De aquel septiembre en la Gran Manzana me queda por herencia un disco, un libro y una piedra. Para mí el 9/11 siempre será el God Hates Us All de Slayer, Entre hombres de Germán Maggiori y la piedra que recogí de Ground Zero. El disco de Slayer estaba programado para salir justamente el 11 de septiembre. Sus letras –con la misma intensidad narrativa del Dios en la tierra de José Revueltas- son el soundtrack de aquel Apocalipsis septembrino. Todas las notas y crónicas que publiqué sobre aquellos días las escribí con Slayer en los audífonos desde mi cuarto del Herald Square Hotel. Por lo que al libro de Maggiori respecta fue el compañero ideal de viaje. Tanto tiempo pasé en los aeropuertos de San Diego y Boston en espera de cazar un vuelo, que leí el libro dos veces seguidas. Deben haber sido las circunstancias de lectura y mi estado de ánimo, pero a la fecha lo recuerdo como una de las novelas negras más ágiles y divertidas que he leído en mi vida. Rebosante de humor negro e ironía, con vocación de explorador de pestilencias humanas y bajas pasiones que rayan en lo pulp, Entre hombres me parece el mejor epitafio de la era Menem. De Maggiori no vuelto a leer ni a saber nada. Por lo que a la piedra respecta, la pepené del suelo en la Zona Cero la noche del 28 de septiembre. No en las cercanías, sino en el mismísimo centro neurálgico de la herida a donde pude entrar gracias a Topos México. Un pedacito del templo inmolado yace en mi librero. ¿Qué más me queda? La experiencia más intensa de mi vida como reportero, la rabia y la cuenta pendiente conmigo mismo. La mayor deuda de mi vida profesional por el libro que no supe escribir en ese momento.
Saturday, February 21, 2015
Friday, February 20, 2015
Cuentero como soy, padezco una confesa debilidad por las antologías. Ha sido en compilaciones como he conocido a no pocos autores a los que al cabo de un tiempo terminé por volverme adicto. Gracias a una primera edición del Cuento Hispanoamericano de Seymour Menton que tenía mi madre en casa, conocí en la pre adolescencia a José Revueltas, a Juan José Arreola y a José Agustín entre otros.
En el caos de mi librero hay de dulce, chile y de manteca cuando de amontonar cuenteros hablamos. Tengo antologías de cuentistas tan jóvenes, que hasta incluyen bebés de pecho o nonatos. En las antologías de los raros (como Paisajes del limbo) se incluyen cuentistas monotremas o de anatomía élfica. Tengo antologías de cuenteros de Tamaulipas y Quebec, de Baja California y Croacia, de Hualahuises e Islandia, compiladas por Borges, Pitol, Sabato, Mario González, Monsivais y otros tantos pepenadores de letras. Vaya, hasta mi absurda Daxdalia es una falsa antología de heterónimos. Mi más reciente adquisición (pepenada, of course, en El Día) es una antología de cuentos únicos compilada por Javier Marías. Se trata de una selección de cuentistas británicos tocados por el síndrome de Bartleby (Vila-Matas dixit). Ilustres desconocidos que solo fueron capaces de parir un solo cuento en sus vidas. ¿Les suena el nombre de Nugent Barker o Perceval Landon? A mí no. Al único que conozco es a un tal sir Winston Churchill que aparece en su desconocida faceta de cuentista con su historia Hombre al agua. Marías hizo la travesura de incluir un cuento suyo con el seudónimo de un inglesito underground. En cualquier caso, las antologías son excenetes coordenadas para detectar Bartlebys o Varamos (César Aira dixit). De pronto, en una antología de jóvenes revelaciones de hace 15 años encuentras cuatro o cinco nombres de los nunca volviste a leer un párrafo y como no queriendo mucho la cosa te preguntas si acaso estas compilaciones no estarán llenas como la Daxdalia de escritores imaginarios.
Sunday, February 15, 2015
Citado una y otra vez como la fuente enciclopédica de la música underground y con no pocas amistades entre grupos de todos los tamaños y presupuestos, Cyprien abrió una tienda-museo del atasque rockeril y para mediados de los ochenta era ya un consolidado marchante de reliquias subterráneas. Aunque no digirió bien la mutación del vinilo al disco compacto, acabó por adaptarse a regañadientes al cambio y a mediados de los 90 tenía un respetable inventario de cedes en su pequeña tienda. A lo que de plano fue incapaz de resistir, fue a la irrupción de la fiebre del mp3, los iPods y la música bajada por internet. A principios del Siglo XXI la tienda de Cyprien era una ruina. De un día para otro ya nadie compraba discos compactos y Cyprien debía rematarlos a precios irrisorios. Con más de 50 años de edad y sin dinero ahorrado, Cyprien empezó a consumir todas las drogas duras que no consumió ni en su etapa setentera más loca, cuando no pasaba de los derivados del cannabis, hongos, ácidos y similares. El fervor de los iPods y la muerte del disco orilló a Cyprien a refugiarse en el crack y la heroína y a encaminarse de manera tardía por el sendero de autodestrucción por el que habían caminando tantos de sus ídolos setenteros.
Tras tres o cuatro años de ruina y decadencia, su vieja tienda resurgió de sus cenizas cuando jovenzuelos adinerados de la City empezaron a frecuentarlo para comprarle viejos vinilos que llevaban años empolvados. Aquellos mozalbetes, armados hasta los dientes de aparatitos que les permitían almacenar decenas de miles de canciones, no dudaban en pagar 100 o 200 libras por un viejo vinilo de los años sesenta. Para ellos, el colmo de lo cool era hacerse de un viejo tocadiscos, mismo que colocaban en un pequeño altar en el centro de sus carísimos departamentos minimalistas atiborrados de productos Apple de última generación. Para estos chicuelos nuevos ricos que hacían yoga y se paseaban en bicicleta por viejos barrios en proceso de restauración, la tienda-museo de Cyprien se volvió un santuario y su dueño se convirtió en una suerte de gurú. Cyprien se las arreglaba para conseguirles tocadiscos, bocinas, amplificadores, agujas, vinilos, cartuchos e instrumentos musicales de toda índole cuya única condición para ser comprados a precio de oro, era el poder presumir mínimo 35 años de antigüedad y tener un aspecto inocultablemente retro. Aunque estos mozalbetes eran expertos a la hora de cazar mercancía rara en línea, lo que justificaba sus compulsivas visitas a la tienda y sus fuertes inversiones en vejestorios, eran las cátedras de Cyprien. Ellos pagaban por el vinilo como objeto artesanal, pero lo que verdaderamente daba valor a la compra, era la perorata de mi viejo amigo que se encargaba de narrar con santo y seña la historia de cada disco que vendía. Con visión de buen negociante a sus 60, Cyprien empezó a organizar veladas didácticas en su tienda-museo. Cuando al caer la noche la tienda cerraba sus puertas al público, unos cuantos iniciados y clientes fieles permanecían dentro del local y por 50 libras, podían participar en las escuchas guiadas de discos de culto seleccionados por Cyprien. El pago de las 50 libras incluía el derecho a quedarse en la tienda a deshoras para escuchar la conferencia de Cyprien que explicaba cada detalle sónico, histórico o artesanal del disco en cuestión. Lo mejor de estas escuchas didácticas, era que el pago incluía también el ilimitado consumo del hachís o la mota seleccionados por Cyprien para la ocasión. Mi amigo siempre se las arreglaba para colocar dentro de su vieja pipa productos de altísima calidad alucinógena procedentes de tierras lejanas. Con la pipa rolando de mano en mano y alguna reliquia ancestral girando en el tornamesa, Cyprien disertaba con la solvencia y el aplomo de un catedrático de Oxford, haciendo pausas para desentrañar el sentido de un verso o la composición de un tono y llegando a teatrales catarsis en los momentos que consideraba como el centro neurálgico del disco.