Eterno Retorno

Saturday, June 01, 2013

LA FRAGILIDAD DE LOS CUERPOS DSB

Uno de los recuerdos más antiguos e impactantes de mi vida, archivado en esas profundidades del subconsciente donde yacen las pesadillas, tiene que ver con la muerte de un hombre bajo las ruedas de un tren. Un anciano que solía recoger la basura en la colonia donde yo vivía, fue despedazado por el ferrocarril que pasaba frente a mi casa. Su carretilla había quedado atorada en las vías y el hombre prefirió inmolarse antes de ver destrozada su herramienta de trabajo y sustento. Yo tenía cuatro años edad y el recuerdo permanece. Tal vez por tocar esa fibra ancestral fue que me impactó tanto La fragilidad de los cuerpos, una novela sobre personas que mueren aplastadas por los trenes. La literatura universal ha inmortalizado a un bello cuerpo que termina desmembrado bajo el ferrocarril: el de Ana Karenina. Sergio Olguín no es Tolstoi, pero si hay un punto fuerte que hace atractiva y más que disfrutable la historia que nos cuenta, es su personaje femenino, Verónica, una sui generis mujer maravilla que irremediablemente nos cae bien, aunque sepamos de antemano que no conviene enamorarse de ella. Promiscua, bebedora, impulsiva, caótica y aficionada a los hombres casados. Una chica adorable. A la fecha he leído tres libros de Sergio Olguín (Lanús, Oscura Monótona Sangre y La Fragilidad de los Cuerpos) y a su favor puedo decir que va en franca tendencia ascendente en mi gusto, pues cada nueva entrega me ha agradado más que la anterior. Para andar sin rodeos, diré que La fragilidad de los cuerpos es el mejor libro que he leído de este colega porteño, periodista de formación. No estamos ante una novela innovadora o de vanguardia. Ni su lenguaje, ni su narrativa, ni la atmósfera creada resultan algo revolucionario, pero estamos ante una historia muy bien contada; un relato entretenido y amigable donde como en tantas novelas, el héroe (en este caso heroína) ejerce el periodismo con un aura quijotesca. La historia comienza así: una tarde cualquiera, un maquinista se quita la vida arrojándose al vacío desde las alturas de un edificio. Su nota suicida habla de la imposibilidad de vivir con el trauma de las cuatro personas que han muerto bajo las ruedas de ferrocarriles que él conducía. Este suicidio es el hilo negro del que Verónica, reportera curiosa, arrojada y bastante ambiciosa, parte para sumergirse en el mundo de los ferrocarrileros bonarenses y encontrar más desgracias e infortunios que delicias. En las vías mueren muchas más personas de las que informan las noticias. Lo peor del caso, es que desde hace algún tiempo suelen aparecer niños parados en medio de los rieles durante la noche. La presencia de esos pequeños que aguardan estáticos a trenes que corren a alta velocidad, se ha convertido en la peor pesadilla de los maquinistas, pero nadie sabe su origen, hasta que llega la superchica Verónica a desenmarañar el misterio y descubrir que hay algo podrido en el reino ferrocarrilero. Claro, la novela tiene uno que otro elemento hollywoodesco, uno que otro pasaje donde uno como lector acaba por no creerle al narrador, pero Olguín sabe tensar la cuerda y mantener el suspenso. Fuerte carga sexual, un buen aderezo de violencia, cierto toquecito de denuncia social, algún guiño a la comicidad. Olguín por fortuna no es pretencioso y eso se le agradece. Jugó sus cartas narrativas con los elementos que posee en su arsenal y ganó la apuesta.

Friday, May 31, 2013

TAIBO EN TIJUAS

Se volvió ateo, porque dentro de las iglesias no dejan fumar; le ganó a Enrique Krauze un debate sobre la existencia de El Pípila; nació en Asturias pero se siente mexicano y es padre de Héctor Belascoarán, el detective más célebre de la novela policiaca mexicana. Por si fuera poco, es capaz de dar cuatro conferencias en un día y medio con firma de libros incluida; con ustedes Paco Ignacio Taibo II El asturiano-mexicano sostuvo una intensa gira por Tijuana y Ensenada donde charló y contó anécdotas, contestó cualquier cantidad de preguntas, firmó decenas de libros y fumó mil y un cigarros Con una camiseta del escudo nacional en donde se puede leer en torno al águila la frase “Estamos Jodidos Mexicanos” y armado únicamente de su rico anecdotario y su vasta cultura general, Paco Ignacio Taibo logró envolver a sus respectivos auditorios con su charla amena y dicharachera. Procedente de la feria LeaLA en Los Ángeles, Taibo tuvo una fugaz e intensa incursión por Baja California, a donde regresará dentro de dos semanas para participar en la Feria del Libro de Tijuana. Taibo exhortó a la concurrencia a contarse la Historia de México de una manera amena, sabrosa, pues los gobernantes ofrecen una versión descafeinada y sosa de los caudillos que forjaron la Patria. Hay un desconocimiento y un desinterés total de los políticos mexicanos por conocer su verdadera Historia y una tendencia a restar legitimidad a los próceres populares como Pancho Villa, que hicieron la revolución desde abajo. Entre anécdotas de un Benito Juárez bailador; de un Pancho Villa que entregó a los maestros de México el primer aguinaldo de su historia; de un cura Hidalgo bravo y seductor, Taibo fumó un cigarro tras otro y se dio tiempo para responder cuanta pregunta se le hizo y firmar cuanto libro le pusieron delante.

Pájaros amarillos

La Guerra de Irak ya ha inspirado su primer clásico y se llama Los pájaros amarillos. Su autor, el joven Kevin Powers, tiene alma de poeta antes que de narrador. Kevin es un veterano de la guerra de Irak. A sus 21 años fue enviado al frente de batalla, aunque su manera de narrar contrasta con lo que uno podría imaginarse de un libro sobre un conflicto que aun no pierde actualidad. La estructura no es la de una obra de denuncia o crónica periodística testimonial sobre la guerra. De hecho lo primero que sorprende de Los pájaros amarillos es su lenguaje. Su narrativa evidencia al buen lector de poesía que debe ser Powers. Vaya, tiene más alma de poeta que de cronista bélico. Su libro no consiste en describir las atrocidades de la guerra, denunciar a Bush como un genocida o revelar si los iraquís tenían o no armas químicas. La cara oculta de la guerra de Irak representó la apoteosis de la blogósfera y la militancia activa pacifista, sin embargo en Los pájaros amarillos no hay, por fortuna, ni pizca de Michael Moore o Wikileaks. En la novela de Kevin Powers la guerra es ante todo un viaje interior, un sumergirse en el corazón de las tinieblas del alma humana. De entrada, llama la atención la manera en que su prosa dota de personalidad a la guerra, como si fuera un ente vivo, un espectro ingobernable e insubordinado a la voluntad de los hombres. También el paisaje y los elementos adquieren vida propia. Las descripciones del entorno son de pronto asaltadas por una imagen poética. Sí, estamos en 2004, en ciudades iraquís convertidas en pueblos fantasmas tapizados de cadáveres, pero el relato de Powers podría ser el relato de cualquier conflicto bélico. Lo que trasciende no son las batallas o los actos “heroicos”, sino la manera en que la guerra se mete en el corazón y en la mente del soldado. La guerra es un hecho concreto, pero es también un estado psicológico. La novela de Powers va dando saltos en el tiempo, pero la guerra es omnipresente, aun cuando el soldado no esté en el campo de batalla. Primero la guerra es la sombra que se intuye, la gran fatalidad abismal hacia donde los soldados se dirigen. Después la guerra es el martirio bajo un sol verdugo; los mil y un cuerpos anónimos despedazados; la inminencia de la propia muerte; la absoluta vulnerabilidad de un cuerpo frágil. Al final la guerra se vuelve un fantasma terco, un compañero de viaje molesto, un insomnio perpetuo; la guerra como enfermedad incurable. La narrativa de Powers puede prescindir de denuncias concretas o manifiestos por la paz. La guerra es ataviada con el traje del absurdo y el sinsentido. Los pájaros amarillos es también una novela sobre la amistad, sobre el impulso por proteger al otro aunque sea casi un desconocido. Es también (y acaso por eso me sedujo) el dilema entre las cartas marcadas de un destino tirano e irrenunciable en donde el mártir de batalla no puede renunciar a su papel, o el capricho de una aleatoriedad ciega y juguetona donde unos centímetros o unos segundos son la diferencia entre estar vivo o muerto. Acaso un drama tan antiguo como la humanidad.