Eterno Retorno

Friday, December 21, 2012

ADICCIÓN AL APOCALIPSIS

Millones de seres humanos a lo largo de la historia han creído ver llegar el fin del mundo. Los profetas apocalípticos son algo tan poco original, que hablar de la inminencia del Armagedón acaba por resultar una de las más insoportables formas de tedio. Desde que tengo uso de razón se venden en los supermercados y aeropuertos libros sobre el Apocalipsis que viene. La paranoia apocalíptica que se vive ahora por las supuestas profecías mayas del 21 de diciembre no es en absoluto novedosa. También hace 2 mil años los primeros cristianos pensaban que al mundo le quedaban poquísimas semanas y vieron en los excesos de tiranos romanos como Caligula y Nerón o en la destrucción de Jerusalén a manos de Tito, señales inconfundibles de que la humanidad marchaba directo y sin escalas hacia un infernal abismo del que solo unos cuantos podrían salvarse. Por supuesto no fueron los únicos, pues los habitantes de la medieval Europa del año 1000 estaban seguros de ser los últimos hombres sobre la plana Tierra. Por obvias razones, la Peste Negra que azotó Europa a partir de 1348 fue vista por no pocos como la señal inconfundible de que la raza humana estaba viviendo su hecatombe definitiva. Tomando en cuenta que más de la tercera parte de la población europea murió víctima de esa epidemia fatal, es totalmente entendible que un hombre del Siglo XIV tuviera argumentos para pensar que su mundo se acababa, al menos muchos más de los que se tienen ahora. También es comprensible que el supersticioso Moctezuma viera señales inconfundibles del ocaso del Quinto Sol cuando sus mensajeros le narraron la visión de grandes montañas cargadas de blancos hombres barbados flotando en el mar. Tal vez no fue el fin de la humanidad, pero sí el final del todo poderoso Imperio Mexica. Los profetas de la condena brotan cada cierto tiempo y en nuestra era abundan. Aún recordamos a los ilusos que hablaron de la hecatombe planetaria en 1999 como si el cambio de milenio trajera aparejados a los cuatro jinetes. Ahora lo que está de moda son los falsos intérpretes de profecías mayas, que se han dado a la tarea de vender la teoría del 21 de diciembre de 2012. Si ellos tuvieran razón, entonces esta columna se estará publicando en el penúltimo día de la humanidad. ¿Señales del fin en el horizonte? No, más bien señales de que algo huele a podrido en la humanidad cuando uno se da cuenta que hay seres tan viles que son capaces de matar niños. Lo digo, obviamente, por el asesino de Newtown, cuyo crimen sacudió al planeta sin que el vecino tome cartas en el asunto en materia de legislación de armas, pero lo digo también por los padres de un niñito tijuanense de tres años a quien mataron a golpes, cuyo crimen, por cierto, no pareció importar a nadie, aunque en esta ciudad cada cierto tiempo haya pequeños que mueren en circunstancias casi idénticas sin que nadie haga nada. Parece que esas noticias no nos conmueven ni nos mueven a la acción. ¿Señales del Apocalipsis? No, simples señales de podredumbre humana.

Monday, December 17, 2012

Una historia yace ahí, oculta en las profundidades, dando señales de su presencia, como un río subterráneo que fluye en silencio, como una mina oculta cuya existencia es solo un presagio. Una historia que se insinúa, primero tímida, apenas casual, para después tomarte por asalto, agarrarte del cuello y las patas zarandeándote sin piedad. Una historia que tiene apuro por ser narrada. Una historia que no soporta un “espérame tantito a ver si mañana tengo tiempo e inspiración”. Una historia grosera e irreverente que no se va a tocar el corazón para espetarte: “a ver hijo de tu puta madre, aquí estoy, soy una historia y tú vas a narrarme, quieras o no. Aquí no hay alternativa. Soy una historia y exijo ser contada’’. Aquí no hay de dos sopas. Agua y ajo. He de contar esa historia, aunque me espine la mano.

Estas son mis lecturas (o relecturas) de buró, cómplices de duermevelas e insomnios, eternas aliadas de una lámpara que nunca se apaga. Siempre he tenido lecturas de calle y casa. Por obvias razones, la lectura de calle suele correr más veloz. El día está lleno de tiempos muertos que se diluyen en letras: fila de banco, taxis, salas de espera, la tijuanense línea y ni hablar de esos santuarios de alucinante lectura que son los aeropuertos y aviones. A menudo esa suele ser (aunque no es regla inquebrantable) una lectura de relativa actualidad y peso liviano. Con la lectura de casa, en cambio, lo clásico suele mandar sobre lo moderno y la relectura sienta sus reales. Tengo siete u ocho opciones a la mano en el buró, pues en la noche leo por vil antojo y nunca por método. La disciplina nunca ha sido lo mío, pero de madrugada cedo al más hedonista anarquismo. Últimamente me ha dado por Shakespeare y amanezco con el sabor de haber soñado parlamentos de Lady Macbeth, disertaciones de Montaigne o anécdotas santacatacheras de Gerson, los paraísos e infiernos de Blake (William no Paco) vidas imaginarias y Morfeos que dictan nuevas historias sin cobrar derechos de autor.