Lo nuestro es y será el mito y el mitote.
1-Demasiada
tinta derramo cada 15 de septiembre narrando la paradoja de empezar una guerra
de independencia gritando vivas al nombre del rey del que en teoría nos
queríamos independizar. Cada año me da por volver a poner el dedo en la llaga
en torno a la inexistencia de palabras como “México” e “independencia” en la
arenga del Padre de la Patria. En el grito hubo ¡Viva Fernando VII! y ¡Viva la
religión! pero ni por casualidad un ¡Viva México! Ya he platicado del veneno
que Allende preparó para matar a Hidalgo, de cómo se acusaron mutuamente
durante el juicio, de los amoríos del gallardo capitán de Dragones con la Corregidora
doña Josefa, del titubeo inexplicable en Cerro de las Cruces y el carro de
artillería estallado en Puente Calderón. También de que eso de celebrar la
noche del 15 y no el 16 es porque Porfirio Díaz nos heredó la bonita costumbre
de festejar en grande su cumpleaños. La realidad es que la noche del 15 de
septiembre Hidalgo jugaba naipes y bebía chocolate y no intuía que al amanecer
iba arengar a sus feligreses a agarrar sus machetes y salir a coger gachupines.
Hemos hablado de eso y muchas cosas, pero caray… el espíritu de toda liturgia
yace en el mito y no en la verdad comprobable, que suele ser molesta e
incomodar.
2-
Cuando hablamos de insurgencia me da por pensar en la historia de lo que pudo
haber sido. Me da por pensar en que el virrey Iturrigaray estuvo a punto de
concretar la independencia sin disparar un solo arcabuz en 1808; en que el
movimiento de Hidalgo en realidad entorpeció y retrasó la liberación de la
Nueva España en lugar de ayudarla; en que la Constitución de Cádiz pudo haber
creado el mejor de los mundos posibles – una suerte de confederación
intercontinental hispana, una Commonwealth de la hispanidad- pero Fernando VII,
el déspota reyecito al que Hidalgo dedicó vivas, tuvo a bien echarlo a perder
todo. De mil y un hubieras se escriben las efemérides.
3-
Me da risa el patrioterismo aferrado a narrar la independencia como una
victoria de México contra España. Carajo, si ni siquiera existía México ni
existía España. No eran dos naciones enfrentadas. Las revoluciones insurgentes
de Hispanoamérica fueron la implosión de un imperio que se desmembró desde
adentro. No fue una guerra de españoles contra indígenas, pues apenas hubo
europeos peleando en el campo de batalla. Tampoco fue de ricos contra pobres.
La carne de cañón en ambos bandos la aportaron mexicanos miserables. El grueso
del ejército virreinal estaba conformado por no pocos léperos de las más
jodidas castas de la pirámide colonial, mientras que los insurgentes tuvieron
no pocos padrinos de gordísima cartera. El Marqués de Rayas, el Carlos Slim de
la Nueva España, simpatizaba con la independencia y la consumación en 1821, la
consiguieron los más fifís de los fifís
4-El
movimiento insurgente dio inspiración de sobra a los muralistas y nos nutrió de
Pípilas, Niños Artilleros, espadas en prenda y cabezas clavadas en garfios. No
niego que me apasiona esa narrativa tarantinesca tan embarrada de sangre y
tripas, pero sabemos muy poco de los debates de mi paisano Padre Mier contra
Ramos Arizpe, de los cimientos de las constituciones de Apatzingán y 1824, de
los mil y un descabellados proyectos de naciones posibles que desfilaron a
partir de 1821. En el México embrionario de Victoria, Guerrero e Iturbide se
definieron buena parte de nuestras malformaciones, pero a esa etapa
determinante le solemos dar la espalda. Lo nuestro es y será el mito y el
mitote.