Eterno Retorno

Sunday, September 11, 2011


Lo he escrito para el InfoBaja de septiembre...recuerdos de aquella Zona Cero

A menudo me preguntan cuál es la experiencia más intensa que me ha dejado el periodismo. Tras 18 años en las andadas - pateando calle, tundiendo tecla y desparramando tinta- , hay más de una emoción tatuada en la memoria, sin embargo siempre acabo respondiendo lo mismo: el hecho que marcó un antes y después en mi carrera periodística, fue haber cubierto en Nueva York las secuelas de los actos terroristas del 11 de septiembre. Aquella cobertura, simplemente, no se olvida. La aleatoriedad, la buena estrella y una suma de casualidades me hicieron colocarme en el sitio exacto donde los ojos de millones de seres humanos volcaban su atención. La noche del 14 de septiembre de 2001 Carolina y yo nos preparábamos para pasar un alegre puente de Independencia en Ensenada, cuando el teléfono sonó en casa. El subdirector editorial de Frontera, Raúl Ruiz, fue al grano sin preámbulo alguno: “¿cómo te sientes para irte a Nueva York?”. Mi respuesta no demoró un par de segundos: “Estoy listo”. Siempre he creído que hay cosas que un reportero no debe pensar, ni meditar, ni evaluar. Cuando el 15 de septiembre de 2001 abordé en San Diego un American Airlines que me llevaría hasta un aterrorizada Gran Manzana, el cielo azul de los últimos días de verano parecía un sendero poblado de espectros al acecho. En mi diario de papel y forro de vaca, empecé a escribir a bordo del avión las palabras que ahora transcribo textuales:

15 de septiembre de 2001

Tinta de guerra, burlona aleatoriedad. Quién iba a decir que pasaría el “sacrosanto” día de nuestra Independencia surcando cielos infestados de fantasmas, camino de una Gran Manzana sepultada bajo los escombros de las Torres Gemelas. No hace falta decir que Morfeo ha sido tacaño, como corresponde a los grandes días. Hoy, me diluyo entre nubes norteamericanas y todo a mi alrededor es delirio patriotero aderezado por los polvos de paranoia e indignación. Qué funerario puede resultar volar en un American Airlines igualito a los que se incrustaron como flechas envenenadas en las torres de Babel; haciendo la ruta inversa del avión de Mohamed Atta, California-Boston, sobre un cielo poblado de terror y cenizas. La burocracia aeroportuaria llega a los límites de lo barroco. Un sábado a las cuatro de la mañana entrampado en una fila que no cree en sí misma entre un mar de seres paranoicos. Sentarme en este avión costó muchísimas horas y un arsenal de paciencia, escarceos mentales que fueron de la total desesperación a la euforia.

Al llegar a Nueva York encontré la calle Greewich transformada en el centro internacional de prensa más grande del planeta, un Babel de corresponsales y enviados especiales. Ahí se habían apostado centenares de camiones, cada uno dibujado con el logotipo de un canal de televisión diferente, en cuyo techo siempre había un colega dando al mundo los últimos reportes oficiales. La imagen de fondo, en todos los casos, era la reducida panorámica de los escombros de la Torres Gemelas que alcanzaban a divisarse a unos 100 metros desde la calle improvisada como sala de prensa.
Armado con libreta, grabadora y una cámara anacrónica, tuve claro que para bucear en lo más profundo de la herida sangrante no debía estar donde estaban todos. Mi tarea era ir a buscar historias ahí donde yacen los más pobres, los miles de inmigrantes a los que de un momento a otro se les derrumbó la torrecita de esperanza que habían logrado construir en la Gran Manzana.
Ahí encontré los relatos de los incontables seres sin nombre que empeñaban su existencia limpiando el cristal de un rascacielos, yendo y trayendo encargos desde el mundo subterráneo hasta el piso 123, sin que sus patrones acertaran siquiera a preguntarse si detrás de ese rostro enigma existió alguna identidad. La existencia cotidiana de miles de seres se ha transformado en infierno por obra y gracia de un conflicto entre fanáticos.
Ahí, en las esquinas de la Calle 116 o en los andenes del metro en Queens, fui llenando una alforja de testimonios. Mexicanos prófugos del error de diciembre, hondureños que no habían nacido cuando estalló la Guerra del Futbol y a los que el Huracán Mitch arrojó al piso 100 de un rascacielos, argentinos que presentían el cierre del corralito, colombianos que no querían sumarse al 20 por ciento de desempleo que les regaló el gobierno de Pastrana. Todos con una historia que a su vez sabía a destino y fotografía de un continente. Todos con algún ser querido que en un segundo se había transformado en polvo. La noche del 28 de septiembre me sorprendió compartiendo un guacamole mexicano con los Topos, el grupo de rescatistas veteranos del terremoto de 1985 y entre anécdotas de sismos e inundaciones, conocí a Joel Ortiz, un heroico topo tijuanense que había sido discípulo de Carlos Gopar en Bomberos de Tijuana. El topo tijuanense me hizo un regalo excepcional que nunca acabaré de agradecer: una credencial que me acreditaba como rescatista, lo que me permitió entrar por primera vez a caminar en torno a los escombros de las torres, a donde como reportero jamás habría tenido acceso.
Esa noche sobre las ruinas del Wolrd Trade Center, mirando a los Topos diluirse por espacios de centímetros entre brazas ardientes, supe que en este mundo que me tocó vivir no hubiera podido dedicarme a otra cosa que no fuera esta maldita adicción por contarle cosas a un lector que cada mañana se bebe su café con el periódico tapándole el rostro.