No es común que alguien mencione a Horacio Castellanos Moya como su autor de cabecera o su influencia determinante y sin embargo, el salvadoreño es uno de los pocos autores contemporáneos a los que soy obsesivamente fiel y de los que suelo pepenar todo lo que se me cruza por el camino. Justo es señalar que el Bernhard cuscatleco jamás me ha dejado abajo. Desde que leí El arma en el hombre allá por el 2001, he pepenado todo (o casi todo) lo suyo y hasta ahora no me he decepcionado, pero parece que el cambio de editorial ha incluido un cambio de ritmo. Moronga es el primer libro que publica con Random House y es por mucho el que tiene un arranque más lento. Parece que el sopor y la modorra de los campus estadounidenses se ha impregnado en sus páginas. No es una mala novela, pero carece de la pulpa jarcor de las anteriores. Eso sí, lo bueno de ser un lector tan fiel de una obra completa, es que puedo captar sus guiños a personajes y escenas de anteriores novelas. Casi toda la obra de Castellanos Moya (y no solo la trilogía de los Aragón) puede leerse casi como una saga y al final tiene el sabor del reencuentro con un amigo que vuelve a recalentar las mismas anécdotas frente a un vaso de cerveza.
Thursday, September 13, 2018
Los relatos cuya trama y escenario tienen que ver con un escritor latinoamericano aburriéndose en un campus estadounidense podrían ser casi un subgénero en sí mismo. Todos los narradores que han sido profesores visitantes en universidades gringas, tarde o temprano tienden a crear su novela autobiográfica y la realidad es que salvo algunas excepciones, tienden a ser novelas medio sosas. Es como si la pachorra y la esencia descafeinada de las universidades gabachas se contagiara al ritmo de la narración. He llegado a creer en la posibilidad de emitir un teoría: cuando el escritor latinoamericano se va a Estados Unidos a dar clases, su narrativa de ficción se amodorra. Es difícil imaginar un brote de jarcor narrativo en un entorno universitario gabacho
De todas las novelas sobre escritores hispanos aburriéndose en aulas gringas, mi favorita es por mucho Ciudades desiertas de José Agustín. Me gustó El camino de Ida de Piglia, pero me quedaron a deber Purgatorio de Tomás Eloy Martínez, La materia del deseo de Edmundo Paz Solán, los cuentos de Hipotermia de Enrigue, Moronga de Castellanos Moya (no es mala, pero es la más lenta de sus novelas) o Javier Marías con Todas las almas (aunque aquí hablamos de Oxford y no del gabacho, la temática y la atmósfera son casi idénticas).
Ando un poco peleado con el largo aliento en este año.
Y de la misma forma que antes escribía obsesivamente sobre la vida, delirios e ilusiones rotas de los reporteros, creo que ya tengo vivencias como para escribir desde este lado literario. Un Vientos de Santa Ana, pero de escritores, no de periodistas.
Siempre dije que nunca escribiría un libro sobre escritores, pero a veces creo que es inevitable. De hecho traigo aún una idea muy embrionaria.
Mis verdaderas obsesiones a menudo tienden más a lo ensayístico, aunque a veces una situación o un entorno me disparan la idea de una historia. En cualquier caso, creo que me costaría horrores apostar por una historia sin lugar ni cronología. Debe ser el vicio reporteril tan encarnado en mi psique, pero me aferro a construir narrativas siempre con lugar y fecha determinada.
Me está costando de cualquier manera. No soy un tren corriendo con marcha firme como en el 2015 en que trabajaba a mil con engranaje preciso de relojero. Desde el Gabo llevo viviendo un año de montaña rusa, de subidas y bajadas emocionales, de situaciones inéditas, de autocuestionamientos muy duros. Tengo que poner el tren sobre la vía y volver a pensar y trabajar como obrero.
Tengo nuevas ideas, algunas inspiradas en el reciente viaje a Portugal. Entornos y situaciones un tanto más universales, ya no tan regionalista, pero me cuesta bajarlo a la pantalla. Funcionan bien incubándose en mi cabeza, pero a la hora de traducirlos al primer párrafo la emoción se empantana.
Algunas pasiones y aficiones han ido quedando atrás. Antes, por ejemplo, compraba muchísimos discos, pero desde 2010 dejé de comprar. Iba a muchísimos conciertos, pero eso ha ido menguando. Lo que de plano sigue siendo igual de intenso es la pepena de libros. No hay semana en que no ingrese por lo menos un nuevo ejemplar a la biblioteca. Es, en todo el sentido de la palabra, una adicción fuera de control. Lo peor es que me he vuelto un lector disperso e indisciplinado. De morrito agarraba clavos pasionales con determinado autor y no paraba hasta agotarlo. Hoy leo cinco o seis libros a la vez, pero de manera aleatoria y dispersa, en terrible desorden.
También compro libros que ya tengo solo por el gusto de disfrutarlos en una bella edición, cosa que antes nunca hacía.
Algo que también me está sucediendo, es que cada vez leo más poesía. Ando un poco peleado con el largo aliento en este año.
Wednesday, September 12, 2018
Di que vienes de allá, de un mundo raro (manda decir José Alfredo) y la verdad es que este mundo de los libros me parece a veces rarísimo, bizarro y tragicómico. A veces ordinario y predecible, pero siempre con un as bajo la manga.
Sunday, September 09, 2018
De pesos y centavos
Alguien, con un sentido muy utilitario de la vida y una ética típicamente protestante, le dijo a Paul Auster que uno sólo se puede llamar así mismo escritor en el momento en que gana algún dinero por lo que escribe. Antes de ello sólo se es un aspirante o un soñador.
¿Cuántos de los potenciales poetas o narradores que empeñan su fe en un taller literario logra exprimirle un centavo a la escritura? ¿Cuántos logran cobrar cien pesos a cambio de un texto literario? ¿Cuántos pueden vender el libro que se auto editaron y recuperarle algo al dinero gastado en la imprenta? No es sencillo. Durante muchos años yo gané un magro sueldo de reportero pero ni por la cabeza me pasaba que algún desvarío literario pudiera generar un peso.
Si aplicara a mi vida el criterio rajatabla del consejero de Auster, entonces yo me convertí en escritor el 23 de septiembre de 2010. Presenté mi libro Mitos del Bicentenario y esa misma noche vendí casi cien ejemplares y me embolsé más de 11 mil pesos en pura vil morralla. Menos de tres meses después, el 8 de diciembre, recibí una llamada para decirme que acababa de ganar el Premio Estatal de Literatura Baja California. Un modestísimo certamen con una retribución de 25 mil pesos que en aquel entonces me supieron a gloria.
Cuando en octubre de 2014 gané los 200 mil pesos del Premio Bellas Artes Malcolm Lowry sentí que aquello era una anomalía del universo. ¿Cómo se podía generar tanto dinero por un manuscrito incapaz de interesar a nadie?
Cuando los 300 mil pesos del Premio Bellas Artes José Revueltas se transformaron en una camioneta Honda CRV, sentí por vez primera algo parecido a la abundancia.