Confieso cierta debilidad por los Balcanes. Entre los mil y un países del mundo que me falta visitar, los de la ex Yugoslavia están en los primerísimos lugares de mi lista de los más deseados (hasta ahora lo más cerca que hemos estado ha sido República Checa).
Desde hace algún tiempo me ha dado por leer autores serbios, croatas y montenegrinos. Hace doce años leí Andjela de Vladimir Arsenijevic escrita con el apoyo de la Casa Refugio Citlaltépetl de la Ciudad de México, una guarida de escritores exiliados y perseguidos en sus países de origen. En los últimos tiempos he pepenado buena tinta balcánica en editorial Sexto Piso, donde Milorad Pavic ha sido una grata sorpresa, si bien la serendipia más rara ha sido La boca llena de tierra de Branimir Stepanovic.
Mi última adquisición ha sido una antología de cuentos croatas llamada A todos nos falta algo y pepenada (no podía ser otro lugar) en Libreria El Dia. Son diez cuentos escritos todos después del 2000 por colegas más o menos de mi edad. Hasta ahora una grata sorpresa.
Yo mismo escribí alguna vez mi propio cuento balcánico. Se llama Crevno (rojo en serbio) y se basa en la historia de los hinchas radicales del Estrella Roja de Belgrado que acabaron conformando comandos paramilitares de exterminio durante la guerra civil. Mi personaje ficticio se llama Pedrag Jerkovic, pero incluyo también dos personajes reales: el célebre mafioso Zeljko Raznatovic, el Tigre Arkan, y su esposa, la cantante de turbo folk balcánico Sveltana Raznatovic, conocida como Ceca.
Crevno está entre las decenas de cuentos que nunca he publicado ni hecho por publicar. A estas alturas no sé si alguna vez publicaré el cuento y si alguna vez visitaré la ex Yugoslavia. ¿Qué es más improbable? ¿Qué publique el cuento o que vaya a los Balcanes?
Saturday, January 24, 2015
Wednesday, January 21, 2015
Sucede a veces que una novela negra se escribe sola. La extraña muerte del fiscal argentino Alberto Nisman es tan respetuosa con el canon literario y cinematográfico del thriller político, que hasta el más ortodoxo de los narradores hubiera dudado a la hora de presentar un guión tan estereotípico, tan de manual.
Hasta parece que lo estoy leyendo en la contraportada de un libro premiado en la Semana Negra de Gijón: Un fiscal con las pruebas para involucrar a altos funcionarios de Irán y Argentina en el encubrimiento un crimen terrorista cometido hace 21 años, muere en extrañas circunstancias horas antes de la audiencia. La versión oficial apunta al suicidio, pero la voz de la calle habla de asesinato.
El escenario y la situación son también el non plus ultra de la ortodoxia cuando de novela negra hablamos: Un departamento en Puerto Madero donde el fiscal está solo; una mesa repleta de papeles; un disparo en la oscuridad; una ambulancia a la que se niega el ingreso; un secretario de seguridad que misteriosamente llega a la escena del crimen minutos después del disparo; una custodia que se relaja; una puerta de servicio abierta; un arma ajena para quitarse la vida (cuando el fiscal era dueño de dos pistolas de mayor calibre) ausencia de pólvora en las manos del supuesto suicida; una presidenta que intenta salvarse del desbarrancadero; un país islámico ocultando terroristas y los muertos, los canijos muertos de hace 21 años que no descansan.
¿Cómo escribir una historia que ya se escribió sola? Sí, le queda mucha tarea al periodismo duro y desnudo de Jorge Lanata (que sin duda se tirará a matar) o a la crónica de un Martín Caparrós o una Leila Guerriero. Claro que la ficción detectivesca tiene tarea y en Argentina hay a pasto. Me gusta el policial ortodoxo de Guillermo Orsi o Sergio Olguín o ese pedazo de pulp jarcorero que fue Entre hombres de German Maggiori. Vaya, hasta los mismísimos Borges y Bioy (o Biorges Bustos Domecq) pisaron terrenos detectivescos con Isidro Parodi. Sin embargo, si me dieran a elegir, me hubiera gustado leer esta historia escrita por un Rodolfo Walsh (uno de los no reconocidos padres de eso que llaman Nuevo Periodismo) o un Tomás Eloy Martínez. Lástima.
La muerte de Nieman puede transformarse en un clásico de la no ficción, aunque por ahí se me antojan ciertas licencias literarias: el diálogo interno del fiscal en los minutos previos a la muerte; las voces de sus demonios susurrando al oído; la respiración del posible asesino oculto en las sombras; la cuenta regresiva en la eternidad de los instantes que preceden al disparo; el balazo irrumpiendo en la noche porteña; la sangre oscura sobre la alfombra; la noche de insomnio de la presidenta; las tinieblas que todo lo devoran; los fantasmas que nunca duermen. ¿Quién tendrá la maestría para escribir una historia que ya está escrita? ¿Quién carajos la escribirá?
Tuesday, January 20, 2015
Bomberazo reporteril de emergencia. Correr a Perote, destino final de una travesía por la sierra veracruzana. Mi argumento estéril: yo ya no estoy para estos trotes. Desafiar laderas entre basura y flores mazatecas, saltar entre techos y bardas retando a duelo a la gravedad. Al final el salto, como un Tarzán colgado de una liana hasta llegar a una escuela en donde soy bien recibido y unos analfabetas funcionales son forzados a leer Quevedo. En vil exabrupto de sofista confundo dos autores del Siglo de Oro. Arreglo el desperfecto. El destino era Perote y algún otro pueblo. Iker se carcajea en sueños. De pronto esa ligera angustia por la improductividad: van 19 días, enero ya se nos ha venido encima y yo es hora que no termino un miserable párrafo. Seguiremos informando.
Una vieja avioneta sobre el canal del Río Tijuana. La idea de volar otra vez me parece estéril y redundante. Alguien me hace ver el nuevo propósito. Volaremos sobre un campo militar en afán de localizar 28 cuerpos inmolados. Desde el aire los veremos cubiertos por puercas mortajas ensangrentadas.
Sunday, January 18, 2015
Exilio a Sárdica y Yadivia-Por Daniel Salinas Basave
Hay poemas -o fragmentos de los mismos- cuyo destino es transformarse en eternos compañeros de viaje. De una forma u otra, creo que todos los lectores tenemos ocultos por ahí unos cuantos versos-tatuaje capaces de irrumpir en momentos y escenarios improbables. La poesía se vuelve similar a una tonada pegadiza cuyo tarareo surge así, de repente y sin decir agua va, como un delfín que sale cada cierto tiempo a la superficie del Pacífico en la altamar de nuestra vida. ¿Cuándo y por qué la poesía se vuelve huésped de las profundidades del subconsciente? Mucho tiene que ver el momento de la vida en que es leída por vez primera. Si nos aficionamos a la obra de un poeta en la adolescencia o en la temprana juventud hay altas probabilidades de que una o varias estrofas se queden a vivir en nuestras alforjas. Hay quien navega por la vida armado con un verso de Neruda, de Vallejo, de Lorca, de Machado o de Miguel Hernández. Yo suelo vagar con versos de Gerardo Ortega con la misma obstinación con la que voy a acumulando kilometraje de calle en unos tenis rojos. Nunca he sido un buen lector de poesía ni poseo argumentos críticos para determinar las razones por las que un poema me parece bueno. Lo mismo me ocurre con los vinos. Hay catadores que me hablarán de esencias, aromas y añejamiento en barricas de roble. Yo solo sé que ciertos vinos se llevan bien con mi organismo. Así me sucede con los poemas. Conocí la poesía de Gerardo Ortega en el verano de 1993 y desde entonces se quedó a vivir en la mochila de mis vagancias. Quizá mi recuerdo más añejo de esos poemas sea escucharlos en boca de su autor una tarde de agosto en lo alto del Cerro del Obispado. Las décadas pueden acumularse en nuestra vida, pero para mí la imagen de la poesía orteguiana siempre será ese viejo refugio arzobispal regiomontano construido en el Siglo XVIII, en cuyo oratorio debe haber un Cristo suspendido que se estremece. Desde esos ayeres mis mañanas suelen arrastrar sábanas de nubes y hay espaldas extendiéndose sobre la noche en ciudades perdidas donde habitan tristezas que seducen y rosas empuñadas como espadas vencidas. Acaso bajo el Obispado haya un túnel secreto capaz de llevarme a Yadivia Los poemas pueden llegar a ser pertinaces y acosantes, aunque su esencia es traslúcida y nublada. A tal grado se impregnan en la vida diaria, que mi semana comienza en lunes y acaba en diciembre. Y fue en un atardecer decembrino, con brisas envueltas en playas y reflejos regados en un vestido, que empecé a leer Por qué no vuelves y me dejas en paz, el poemario más reciente publicado por Ortega. No hablo de “nuevo libro” porque creo que lo de Ortega no son piezas mostrencas, sino la obra de una vida. Todas las letras que ha liberado, desde el Fantasma de 1991 a Hijos en 2014 forman parte de un mismo libro y creo que todos los poemas, aun los que no había leído, me dicen algo. Leí Por qué no vuelves y me dejas en paz en una sola sentada, sin levantarme de mi silla, con un solo vaso de Jack Daniels y de pronto tuve la sensación de que llevo más de dos décadas leyendo ese libro. Ahora lo saco pasear la plaza de mi Sárdica imaginaria (tal vez algún día me exilie a la antigua capital del reino búlgaro) para construir mi propio enero y concluir que desde hace veinte años estas letras vuelven para hacerme encontrar algo parecido a la paz.