído frente a alguna atracción del parque (y más de la mitad lo leí frente a Racers). Hace diez días, en una ida a Mexicali, leí Siete casas vacías de Samanta Schweblin (y me encontré con un cuento descomunal llamado “Mis padres y mis hijos” y otros seis relatos que no me dejaron gran huella). Hubo tres novedades editoriales que leí en calidad de manuscrito, meses o semanas antes de que entraran a la imprenta y las tres resultaron ser un chingazo jarcorero: Los maridos de mi madre de Joel Flores; Crónicas desde el piso de ventas de Iván Farías y Fisiología del olvido de Omar Nieto. Me di cuenta que si de verdad quieres sumergirte en el espíritu profundo de Medallo, debes dejar atrás tanta serie prescindible sobre Pablo Escobar y tirarte a matar en La cuadra de Gilmer Mesa y Era más grande el muerto de Luis Miguel Rivas, par de súper cracks paisas. En pleno verano opté por Salir a la nieve con Máximo Chehin y hubo días en que estuve ido con los cuentos de Andrés Mauricio Muñoz. También descubrí a la maestra de maestras de los jóvenes cuentistas argentinos, la gran Liliana Heker. En desorden leí cuentos de Latinoir, Desierto en escarlata, del Manual para mujeres de limpieza de Lucia Berlin y de la Antología universal del relato fantástico de Atalanta y en la Nochebuena me dio por releer al azar páginas de El mundo de ayer de Stefan Zweig. Pepené mucho Philip Roth y mucho bardo lisboeta (mención honorífica a Mario Sá-Carneiro) y algunas veces me serruché las venas con Alejandra Pizarnik. Me atoré en Moronga de Castellanos Moya (sin duda el libro más lento y flojo del Bernhard cuscatleco) y me leí de un trago tres o cuatro de Aira (Prins, Las noches de flores etc). Leí una sui generis novela sobre un John Lenon nicaragüense y en el vuelo Quito-México me chuté La historia sucia de Guayaquil de Francisco Santana (que es más pedrojuangutierrista que el propio Pedro Juan Gutiérrez) y las prófugas palabras sobre la mesa de Kviernikolas, una sui generis selección ecuatoriana; me deleite con algunos de los ensayitos de No leer de Alejandro Zambra y con casi todos los Prólogos con un prólogo de prólogos del buen Georgie Borges y sentí ñáñaras en la uretra imaginando lo que se siente orinar aire como le sucede a Rafael Pérez Gay en Perseguir a la noche. Me gustó un chingo participar en la antología El caso Lowry (quedó bien bonita la cabrona) y para el recuerdo queda el cuaderno del Encuentro Internacional de Cuentistas de la FIL. Hubo más, mucho más, pero por ahora es lo que queda en la playa de mi memoria, siempre infestada de sargazo y pedacería de crustáceos. Todo lo demás es ceniza en el viento de Santa Ana, duermevelas siempre en fuga, mucho whisky, mucho aeropuerto, espejismos de abismos y desbarrancaderos al final de la noche. Ya no soy el lector que fui y ya soy el olvido que seré.

Monday, December 24, 2018

Nostalgias del porvenir

Escribo en la mañana del 24 de diciembre mirando el Pacífico desde la ventana del Café Conrado. Una sobrecarga de voltaje ha dejado nuestra casa sin energía eléctrica y he tenido que salir desesperadamente a buscar un lugar para conectarme y escribir. Un inoportuno accidente doméstico en momentos en que hay mil y asuntos pendientes por resolver. Anoche retornamos de una intensa escapada de cuatro días a Disney. Poco a poco se ha ido volviendo una tradición pasar el cumpleaños de Carolina en este santuario de las sorpresas. Demasiadas ideas cruzan por la cabeza mientras hacemos fila frente a los juegos. Acaso el centro de todos los pensamientos es el tratar de concebir la forma en que nuestro hijo Iker asimilará y procesará todos estos recuerdos cuando se transformen en piel de nostalgia. La memoria de la magia puede transformarse en el combustible para la vida adulta. Muchos los recuerdos más antiguos de mi temprana infancia están asociados a los viajes y a la Navidad. La música, el entorno visual, los olores y los sabores son poderosas máquinas del tiempo que nos transportan a instantes de nuestra niñez tocados por una suerte de embrujo. Los años parecen correr con prisa, la vida se acelera pero hay detalles esenciales que permanecen y nos hacen creer que por un momento volvemos a ser niños ilusionados con la llegada de esta fecha. Estos momentos se reinventan una y otra vez en las sonrisas de nuestros hijos. La Navidad vuelve a tener sentido en la medida en que hacemos todo lo posible por crear un mundo encantado para nuestro hijo. La única certidumbre, mientras deshojo instantes como quien arroja al aire los pétalos de una flor, es que la vida era una barca que navegaba apacible sobre un río de agua mansas; después de transformó en un tren y ahora es un cohete espacial que viaja con prisa hacia alguna parte. De pronto, sin decir agua va, la mitad del camino de nuestra existencia quedó atrás. Nunca creí que la tanguera frase “veinte años no es nada” encarnaría de forma tan realista en nuestras vidas. En 1998 viví mi primera Navidad bajacaliforniana sin intuir siquiera que aquí transcurrirían todos los 25 de diciembre por las siguientes dos décadas. Esta es mi Navidad número 21 en Baja California. En ningún lugar del mundo he pasado tantas navidades. He rodado de acá para allá, pero al final del camino la Nochebuena transcurre siempre aquí, en la esquina norte frente al rejego océano. El oleaje invernal del Pacífico es el mismo; también la luz y el viento, aunque el espejo me arroje en el rostro lo que significa la mitad de una vida. Cazadores del presente perdido, de instantes que conformarán la nostalgia del porvenir, conjuros contra el olvido que seremos. La Navidad es una fiesta riquísima llena de ancestrales elementos paganos que más allá del nacimiento de un dios, celebra el triunfo de la luz y la unidad entre los hombres. Aunque yo soy ateo y no creo en ningún dios, celebro con gusto estas fechas y mucho más ahora que soy padre de familia. Para mí la Navidad es la sonrisa de mi hijo Iker frente al arbolito iluminado y creo que son las sonrisas de millones de pequeñitos alrededor del planeta entero lo que de verdad ilumina a la humanidad y hace que esta vida valga la pena ser vivida. Ese es el verdadero triunfo de la luz sobre la oscuridad.