Así como existe un dios de la lluvia y del trueno, de la tierra y la fertilidad, yo proclamo la existencia del dios (o acaso sea el demonio) del primer café del día. En el negrísimo y humeante potaje que bebes cuando las sombras de la madrugada aún cubren la sala, habita un duende, un cheneque o un espíritu terriblemente fértil capaz de desparramar sobre tu cabeza las más alucinadas ideas. Cuidado: ese elixir está embrujado. Algo sé de esas cosas. También he sabido que sólo en el amanecer te puedes sentir perfectamente extraño. Por eso me gusta rondar este límbico territorio. He bebido el primer café de marzo e intuyo que no lo habita un cheneque sino la mismísima Liebre Loca. Marzo ya está entre nosotros. Cuídense de las Idus.
Friday, March 02, 2018
Wednesday, February 28, 2018
Medicina y literatura
La medicina es mi esposa legal, pero la literatura es mi furtiva amante. La frase es atribuida a Anton Chéjov, el gran cuentista y dramaturgo ruso, quien alternó la vocación literaria con el ejercicio de su profesión de médico. Como galeno Chéjov atendió a los más pobres de los pobres en la Rusia zarista de finales del Siglo XIX y no pocas veces trabajó por mero altruismo. Chéjov es tal vez la figura más visible o representativa de una diversa cofradía de médicos literatos entre los que podemos contar a Arthur Conan Doyle, John Keats, Mijail Bulgákov y Somerset Maugham entre otros muchos. En México podemos destacar a Mariano Azuela, padrino de la novela de la Revolución, el poeta y diplomático Enrique González Martínez y el académico Ruy Pérez Tamayo por mencionar sólo un trío. El pasado miércoles tuve la fortuna de compartir la charla con los integrantes de la Sociedad Médica del Hospital Ángeles de Tijuana, quienes tuvieron el detalle de invitarme como orador a su sesión cultural. Si bien tengo ya algún kilometraje recorrido en presentaciones librescas y conferencias, nunca había hablado ante un auditorio conformado exclusivamente por profesionales de la medicina. No es extraño que haya tantos médicos que hayan destacado como escritores. Ellos conviven con una dimensión desnuda y al límite de la condición humana. Por ejemplo, cuando los periodistas hablamos con alguien, a menudo conocemos su dimensión más actoral, el rostro del personaje y no de las persona. El médico, en cambio, conoce a la persona sin velos ni ambages, pues nada es tan brutalmente honesto como un dolor o una enfermedad. Cuando uno va a ver al médico no se anda con poses ni hipocresías. Este reflejo tan puro y crudo de la condición humana puede derivar en la mejor narrativa. De la misma forma que hay médicos que han creado historias geniales, lo cierto es que el profesional de la medicina suele ser un personaje recurrente de la mejor literatura. Pienso en el doctor Pedro Recio, la pesadilla de Sancho Panza, quien somete al pobre escudero a una dieta de lo más estricta durante su breve e iluso periodo como “gobernador” de la Ínsula Barataria. Parece que desde los tiempos de Cervantes había quienes estaban obsesionados con controlar la ingesta de grasas, alcoholes y azúcares. Pienso en el Frankenstein de Mary Shelley, acaso la primera novela que encarnó la obsesión de un hombre de ciencia por devenir en creador de vida humana. Pienso en una novela monumental como La Montaña Mágica de Thomas Mann, cuyo escenario permanente es un hospital para tuberculosos en los Alpes suizos o en el Doctor Zhivago de Boris Pasternak, que narras las turbulencias vividas por un médico en tiempos de la Revolución Rusa. También sigo creyendo que las salas de espera de consultorios médicos son un lugar ideal para improvisar bibliotecas. A menudo los hospitales se convierten en territorios límbicos donde el tiempo de espera es siempre incierto para quien tiene un familiar internado. Hay quienes como Julián Herbert, han escrito una novela desgarradora al pie de una cama de hospital como fue el caso de Canción de tumba, pero hay también quien en esos momentos de angustia e incertidumbre, puede conjurar las horas muertas entregándose al abrazo evasor de un buen libro.
Monday, February 26, 2018
Por fin en mis manos La Máquina de Escribir, el creativo homenaje a Federico Campbell impulsado por Vicente Alfonso y editado por Jaime Muñoz Vargas. Vaya trabajo de orfebrería editorial el que se han aventado mis colegas. Han puesto a navegar a la deriva una nave tripulada por palabras insurrectas, como aquella aventura que concibió Federico hace más de 40 años. El libro encarna el embrujo de la mítica Máquina de los años 70 en donde debutaron Juan Villoro, Carmen Boullosa, Fabio Morábito, Margo Glantz, Coral Bracho, Álvaro Uribe y tantos más. Gracias a Eduardo Flores Campbell y a su esposa Karina por guardarme el envío. Ha llegado el momento de mojar esta máquina en whisky.
El lobo yace en su hora: entre la luz y la oscuridad; entre la razón y el desvarío; entre el párrafo matemático y el arrebato poético. Su negra máquina de escribir que transformó en palabra un torrente de obsesiones deambula en una zona limítrofe, bordeando abismos, conjurando duermevelas.
Federico Campbell es, ante todo, un escritor de frontera. La frontera entre el sueño y la vigilia; entre la memoria y la fábula; entre la calma y el arrebato; dividido y fragmentado; rehén entre literatura y periodismo, ese romance de tormentosa naturaleza, de convivencia casi imposible…