Eterno Retorno

Saturday, March 08, 2025

CUANDO ANITA YEE APRENDIÓ A LEER EN EL SÓTANO

 


Aunque nació y creció en Mexicali, Anita Yee aprendió a leer y escribir en chino antes que en español.

Formada en el callejón de La Chinesca, la pequeña Anita fue una niña curiosa e inquieta que absorbía y aprendía todo de su entorno.

Entendía y hablaba a la perfección el chino y el español, pero su educación formal no estaba certificada ni acreditada por la Secretaría de Educación Pública y el plantel en donde se formó no era muy convencional que digamos.

Anita Yee estudió en el sótano de la Iglesia Metodista de la Chinesca en donde aprendió las primeras lecciones con maestros chinos que le enseñaban las materias en esa lengua.

“Yo aprendí a leer y a escribir en chino antes que en español y tenía muy buena ortografía, hablaba muy bien los dos idiomas, pero mi escuela fue toda en chino y así aprendí”, nos narra muchos años después Anita Yee.

Todas sus compañeros y compañeros eran también de origen chino, aunque hubo también durante algún tiempo dos niñas alemanas.

Anita fue hija de Rosario Sánchez, una mujer sinaloense oriunda de El Verde, casada en segundas nupcias con Simón, Yee, un inmigrante cantonés.

Años antes Rosario estuvo casada con un chino llamado Bernabé, de quien Anita afirma que era muy apuesto y muy rico, dueño de no pocos comercios en Mazatlán, Sinaloa.

De ese matrimonio nacieron las niñas Carmen y Rosario, pero Bernabé tuvo que irse a China cuando el gobierno de Plutarco Elías Calles expropió sus comercios e inició una persecución contra la comunidad china.

Años después Rosario se volvió a casar y con su nuevo esposo, el migrante chino Simón Yee, dejó Sinaloa para irse a probar fortuna a Mexicali. Fue ahí donde nació Anita el 7 de marzo de 1934, en pleno callejón de La Chinesca, en donde vivían todos los inmigrantes recién llegados de Cantón.

Su formación en los sótanos de la Iglesia Metodista fue la de muchas niñas y niños de origen chino.

Aunque los migrantes asiáticos adoptaban nombres mexicanos y los más jóvenes aprendían muy bien español, la comunidad china se mantenía relativamente hermética en sus costumbres y ceremonias.

En la Chinesca y sus alrededores se hablaba en chino y en las cocinas de los cafés y los restaurantes no había quien hablara español.

La Asociación China de Mexicali llegó a contabilizar unos 15 mil integrantes y en la primera mitad del Siglo XX, el fervor hacia el Partido Nacionalista Chino era palpable en las calles del centro mexicalense.

“Todos los chinos viejos eran del Partido Nacionalista Chino. Ahí frente al café Azteca, en un edificio propiedad de mi papá, era la sede del Partido Nacionalista Chino. Abajo había una café llamado el Sol Radiante y todos se juntaban ahí”, afirma Manuel Ma.

Había dos fiestas al año del Partido Nacionalista que organizaba la Asociación China.

El apoyo a la causa Nacionalista en Mexicali se manutuvo entusiasta hasta 1949, cuando la Revolución Comunista de Mao Tse Tung triunfó y los derrocó

La Asociación China también organizaba la fiesta del Año Nuevo Chino y solían proyectar películas chinas con antiguos proyectores de carrete.

Había dulces, regalos y eran espléndidos a la hora de repartir juguetes entre los niños

Entre los presidentes de la Asociación China destacaron Luis Wong, que era dueño de lavanderías o Julio Yee Cabrera, nieto de Ma Po Lung.

Sin embargo, pese a lo bien organizada que estaba la Asociación China y a lo prósperos que eran los negocios de la comunidad, los comerciantes chinos solían ser reservados y desconfiados a la hora de interactuar con mexicanos y firmar documentos.

Por esa razón, la gran mayoría eran reacios a abrir cuentas bancarias y antes de confiar en instituciones de crédito, preferían guardar el dinero guardado del colchón.

Eso cambió cuando la joven veinteañera Anita Yee entró a trabajar como cajera al Banco Mercantil en la Chinesca, cuyo gerente general era Jesús Legi.

Dado que era la única empleada del banco que sabía hablar en chino, clientes de esa nacionalidad empezaron a perder la desconfianza y se acercaron al banco donde por fin había alguien que los atendía en su idioma.

Con el paso del tiempo Anita acabó siendo la cajera principal del Banco Mercantil, una ejecutiva de cuenta que consiguió acercar a los comerciantes y restauranteros chinos a la institución de crédito.

Una de las cuentas que recuerda haber abierto, fue la de la Abarrotera, uno de los negocios más grandes y prósperos que había en la zona, donde se manejaban millones de pesos y pese a ello carecían de una cuenta bancaria.

“Solo a mí me tenían confianza y solo conmigo se acercaban a abrir cuentas. Así convencí a los de la Abarrotera que tuvieran confianza y se acercaran. Era la cuenta más grande que teníamos”, nos narró Anita Yee.

Una foto promocional de 1956 muestra a la joven Anita de 22 años de edad animando a los clientes a abrir una cuenta y multiplicar sus beneficios.

Siendo empleada del Banco Mercantil, Anita Yee conoció al comerciante guanajuatense Arturo Esquivias con quien se casó y con quien vivió siempre en el primer cuadro de Mexicali.

Hoy, a sus 90 años de edad, Anita recuerda con nostalgia aquellos tiempos en su mundo giraba en torno al Banco Mercantil y su querida Chinesca

Wednesday, March 05, 2025

chilango amanecer


 

Amanece en Reforma. Unas cuatro horas y media de sueño donde la red duermevelera arrojó un paseo por la montaña donde de pronto irrumpía en una ranura de oscurísimo cielo la luz de la luz e iluminaba la nieve y el camino por bajar, como en relato de poder o marcha castanediana mientras dibujaba chuchutrenes en una hoja de papel arrancada a un cuaderno. Apenas medio día estaré en Ciudad de México. Pinta para ser mi visita históricamente más breve a la capital. La vida no piensa esperarnos.

Monday, March 03, 2025

Marzo en su bipolar horizonte

 


Frío es el viento de marzo en su bipolar horizonte. El tercer mes huele a presagio e intuición. Marzo y sus ases bajo la manga. Cualquier chico rato saca uno y te lo arroja sobre la mesa. Por ahora me conformaría con no hacer de mi escritura un reciclaje eterno. Cada que intento pergeñar algo – sea un discurso o un exabrupto bloguero- recurro a mis archivos, apuntando palabras clave para dar con textos previos y la conclusión es terrible: ya todo fue dicho y desparramado. Nada nuevo en el papel. Esto fue todo lo que echó el borracho. Nada nuevo hay por decir. Ventisca marca Liebre Loca de Marzo. La primavera por venir arrastra su sábana presagiosa, su manto de intuiciones coronada de filos cuaresmales. Y todo a media luz de lunes. Iniciamos la semana con focos parpadeantes, energía eléctrica en tres y dos. Moribunda luz del alba; de todas las albas de todos los mundos (moribundos, by the way) Marzante liebresca libresca regodeada en sus Idus

Sunday, March 02, 2025

La inspiración existe?

 


Todos hemos leído aquello de “la  inspiración existe pero ha de encontrarte trabajando”.  Lo dijo Picasso y le creo. Vaya que le creo, aunque al respecto he pasado por distintas fases y he incurrido en contradicciones.  Disculpen el desliz autobiográfico, pero voy a contarles algunas cosas de mi pasado.  De niño  intenté escribir algunos relatos. Recuerdo algo de un barco eternamente a la deriva en donde nacía una nueva comunidad u otro de un mago que huía de su pueblo víctima de  la vanidad de un rey. También un inconcluso intento de gótico ranchero en casa de adobe sobre una mujer llamada doña Elvira, habitante de Villa de García. Como me gustaba mucho leer, lo más natural del mundo me parecía intentar escribir. Si a un niño le gusta ver futbol, lo más coherente es que sienta el impulso de patear  una pelota. Para mí no había nada extraordinario ni fuera de lo normal en aquella inclinación.

Siendo  un vil púber preadolescente también me daba por escribir historias, aunque para entonces eran un poco más picantes. En mis cuadernos escolares escribía relatos en donde los personajes (todos ellos adolescentes regios estudiantes de secundaria) vivían aquellas aventuras  que yo soñaba tener.  Escribía sobre un joven ciclista que le daba la vuelta a México huyendo de la venganza de un cuñado furioso. La dama de la historia, por cierto, se llamaba Carolina, como mi futura esposa.  En esas libretas relataba tórridos romances de catorceañeros que cogían con desenfrenada pasión de conejos sin perder su vocación platónica y cursi. Luis Roberto y Marcela se llamaba mi primera “gran  pareja literaria”, cuyas escenas de sexo explícito rayano en el jarcor   no estaban peleadas con ensoñaciones poéticas en donde la chica era una suerte de idílica  Beatriz o Dulcinea. La cursilería fresa de un colegio privado de San Pedro (de donde al final fui expulsado en segundo de secundaria)  mezclada con las escenas  de los canales porno que los adolescentes regios veíamos furtivamente en aquella ochentera capital de las antenas parabólicas y el Calígula de William Howard que me enseñó cómo las palabras pueden excitar tanto como las imágenes (claro, la lectura de Calígula merecería un capítulo aparte y tal vez hable de ella más adelante).

¿Por qué traigo a colación estas primeras intentonas escriturales? Porque en cierta forma extraño el impulso natural que las animaba. Lo más interesante de aquellos malogrados relatos, era que jamás me pasó por la cabeza publicarlos o siquiera mostrárselos a otra persona. No era por timidez o porque el producto de mis desvaríos me avergonzara. Simplemente no tenía ningún interés en hacerlo. La escritura era un fin en sí misma y se agotaba al ejecutarse.  La movía el mismo impulso  por el cual jugaba (y a la fecha juego)  solitarios partidos en mi futbolito de mesa en  casa. Puro y vil pasatiempo. Escribir me divertía tanto como hacer monos de plastilina.  No pretendía impresionar a nadie ni ganar algo con ello. Era simple y llanamente una escritura onanista cuyo único fin era proporcionarme  un placer inmediato al momento de ejecutarse. Extraño aquella escritura intempestiva porque después de mucho andar, he reparado en que ahí se encuentra la chispa primaria y fundamental que enciende todo el motor. Invoco ahora ese impulso y le rindo culto porque en algún momento de mi vida (hace no mucho) llegué a predicar hacer exactamente lo contrario cuando quise convertirme en una máquina de hacer párrafos y ganar premios.

En algún momento llegué a tener la certidumbre de que los febriles arrebatos iluminados eran propios de aspirantes a poeta lunático y maldito que nunca llegarían a nada y que la clave para tener éxito estaba en convertirse en un obrero de la escritura.  Tomar como parámetro las convocatorias y trabajar siempre con plazos, límites,  un mínimo y un máximo de páginas. Al carajo con la inspiración. Escribir es exactamente igual a ser un albañil o un carpintero, proclamé a los cuatro vientos. Tuve la certidumbre de que la única causa de los naufragios literarios yacía en la manía de sublimar la escritura al deseo.

Mi formación como reportero me ayudó mucho a seguir al pie de la letra esa fórmula. Cuando trabajas en un periódico aprendes a trabajar duro y producir resultados aún sin gramo de inspiración. Aprendes que el cierre no puede esperar, que la nota sale porque sale y que 500 palabras son 500 palabras, no 510 o 490. Aprendes a eliminar paja innecesaria, a ir al grano, a decir más con menos. Esa actitud de productor en serie me fue muy útil en el periodismo y es fundamental en los libros por encargo (sí, también trabajo a petición de parte y como un buen carpintero, le entrego al cliente un mueble con las medidas solicitadas).

A la fecha lo sostengo: si de verdad quieres dedicarte profesionalmente a esto, entonces debes transformarte en un obrero, un minero capaz de picar piedra por largas horas, pero ojo, no basta. Vaya que no basta. La chispa que enciende ese motor capaz de trabajar por horas debe ser la misma que me llevaba en la adolescencia a escribir por escribir, por el puro y vil placer onanista de hacerlo, sin esperar llegar a nada. Se puede trabajar maquinalmente y hace falta un engranaje un poco robótico para la talacha, pero el cimiento y la sustancia, el flujo vital de una creación yace en el deseo.