Tecatos hay que caen en tentación y retornan a la heroína después de más de una década de abstinencia. Más o menos así me siento ahora que recaigo en Irvine Welsh. Alguna vez, en mis tempranos veinte, fui un junkie del narrador escocés. Durante mi época de reportero en El Norte y durante mis primeros dos o tres años tijuanenses había altas probabilidades de encontrarme con un libro de Welsh bajo el brazo. Vaya, con decirles que la primera reseña libresca que publiqué en mi vida, en el ya lejano verano del 2000, fue sobre Éxtasis, tres relatos de amor químico y la titulé Carpe diem encapsulado. Mi relación con Welsh arrancó en 1996, justo en el otoño en que visité Escocia, y obvia aclarar que mi debut fue con Trainspotting. Seguí con Acid House, Éxtasis, Cola y después, como no queriendo mucho la cosa, lo fui poco a poco dejando atrás. El aficionado más célebre del Hibernian FC fue relegado y otras adicciones literarias ocuparon su lugar. Olvidé que los vicios duermen pero no mueren. Diez u once años después de mi última lectura de Irvine, retorno a los barrios bajos de Edimburgo con Skagboys, la ochentera precuela de Trainspotting escenificada en el punto álgido de thatcherismo más radical. La hooliganesca Bretaña pre- raver, donde Exploited, GBH y los anarcopacifistas de Crass eran el soundtrack. Espero no haya tanta tachita techno-trance noventera y sí una buena dosis de hard-core punketo de vieja guardia. Por lo pronto, las primeras 45 páginas anticipan puños cerrados y narrativa jarcorera con la dosis de negrísimo humor que es marca de la casa. Ni modo, yo creía superado este vicio pero los centros de rehabilitación y las tribunas de AA suelen infestarse de reincidentes. ¿Quién atiende una severa recaída en Irvine Welsh?
Saturday, August 01, 2015
Friday, July 31, 2015
En la cima del cerrito de libros que me acompaña en ese valle del caos llamado carro, se ubica Extrañando a Kissinger del israelí Etgar Keret y uno de los Lados B de Nitro Press, entre otros tantos ejemplares. Cuando debo hacer cualquier tiempo de espera en el vehículo (ir a recoger a Iker a la escuela, por ejemplo) suelo leer un cuento. Los de Keret son ideales, pues en menos de diez minutos te chutas un par. En el buró acostumbro también tener relatos cortos (Ficciones de Borges es omnipresente y a menudo tengo algún compilado estilo Libro de la imaginación) pues acaso arrastro aún ese vicio infantil de no poderme ir a dormir sin un cuento. Para no ir más lejos, la primera vez que tuve contacto con Cortázar, Revueltas, Arreola y José Agustín, fue en la antología El cuento hispanoamericano de Seymour Menton que mi madre tenía en casa. En los últimos días he estado leyendo en desorden los relatos de Kentucky Club de Benjamín Alire y el noir gringo de Akashic compilado por Océano. Ni modo, soy cuentero, ¿qué chingados le vamos a hacer si ya nací así? Me pasa la lectura Blitzkrieg. Por supuesto que no le hago ascos a la novela regordeta (justo anoche comencé Skagboys de Welsh) pero la vibra en las carreras de largo aliento es muy distinta. Para compañeros de viaje nada mejor que los paquetitos de relatos. Sin embargo, tengo entendido que el cuento es casi tan mal vendedor de libros como el ensayo y la poesía y por ello las editoriales lo tratan como a un leproso. Cosa rara, pues entiendo que Keret (amado por los hipsters y los morritos) es el autor que mejores dividendos deja a Sexto Piso. Yo me pregunto ¿de verdad es tan novelera la raza? ¿A poco se la pasan leyendo Guerra y Paz, Terra nostra o El hombre sin atributos? ¿Cuántos lectores reales ha tenido La broma infinita de Wallace? Vaya contradicción, pues desde hace años escucho a mil y un funebreros perorar la muerte de la novela, pero sucede que las editoriales no aceptan otra pinche cosa. También sería bueno ponernos a revisar con Harold Bloom y sus discípulos cuál es el verdadero canon del cuento. ¿De verdad podemos llamar novela a las creaciones de César Aira? Yo tengo relatos de 20 mil palabras a los que he inscrito con buena fortuna en certámenes de cuento, pero a la hora de promoverlos he cometido el grave error de marketing de no llamarlos novela corta. Ya en serio: ¿Alguna editorial podría compartir las aplastantes cifras de ventas con que la novela supuestamente sepulta al cuento? ¿No será una idea preconcebida? ¿En qué se basa ese comportamiento del de por sí atípico consumidor de lectura? Admito que poquísima gente compra un libro de poesía, pero no sé si haya un lector que diga “yo solo leo novelas pero ni por casualidad toco los cuentos”. En fin, muchas más dudas que certezas raza.
Thursday, July 30, 2015
La gran resaca de la Ilustración
No encontré la islamofobia por ninguna parte en Sumisión, la cacareada, discutida y anatemizada novela de Michel Houellebecq, el libro que irá irremediablemente asociado por siempre al atentado contra la revista Charlie Hebdo en París. Siendo Houellebecq un personaje tan odiado por el islamismo radical, alguien que no haya leído la novela bien puede imaginársela como la narración de un escenario apocalíptico de terrorismo talibán, con lapidaciones de mujeres adúlteras en la Plaza de la Concordia y hogueras de libros heréticos en la Sorbona. Tal vez se sientan decepcionados por no encontrar la esperada blasfemia, pero la realidad es que los adoradores de Alá no son los villanos en Sumisión. Aquí los ridiculizados son los políticos e intelectuales franceses en su egolatría e incapacidad para ofrecer soluciones ante el derrumbe económico y social del país. Malparados quedan Marine Le Pen del Frente Nacional, Francois Hollande y la fragmentada izquierda francesa, que acaba en plan colaboracionista con los musulmanes. La irrupción pacífica y por la vía democrática de un gobierno islámico moderado encabezado por un personaje de nombre Ben Abbes, es reflejada como una consecuencia natural de la parálisis e incompetencia de los gobiernos laicos. El muy houellebecquiano personaje de Sumisión es un académico especializado en la obra del escritor Joris-Karl Huysmans, un sui generis místico simbolista del tardío Siglo XIX promotor de un radical pesimismo a lo Schopenhauer que en los últimos y muy dolorosos años de su vida buscó refugio en la Iglesia Católica. Tal como dicta la marca Houellebecq, este profesor es un incurable solitario incapaz de establecer relaciones afectivas, un crepuscular intelectual aficionado a las prostitutas de lujo que se siente irremediablemente extraño en el mundo. Un personaje que al igual que Huysmans, acaba yendo a buscar refugio, respuestas y consuelo en un monasterio católico. Los hechos ocurren en la Francia del año 2022 cuando una elección presidencial enfrenta en segunda vuelta al Frente Nacional de Marine Le Pen y a un emergente partido llamado Hermandad Musulmana liderado por Ben Abbes, que acapara una quinta parte de las simpatías del electorado y logra sumar el apoyo de los decepcionados socialistas. Lo increíble es que la irrupción del gobierno islámico no es traumática ni genera mayores resistencias en el país de la libertad y la igualdad. Agotados o embotados, los hijos de Voltaire acaban admitiendo con cierta aburrida indiferencia que la nueva autoridad musulmana tome control de la educación y despida con excelentes liquidaciones a todos los profesores que no acepten convertirse a la religión del Corán. Las minifaldas dejan de verse por las calles de París y las mujeres poco a poco van siendo confinadas al hogar, pero fuera de ello todo parece marchar sobre ruedas con el nuevo gobierno. Las multimillonarias monarquías petroleras del Golfo Pérsico ofrecen derrochadores subsidios a la nueva educación universitaria musulmana mientras el gabinete de Ben Abbes se concentra en otorgar apoyos y alternativas frente al desempleo y en impulsar la economía familiar. La novela de Houellebecq puede ser leída como una gran sátira pero también como una advertencia. Después de todo, el escenario que plantea tampoco es descabellado ni imposible. Sumisión, al igual que Las partículas elementales o La posibilidad de una isla, parece narrar el naufragio o la gran resaca del Siglo de las Luces. Tras embriagarte de tu libertad y tu tolerancia te queda como botín una cruda monumental y una absoluta incapacidad de hacer frente al futuro. Al igual que los personajes de La montaña mágica de Thomas Mann o el Harry Haller de Hesse, los houellebecquianos son los nuevos ángeles caídos del gran paraíso racional, los hormonales fatalistas nacidos o abortados por el delirio narcisista de una sociedad que buscó su cielo en el individualismo. Cuando la razón y la libertad naufragan, siempre quedará la religión como el analgésico más potente, la más deseada de las drogas.
Sunday, July 26, 2015
Bajo un cielo tan rojo
En el reino de la ultraviolencia no hay marcas fugaces ni tatuajes temporales. Existe una cartografía trazada con huellas y cicatrices que van conformando el mapa de un cuerpo, de una familia o de una sociedad entera. En cada duelo, en cada destino torcido y en cada esperanza rota yace una narrativa silenciosa. Dentro de los mil y un libros que intentan describir, explicar o acaso exorcizar el baño de sangre en el que México yace inmerso desde hace más de una década, pocos han sido capaces de desentrañar esa callada narrativa como lo hace Rojo semidesierto, escrito por el zacatecano-tijuanense Joel Flores. Más allá del gore barroco y la búsqueda eterna de inverosímiles conspiraciones que abarrotan las mesas de narco novedades en las librerías de aeropuerto, queda el a menudo invisible tejido de esas almas rotas condenadas a enfrentar en silencio a sus demonios en interminables noches de insomnio. Ese es el tejido que conforma la narrativa de Joel, un escritor que prescindiendo de todo vestigio de morbo o tremendismo, es capaz de reflejar en cada página la omnipresencia del horror, como un fantasma siempre al acecho que todo lo impregna. En su arquitectura narrativa Joel apuesta a la sobriedad y la pulcritud. No hay en su prosa arrebatos ni desboques y sí en cambio una precisión casi matemática. Apuesta al párrafo corto y el punto y seguido es fiel compañero de viaje escritural. Su esencia es puramente apolínea. Rojo semidesierto, obra con la que ganó el Certamen Internacional de Literatura Sor Juana Inés de la Cruz en 2012, se conforma por catorce cuentos aunque puede leerse también como una novela en viñetas. Hay vasos comunicantes entre esas historias aparentemente inconexas en donde todos los personajes acaban hermanados por la huella de la violencia en sus vidas. En la manera de titular sus relatos (o acaso deba llamarlos capítulos) se refleja esa vocación por lo coral: Los que lloran, Los que regresan, Los que apestan, Los que sobreviven. La pluralidad de sus catorce estampas encarna en un mismo cuerpo lacerado y vejado a perpetuidad por el horror. El amigo de juventud que retorna de la prisión, la prima que conjura el cáncer en el delirio místico, los adolescentes que sellan la eternidad de su amistad en los trancazos, los sicarios que aguardan pacientes a la víctima en una esquina, todos ellos bajo la sombra omnipresente de La Compañía, que al igual que el horror en el conradiano Corazón de las tinieblas, está siempre ahí aunque no se le nombre. La historia particular de Rojo semidesierto podría perfectamente inscribirse en ese anecdotario colateral al origen de las grandes obras. Cuando recibió la llamada en donde se le notificaba que un jurado integrado por Beatriz Espejo, Alberto Chimal y Eraclio Zepeda declaraba a Rojo semidesierto ganador del Sor Juana Inés de la Cruz, Joel fue el más sorprendido, pues ni siquiera tenía idea de que su libro estaba compitiendo. Fue su pareja, Flor Cervantes, quien en secreto inscribió la obra al certamen. Poco después siguió el Premio Juan Rulfo para Primera Novela 2014 por Nunca más su nombre. Hay una suerte de detector o sexto sentido que permite ubicar a aquellos escritores que están en plena ebullición, con el termómetro de la creatividad marcando fuego. Se nota a leguas que Joel es un escritor que está trabajando muy duro, un relojero disciplinado quien consagra no pocas horas diarias a su vocación. Intuyo que Rojo semidesierto y Nunca más su nombre es solo el principio de un camino de vida.