Fue en el umbral entre la noche del jueves 25 y la madrugada del viernes 26 de junio de 1998. El verano regio comenzaba con ganas de incinerar todo a su paso, la luna tenía fiebre y la canija aleatoriedad, pasada de caprichosa, me llevó hasta el patio del Café Iguana en donde de paso por la ciudad estaba ella, la niña de los rizos de muñeca y la mirada profunda. Tenía algunos años sin verla, pues ella había dejado Monterrey. Nuestro primer encuentro, seis años antes, había sido enmarcado por una disputa musical en el otoño del 92: Santa Sabina vs Crass. Ganó ella por supuesto. La conocí a sus 14 años y ahora tenía 20. Había viajado para un trámite relacionado con su titulación. Yo era un reportero que intentaba devorar el mundo desde la redacción de El Norte y me había vuelto adicto a esa droga dura llamada periodismo. El encuentro fue casualidad pura, pero la charla fluyó con vocación de embrujo y la madrugada, con cara de eternidad, se fue deshojando mientras nos contábamos nuestras vidas. Nos dimos el primer beso al amanecer. Mentalmente nunca volvimos a separarnos. 365 días después, el sábado 26 de junio de 1999, nos casamos en Tijuana. Desde aquel primer beso con la primera luz, hemos compartido más de 7 mil amaneceres y el ritual se alimenta cada mañana. El nuevo día inicia siempre con beso y un café. Hemos vivido en tres casas distintas y dormido en infinidad de hoteles en los 16 países que hemos recorrido juntos. Llevamos 20 años charlando y siempre tenemos algo que decirnos. Nadie en este mundo me ha conocido como ella ni ha mirado tan profundo en mi interior. Nadie me ha tenido tanta fe ni me ha levantado del piso con tal convicción. A nadie nunca he amado ni voy a amar así. No es parte de mi vida; es mi vida y si en alguna mala noche alguien ha creído poder hacer mínima sombra, sólo puedo decir que esa persona está jodida y está pendeja. Lo que hemos construido tiene la constancia del sol, la fuerza del mar, la terquedad de las olas bravas. Ya sumamos la mitad de nuestra existencia juntos. Hemos conocido la cuesta arriba y alguna vez la vida ha enseñado los dientes, pero la luna de miel gana por goleada y la aleatoriedad sigue sacando ases bajo la manga. El sábado en la mañana yo la aguardaba afuera de un quirófano y el domingo por la noche yacíamos literalmente perdidos en los extraños caminos del valle vinícola. Que 20 años no es nada ya me ha quedado claro. También sé que es preciso atesorar cada instante y consagrar cada nuevo día en carpe diem. Por ahora, sospecho que el Sol tiene intenciones de seguir saliendo y las olas del Pacífico no piensan dejar de retumbar. Así nosotros, así la vida.
Te amo.