Me confieso un lector omnívoro. Así como existen animales cuyo organismo digiere lo mismo vegetales que carne fresca o carroña, mi sistema digestivo bibliófilo suele procesar con apetito casi cualquier papel con tinta. La regla no escrita es que sobre el buró puede haber obras gourmet en promiscua convivencia con vil chatarra editorial. Un umbral tan amplio de tolerancia acarrea ciertos riesgos inevitables. La probabilidad de tragar textos podridos que inducen al vómito casi inmediato es amplísima, pero acaso el gusanito que mantiene vivo este vicio es la posibilidad siempre latente de encontrar un diamante en la más insospechada piedra de carbón. Por fortuna en esta adicción no hay reglas inamovibles. De la misma forma que un exquisito producto intelectual de vanguardia puede resultar un bodrio, una novelucha de supermercado sin otro propósito que el entretenimiento puede resultar una agradable sorpresa. La lectura debe ser un acto hedonista. Lo único que justifica el vicio literario es el disfrute. Si en lugar de disfrutar sufres, es mejor dejarlo. Lo importante es tratar de liberarse de prejuicios a la hora de empezar a leer y dejar que el texto hable por sí mismo e intente defenderse solo. Si el texto acaba por naufragar será como consecuencia de su lectura y no de ideas preconcebidas. Esta condición de lector omnívoro y promiscuo ha dado lugar a improbables vecindades en páginas de reseña. Hoy en Biblioteca de Babel hemos puesto a convivir a un producto del underground norteño con un best seller de aeropuerto. Cierto, los separan varios millones de ejemplares vendidos y mientras a uno puedes encontrarlo en la sección de libros de casi cualquier supermercado, al otro debes buscarlo con paciencia en santuarios de bibliófilos exigentes. Da lo mismo: ambos han vivido en amasiato sobre mi buró y a cada uno lo disfruté a su manera.