Eterno Retorno

Saturday, October 04, 2014

Las vidas paralelas de Gogol y Poe

A menudo cedo al vicio de imaginar vidas paralelas unidas por aleatorios cordones. Vidas distantes e inconexas, sin punto alguno de encuentro, inconscientes la una de la otra y sin embargo unidas por un destino. Hay creadores cuya contemporaneidad fue casi absoluta y pese a la similitud de estilos no llegaron nunca leerse y mucho menos a conocerse. Pocas biografías resultan tan simétricas como las del estadounidense Edgar Allan Poe y el ruso-ucraniano Nikolai Gogol, los padres del cuento moderno, cuya estancia en este mundo tiene una extraña sincronía cronológica. Poe nació en Boston el 19 de enero de 1809 y exactamente 70 días después, el 1 de abril, Gogol vino al mundo en la aldea ucraniana de Sorochinsti. Hijo de actores en desgracia, Poe quedó huérfano muy pronto y fue recogido por un matrimonio burgués de Virginia, mientras Gogol vino al mundo en una familia pequeños terratenientes ucranianos. Ambos migraron y probaron fortuna publicando sus primeros relatos en gacetillas. Apoyado por su mentor Alexander Pushkin, Gogol se fue abriendo paso en San Petersburgo y publicó su primer libro a los 20 años, una colección de relatos campesinos de su Ucrania natal. Poe en cambio debutó como poeta en 1827 con Tamerlan y otros poemas. Su periodo de mayor actividad y fecundidad literaria también coincide, pues sus mejores y más célebres relatos fueron escritos entre 1835 y 1843, cuando eran adultos jóvenes. Poe se inmortalizó con relatos como El gato negro, La máscara de la muerte roja, La caída de la casa de Usher o Ligeia, mientras Gogol legó relatos absolutamente vanguardistas para la época como El capote, La nariz, El diario de un loco y Avenida Nevski . Poe escribió un poema millones de veces recitado hasta la fecha llamado El Cuervo y una novela prescindible llamada Las aventuras de Arthur Gordon Pym, mientras Gogol fue el creador de la primera gran novela rusa: Las almas muertas. En cualquier caso, su aporte revolucionario e innovador en la historia de la literatura universal fue como cuentistas. En Poe perdura un romanticismo gótico y una esencia mórbida, aunque escribió no pocos cuentos cómicos. Gogol crea una suerte de realismo fantástico en donde lo aburrido y lo cotidiano puede vestirse con el traje de lo sobrenatural o del absurdo. Ambos se hermanan en el elemento onírico y en la sombra de la locura acechando a sus personajes. Poe y Gogol desarrollaron su obra en naciones en proceso de transformación. Poe creció en los nacientes Estados Unidos donde aún reinaba la esclavitud y Gogol se desarrolló en una Rusia todavía semifeudal en donde los siervos eran propiedad material de los terratenientes, tema que inspiró Las almas muertas. En ambos países había una burguesía urbana que poco a poco ganaba terreno a la nobleza rural. Al igual que a sus personajes, la sombra de la demencia y el quebranto interior siempre rondó a estos escritores. Ambos murieron delirantes. Poe fue lacerado por el alcohol y muy posiblemente por el opio (o al menos por el láudano) mientras Gogol fue afectado por una droga igualmente dañina: el fanatismo religioso y el delirio místico. Poe murió en Baltimore en medio de una crisis de delirium tremens a los 40 años de edad. Dos años y medio después, el 4 de marzo de 1852, murió Gogol en Moscú, físicamente arruinado e inmerso en un misticismo alucinante luego de arrojar a la hoguera su inconclusa novela Almas blancas.

Friday, October 03, 2014

La encarnación de mi bipolaridad yace en esa sensación tan matutina donde todas las músicas me hablan; una sensación condenada a degenerar en el menhir que se posa sobre mi cuerpo después del mediodía. Por la mañana las letras son mis aliadas, la fuente inagotable, la tormenta de locuras y alucinajes. Por la tarde queda por herencia un pozo seco y soñoliento, unas alas de ladrillo, la certidumbre mi total absurdo. Mezcla rara de linyera y simio; pelo en la espalda y en los hombros, cabeza calva y barba enmarañada, piel de tecato, olor de sudor acre, despierta sobre la cama altar con escaleras de alfombra. Camas pirámides, altares sobrepuestos en donde despierta el mono-pordiosero, dueño de un gato negro (que no pardo) prófugo de Poe. Gato cuyos colmillos poseo. Gato que me persigue al salir de la casa. Gato en el que me transformo.

Thursday, October 02, 2014

La esencia de un mantra tan cacareado como “2 de octubre no se olvida” me remite irremediablemente al “sí se puede” gritado por los aficionados cuando la Selección Mexicana de futbol debe remontar un marcador adverso. En cualquier caso, el par de arengas se hermanan en su condición de frases carentes de sustancia, absolutamente vacías. El “sí se puede” se grita como invocando un milagro, un hecho atípico impulsado por alguna guadalupana chiripa capaz de torcer una larga historia de no se pudo. El “2 de octubre no se olvida” quiere invocar la eternidad de la memoria, la capacidad ciudadana de retener en la mente un agravio, aunque el entorno actual demuestre que aquello siempre estuvo olvidado. Invocar el no olvido en el país de la desmemoria. La gran mentada de madre al “2 de octubre no se olvida” es que las furiosas marchas en memoria de los muertos de Tlatelolco pasan por avenidas que se llaman Gustavo Díaz Ordaz y se efectúan en un país gobernado por los herederos directos del autoritario gobierno que ordenó masacrar a los estudiantes. Toda proporción guardada (y pidiendo disculpas por tan odiosa comparación) sería el equivalente a marchar en memoria de las víctimas del Holocausto sobre una avenida llamada Adolfo Hitler en un país gobernado por un partido nazi. Vaya, cuando los argentinos recuerdan a los desaparecidos de la dictadura, no lo hacen marchando sobre avenidas que se llaman Jorge Rafael Videla en un país gobernado por militares. A Díaz Ordaz y los suyos la apuesta por el método sanguinario les salió a las mil maravillas. El gobierno intentó borrar hasta donde fuera posible las huellas de la masacre. En su paranoia, Díaz Ordaz temía por la estabilidad de su gobierno y en lo más inmediato por la celebración de los Juegos Olímpicos. Después de trapear la sangre y ocultar los cadáveres, las Olimpiadas se celebraron sin contratiempo alguno y todo fue felicidad en el edén del milagro mexicano. Díaz Ordaz se permitió asumir la responsabilidad de los hechos y entregó el poder al delfín de cabeza calva. Poco después le regalaron su embajada en España y murió en una cama de hospital, atormentado sin duda por sus demonios internos, pero no por un carcelero. El PRI siguió gobernando sin que nadie absolutamente haya pagado por aquel crimen. Díaz Ordaz conserva calles, colonias y escuelas que llevan su nombre mientras Luis Echeverría llega tranquilito a la senectud en su casa de San Jerónimo. Aquí no ha pasado nada. Cierto, la sociedad civil es más fuerte y hay una omnipresente opinión pública cacareando a coro en redes sociales, pero la represión y la impunidad siguen existiendo. Tal vez no se podría volver a cometer una carnicería de esas proporciones en un lugar tan céntrico, pero en México siguen existiendo grupos paramilitares que cometen ejecuciones sumarias. Échenle un vistazo a Guerrero y sus normalistas. Ya ni siquiera es preciso comprar medios. En el país de los guerrilleros de Facebook te pueden desaparecer a 43 estudiantes y la única certidumbre es que no va a pasar nada, absolutamente nada. Sí, habrá una portada en Proceso y un “yo acuso” de Aristegui pero al final los hijitos de Díaz Ordaz seguirán recibiendo premios internacionales como estadistas modelo. El único precio que el gobierno ha debido pagar por la masacre de Tlatelolco, es tener que soportar cada año a unos cuantos pandilleritos sinquehacer rompiendo vidrios en memoria de las víctimas. La verdad les salió barato. La mejor prueba de que el 2 de octubre fue olvidado, es el 1 de julio de 2012, cuando millones de mexicanos, armados con su vale de Soriana, le entregaron el poder a Peña Nieto, iguales a esa abnegada esposa con ojo morado y nariz rota que regresa sollozante a entregarse en los brazos de su amado golpeador.

Wednesday, October 01, 2014

Caminar la ciudad. Tomarle el pulso y la temperatura con suelas errabundas. No soy afecto a reglas de oro ni mandamientos, pero cuando algún estudiante de periodismo o reportero joven me pide un consejo, mi primera recomendación es caminar mucho. Si quieres narrar tu ciudad debes caminar sus calles. No recorrerlas en carro, pues cuando pisas el acelerador tus sentidos van concentrados en el tráfico y la luz del semáforo. Hay mil y un historias e imágenes que te pasan desapercibidas cuando vas a bordo de un vehículo. Solo conoce una ciudad quien la camina y lo ideal es caminarla sin rumbo ni objetivo preciso. La mañana del lunes volví a caminar Tijuana. Lo admito: le he perdido el pulso a mi ciudad. Le busqué la mirada y de pronto reparé en que no es la misma. No me pidas detalles o explicaciones concretas. La ciudad tiene otro espíritu, muy diferente al que reinaba en el cambio de milenio. Su esencia ya es otra. Pensé de pronto en la teoría de las generaciones de Ortega y Gasset. Según el filósofo, los relevos generacionales se concretan cada quince años, justamente el tiempo que yo tengo en Tijuana. Los bebés que nacieron cuando yo comenzaba a trabajar en esta ciudad, en la primavera de 1999, hoy son adolescentes y los que eran niños hoy son adultos jóvenes. Dos personas pueden caminar las mismas calles y mirarlas de forma muy distinta. Tijuana es contemplada e interpretada por la mirada de quien tuvo un proceso epistemológico primario muy diferente al de mi generación. No es necesario transformar la cartografía urbana para ir cambiado poco a poco la esencia de una ciudad. Tampoco me pregunten si es mejor o peor. Lo único que puedo decirles es que la ciudad y yo nos miramos de otra forma. En Tijuana la Historia tiene apuro y corre en cámara rápida. La ciudad que se derrite en mi cabeza lentamente deja de existir.