Alemania habita en la zona profunda del subconsciente, ahí donde yacen los traumas ancestrales, y tuvo que venir Chucky, un muñeco de las pesadillas, a desfacer el entuerto y exorcizar al demonio.
Cuando fue el 6-0 en Córdoba y el 3-3 de nuestros fallidos porteros Pilar y Soto, yo era aún muy pequeño para dimensionar la cartografía del infierno. Bendita inconsciencia infantil.
El Panzer germano aguardaba para coronar el final de mi educación básica. El 21 de junio de 1986, día que me gradué de primaria, Alemania nos eliminó en el estadio de mi equipo, los Tigres de la UANL, la cancha en donde transcurrió buena parte de mi infancia y adolescencia. Imborrable el nombre del árbitro colombiano, Jesús Díaz Palacio, el gol anulado al Abuelo Cruz y los tímidos penales de Quirarte y Servín a las manos de Schumacher.
Doce años después, siendo ya un reportero de El Norte, creímos que Luis Hernández iba a lavar la afrenta en Francia, pero el Matador no supo matar y Klinsmann y Bierhoff voltearon la tortilla del lado siniestro. Desde entonces asumimos a Alemania como una encarnación del imposible, una marca indeleble de derrota
Hoy, que se ha movido un eje de la Tierra y se ha alterado el orden del Universo, no sabemos exactamente qué hacer y ahora temo que nos sentiremos culpables de ser felices y la borrachera emocional puede ser tan grande, que acaso nos cueste el tropiezo contra coreanos y suecos. Que la boca se me haga chicharrón.