11 de Septiembre chileno (una lectura shakespeareana)
Uno de esos clichés que empieza a volverse un clásico de esta fecha, es el del “novedoso” que sale a decir que el verdadero 11 de septiembre fue el del 73 en Chile y no el del WTC. Un aburrido y estéril debate entre izquierda y derecha. Más allá de ceder a la tentación de caer en las odiosas comparaciones entre onces septembrinos (los azares de mi vida mochilera me han llevado a estar lo mismo en La Moneda que en Zona Cero y charlar a fondo con chilenos y neoyorquinos por igual) voy a aventurar una lectura simbólica (o digamos shakespeareana) del pinochetazo. Más allá de la cortedad de un debate entre quién fue el bueno o quién fue el malo o si soy de izquierda o de derecha, quiero ver el tema del asalto a La Moneda en su dimensión de drama o tragedia entre sus dos personajes principales. En ese sentido, creo que Augusto Pinochet le dio un gran regalo a Salvador Allende. Le regaló la inmortalidad y la gloria, que no es poca cosa. Le regaló un martirio épico, teatral; una inmolación cargada de símbolos. Pinochet se encargó de transformar a Allende en poema y a la izquierda siempre se le ha dado bien la poesía.
Seamos brutalmente honestos: en septiembre de 1973 el gobierno de Allende se pudría como un cuerpo leproso. Incluso dentro de la misma Unidad Popular (una suerte de coalición Frankestein de fuerzas de izquierda) había una inocultable fragmentación, por no hablar de un franco enfrentamiento. La caída de Allende hubiera acabado produciéndose por simple inercia y sin derramar sangre. Varias veces estuvo a punto de renunciar. Cierto, mucho influyó el cerco financiero y la asfixia ordenada desde la Casa Blanca por el diabólico Henry Kissinger. Mucho influyó la cizaña sembrada desde El Mercurio por Agustín Edwards y la aristocracia chilena, pero lo cierto es que el gobierno de Allende era ya un barco a medio hundir en el 73. Era cuestión de esperar para que se hundiera por completo, pero en esta gran tragedia araucana, Pinochet decidió jugar el rol de traidor y reservar a su enemigo el papel de mártir, y el martirio, lo sabemos muy bien, todo lo redime. El martirio lava los errores y perdona los pecados. El mártir es por naturaleza impoluto y adquiere una piel semejante a la de los dioses. Pinochet, tan católico él, no fue capaz de darse cuenta que la Historia beatifica a los mártires. Nuestra cultura cristiana nos ha enseñado a idolatrar a quien es inmolado. No hay santidad sin sacrificio. Pinochet, al igual que Victoriano Huerta, traicionó y después mató, pero el asesinato que cometió, (a diferencia del asesinato de Madero ordenado por Huerta) no fue en un callejón oscuro simulando un intento de fuga, sino en el gran centro neurálgico de Chile, transformado en un escenario propio de tragedia. El Palacio de la Moneda en llamas, bombardeado por siniestros aviones, mientras el último paladín de la democracia resiste solitario fusil en mano, después de haberse despedido de la nación en un discurso-poema trasmitido por la última radio libre. Traición, últimas palabras, fuego en el palacio, sangre ofrendada. Víctor Jara cantando con los brazos mutilados, Pablo Neruda agonizando en Isla Negra, Santiago ensangrentado. ¡El 11 de septiembre chileno es tan shakespereano! Allende aceptó su papel de mártir y creo que en sus horas finales intuyó su inmortalidad. Como Sócrates ante la cicuta o Jesucristo ante la cruz, Allende supo que para construir el gran templo de su posteridad era preciso optar por la inmolación y no por la supervivencia. Cuatro décadas después, Julio Scherer se sigue quebrando la cabeza buscando evidencias técnicas para demostrar que la muerte de Allende fue un asesinato y no un suicidio. ¿Haría la diferencia quién disparó la bala final? En cualquier caso la inmolación o autoinmolación de Allende fue propia de un héroe. A Chile le aguardaban 17 años de oscuridad, pero para Allende las alamedas se abrían en el momento mismo en que hizo de La Moneda su propio altar de sacrificio. ¿De qué le servía a Allende salvarse? ¿Para envejecer y oxidarse en un exilio cubano? ¿Vivir para ver a la distancia cómo Chile gritaba en la cámara de tortura? Allende prefirió transformarse en poema. Pinochet en cambio no supo administrar su posteridad. Cierto, ganó el poder pero en el drama shakespereano su papel de asesino y traidor era ya irrenunciable. Quiso pasar a la historia como el hombre que salvó a Chile del cáncer marxista, pero una vez cometida la traición ya no hay vuelta atrás. Pregúntale a Macbeth, Augusto. Aunque no son pocos los chilenos que recuerdan con nostalgia y gratitud al dictador, Pinochet estaba condenado a la peor de las muertes y ésta no es por cierto el asesinato o la tortura, sino la muerte senil. ¿Quién dice que llegar a viejo es una bendición? No hay gloria alguna en morir en una silla de ruedas, perseguido, condenado, detestado.
No hay cielo ni infierno; sólo posteridad. La única redención posible es saber quedarse con el papel de héroe en el gran drama de la Historia. No cabe duda: administrar la posteridad y saber morir a tiempo es una de las bellas artes. DSB