Hay mil y un infiernos individuales. Acorde con la ola privatizadora y la filosofía selfie el infierno es hoy un sitio privadísimo. Sí, cada vez hay más infiernos VIP. Acaso todo este mal desparrame de palabras sea tan solo una infructuosa aspirina exorcista. De los infiernos individuales hablarás más adelante si es que te queda algo de espacio. Ahora vas a hablar de un infierno colectivo.
Es un infierno redundante, una vía dolorosa en permanente reciclaje; es la orilla donde yacen las más macabras de las vidas. Le llaman Avenida Internacional. Es larga, angosta y según tu manera de mirar el meridiano, podrías considerarla como la primera o la última avenida de México. No es un bulevar de los sueños rotos, porque ahí ya ni siquiera se puede soñar. Es más bien un moridero de almas. Al caer la noche suele vestir su falda de sombras siniestras. Sombras mostrencas, perseguidas por las luces látigo de la frontera. Sombras que de un momento a otro serán masa sanguinolenta sobre el parabrisas estrellado de tu carro. Sombras sin vida y sin historia. Sombras (nada más)
Durante largas temporadas has recorrido la Internacional todos los días de tu vida; de ida y vuelta, de este a oeste. La recorres con la música a todo volumen y los ojos bien abiertos. Aceleras creyéndote inmune a su influjo, con la pachorra de quien peina por enésima vez el camino a casa.
A los foráneos en cambio les impresiona; y no es para menos. Es una avenida recta que corre paralela a un muro fronterizo y de inmediato surgen las inevitables evocaciones a Berlín o la franja de Gaza. La Internacional corre paralela a dos muros. El primero es una vieja lámina oxidada, que en la Tormenta del Desierto de 1991 sirvió como improvisada pista de aterrizaje para las aeronaves invasoras que arribaban a Irak. El salitre, el tiempo y los ladrones de metal se han encargado de irla carcomiendo. Varios kilos de ese muro fronterizo han ido a parar a las recicladoras clandestinas de fierro y han sido transformadas en la salvadora dosis tecata o cristalera de cada día. El segundo muro en cambio sí parece infranqueable como la más cruel pesadilla de Guerra Fría. Un muro de piedra gruesa y metal, permanentemente vigilado e iluminado. Un muro colocado ahí para recordarte que en esta frontera no hay cicatriz alguna, sino heridas infectas arrojando pus. Hace algunos años ese fue el sitio por donde hordas de indocumentados corrieron hacia su tierra prometida, pero hoy cruzar por ahí es materialmente imposible. Aun así, todos los rechazados del imperio y los que aspiran a chupar algo de su sangre acaban ahí, a la orilla del muro, inyectándose heroína en los últimos centímetros de suelo patrio, deslumbrados por las luces del helicóptero-abejorro, toreando a los carros en su frenética carrera. Uno de los riesgos permanentes cuando circulas por la Internacional, es atropellar a alguien. Varias veces has estado a punto de hacerlo. Quizá todo automovilista tijuanense tenga alguna experiencia que contar al respecto.
La Internacional es un umbral donde confluyen mundos paralelos. Ante la herida abismo que rebana las dos américas confluye el mundo de un hatajo de sin techos con el de diez mil automovilistas tijuanenses que creen tener una vida y un destino al que siempre tienen prisa por llegar. Esos mundos distantes solo se tocan cuando el cuerpo de un indigente es destrozado bajo las ruedas de un automóvil que corre a 160 kilómetros por hora. Esos mundos se miran cuando el tráfico se vuelve tortuga y los fastidiados automovilistas que circulan a vuelta de rueda ven emerger a la horda como leprosos prófugos de sus catacumbas.
Friday, July 04, 2014
Thursday, July 03, 2014
En un libro que no has leído llamado El loro de Flaubert, Julian Barnes plantea un hipotético decálogo o reglamento para escribir novelas. Uno de los mandamientos con carácter de irrompible, estipula la prohibición de incluir en cualquier trama novelesca a un personaje relacionado con el periodismo. El heroico y quijotesco reportero que desde las sombras lucha contra la corrupción y la tiranía armado con su espada de la verdad, es una de las figuras más patéticas y redundantes de la literatura chatarra, un cliché que a estas alturas ya debería haber pasado de moda. Lo peor del caso, es que hace poco acabas de concluir un amasijo con seis historias en donde el personaje principal es un reportero. Por fortuna no son seres con vocación de superhéroes, sino pobres diablos derrotados por la vida y el ingrato oficio en el que el naufragio de sus vidas los llevó a caer. Seres ridículos con sueños de grandeza que intentan como pueden conjurar su irrenunciable destino de derrota.
Tuesday, July 01, 2014
Ni siquiera tuve tiempo de embarrarme de infierno y tributar con ósculos obscenos a Satanás. El fuego del averno no trajo consigo orgía y abyección; solo una gastritis algo terca y una migraña machacona. No tuve tiempo de arrastrarme por el fango y mirar a los ojos de mis diablos, ni cogí con extraños en habitaciones prostibularias entre rayas adulteradas e infectas jeringas. Sí, siempre ha sido vendedor proclamarte prófugo del pantano y presumir la mierda embarrada cuando buscabas el paraíso al fondo de la letrina. El averno y los pozos de mierda son sitios sexys. Y no, no voy a decir que no fui un explorador más o menos persistente en algún momento, pero el fondo, si es que existe, no llegué a tocarlo. Sí, bebí mucho, tal vez demasiado, pero no tengo en mi arsenal alguna historia capaz de hacer derramar lágrimas en una junta de Alcohólicos Anónimos. No tuve que sentir asco de mi mismo ni observé una luz redentora cuando me regodeaba en la pestilencia. Eso que llaman fondo llegó cuando un tímido whisky casero de viernes por la noche me empezó a mandar directo y sin escalas al yogur y el All bran. Lo más parecido al Aqueronte ha sido un dolor pasado de hijoeputa entre el ojo y el oído derecho (siempre el lado derecho) que irrumpe puntual cada que me da por consumir alcohol, con mención honorífica a los whiskochos. Antes de sentir la cercanía de alguna caricia de rica ebriedad llegan puntuales el retortijón gástrico y la punzada sobre el ojo en ruta hacia el oído. Abrir la cartera e invertir en buenas botellas no me salva de la condena. Ya no hace falta un licor artillero para hacerme parir cheneques. El vicio caducó sin aspavientos; sin necesidad de rehabilitación ni juramentos de enmienda. Dios no ocupó venir a salvarme de bestia alguna. Se conformó con mandar a sus esbirros más burocráticos, esos dolorcitos de cuarentón infestado de spleen. Los infiernos mezcaleros de Lowry hace tiempo son solo cultura libresca.
Monday, June 30, 2014
El eterno dilema de mi pensamiento es la lucha entre el libre albedrío, la aleatoriedad y el destino fatal de tragedia griega. En la superficie y ante el mundo soy un racionalista; un ateo convencido de que tus acciones y omisiones gobiernan el destino (siempre expuestos al capricho de una aleatoriedad adicta al humor negro). Sin embargo, el futbol y la vida se empeñan en escupirme una y otra vez nuestra condición de juguetes y esclavos de una fatalidad irrenunciable. No importa lo que hagas o dejes de hacer. No importa qué tan cerca estés de romper el hechizo y torcer la Historia. Inútiles serán nuestras rebeliones apóstatas pues hagamos lo que hagamos no podremos escapar al brazo ejecutor de nuestro destino. Al personaje de tragedia no le es dado renunciar a su papel. Aunque el cielo esté azul, aunque vislumbres la gloria y la roces con la yema de los dedos, la sombra fatal está ahí; a veces invisible, pero omnipresente. Aún en el minuto 87, con el marcador y el viento a favor, sabía que el manto trágico estaba ahí, listo para cubrirnos. El condenado debe cumplir paso a paso el guión asignado en la tragedia, un guión cada cuatro años más dramático. Cuando llevas dos décadas enteras viendo esa misma historia, cuando puedes recordar exactamente dónde estabas y qué pensaste en cada nueva eliminación desde el día de la graduación de sexto de primaria con Schumacher deteniendo los regalos de Servín y Quirarte en el Estadio Tigre lo único que resta pensar es en la omnipotencia del destino y nuestra condición de juguetes. Un Eterno Retorno siniestro, un Mito de Sísifo en donde la piedra es cada cuatro años más pesada. Y al final, nos quedamos recitando nuestro gran poema nacional, el libro de cabecera de todos los mexicanos llamado Visión de los Vencidos. Una vez más nos queda por herencia una red de agujeros.