Aunque en el pasado he cometido algunos actos de barbarie, he intentado - en la medida de lo posible- no escribir poesía después de Auschwitz. Por ello le he mandado preguntar a Theodor Adorno si no le parece el non plus ultra de lo bárbaro e inconsciente invitar a una presentación libresca después del triunfo de Trump. Sí, ya sé que el horno no está para bollos y el ánimo en la frontera no es el mejor, pero resulta que en estas horas aciagas le he dado la bienvenida a mi nuevo libro y lo voy a presentar en sociedad. Hoy a las 5:30 de la tarde, Martín Camps y yo presentaremos El lobo en su hora. La frontera narrativa de Federico Campbell, prologado por el gran Élmer Mendoza. Este libro, que el año pasado se ganó el premio Bellas Artes José Revueltas, es la relectura de uno de los escritores cuya obra más ha influenciado e inspirado mi trabajo, el único capaz de deslizarse con maestría en el misterioso umbral que separa el conflictivo matrimonio entre periodismo y literatura. Conforme pasa el tiempo reparo con mayor claridad en lo mucho que le debo al ejemplo de Federico Campbell. Mi novela Vientos de Santa Ana no se explicaría sin su influencia. El libro lo presentamos (por supuesto) en la sala Federico Campbell del Cecut en el marco del Felino. Me hubiera gustado trabajar con más tiempo esta invitación y lo deseable sería no estar tan ofuscado por el suicidio político del vecino, pero El lobo en su hora ya está aquí y es tiempo de presentarlo. Hace unas horas he recibido mi primer ejemplar y esta tarde quiero compartirlo con ustedes.
PD- Otro detalle más sobre este ensayo: además del prólogo que tan generosamente escribió Élmer, El lobo en su hora es el primero (y probablemente vaya a ser el único) de mis libros en donde funjo como fotógrafo. La imagen de portada la tomé yo en la biblioteca de Federico en un anochecer de agosto en que el diluvio universal se tomó demasiado en serio su papel. Un lustro después de aquella tarde diluviana este libro está a punto de zarpar. Están ustedes cordialmente invitados.
El lobo yace en su hora: entre la luz y la oscuridad; entre la razón y el desvarío; entre el párrafo matemático y el arrebato poético. Su negra máquina de escribir que transformó en palabra un torrente de obsesiones deambula en una zona limítrofe, bordeando abismos, conjurando duermevelas.
Federico Campbell es, ante todo, un escritor de frontera. La frontera entre el sueño y la vigilia; entre la memoria y la fábula; entre la calma y el arrebato; dividido y fragmentado; rehén entre literatura y periodismo, ese romance de tormentosa naturaleza, de convivencia casi imposible. La arena del reloj ha caído; la muerte tendió su manto.
Federico Campbell se va transformando en memoria, acaso en personaje de ficción.
Thursday, November 10, 2016
Wednesday, November 09, 2016
La ceremonia de la autodestrucción
Me aterra releer El mundo de ayer, la autobiografía que Stefan Zweig dejó en herencia luego de su suicidio en Brasil. Me aterra, porque ninguna obra refleja con tal claridad a la ilusa humanidad de principios del Siglo XX. El positivista ser humano de la Belle Epoque se creía un alumno aventajado de la Historia, alguien vacunado contra los infortunios de la guerra y el fanatismo. En los primeros meses de 1914, nadie en el mundo occidental hubiera concebido en su visión más infernal el gran altar de sacrificios en que se transformó el Siglo XX. Nadie en la bucólica Viena de Klimnt hubiera creído posible un Hitler, un Stalin o un hongo atómico sobre Hiroshima. La humanidad había aprendido de sus errores.
Dado que escribo de madrugada, inmerso aún en los efectos de once aviones y ocho ciudades en las últimas tres semanas, podría ceder a la tentación de creerme inmerso en una angustiante pesadilla. Será cuestión de ir a dormir de nuevo y despertar por la mañana con la mente despejada y taza de café en mano, escribir sobre un mal sueño en el cual los Estados Unidos cometían suicidio disparándose con un rifle de balas expansivas, cuyos proyectiles y esquirlas devastan todo a su paso. El día de ayer retornamos de Los Ángeles tras ofrecer una serie de charlas y lecturas en universidades estadounidenses como parte del proyecto Intinerarte, ligado al Festival de la Literatura del Noroeste. Fue un retorno de tráfico lento y cansancio acumulado y mientras el sol otoñal se iba desparramando sobre el Pacífico californiano la pantalla de mi teléfono iba arrojando inquietantes resultados preliminares del proceso electoral estadounidense. El conteo iniciaba con el atardecer y Donald Trump empezaba a tomar ventaja sobre Hillary Clinton. Aún confiado e iluso, creí que sería cuestión de horas para que la cordura tomara su cauce, pero al entrar a Tijuana luego de una larga fila, las votaciones empezaban a tomar una coloración rojiza y aquello empezaba a tener tintes de fiebre a la alza. Por la noche en el Cecut recibí los dos primeros ejemplares de mi nuevo libro, El lobo en su hora. La frontera narrativa de Federico Campbell que presentaremos este jueves por la tarde en el marco del Felino. La llegada de un nuevo “hijo” de papel y tinta suele ser motivo de fiesta y regocijo, pero creo que nunca antes había recibido a un vástago literario con el ánimo tan derrumbado. Poco después de las 22:00 la pesadilla empezaba a tomar forma en la pantalla de mi computadora, pero aún me negaba a creerlo hasta que el sueño simplemente me venció. Tres horas después, a la 1:30 de la mañana, desperté inmerso en un sobresalto y en acto reflejo extendí la mano hasta mi buró en donde reposaba el iPad. La pantalla arrojó sin piedad ni contemplaciones la página del diario El País y entonces irrumpió el resultado fatal como la punta de mil y un cuchillos: 290 votos electorales para Trump, 228 para Clinton. Como suele suceder cuando recibo una noticia devastadora, el primer impulso es escribir. Pronto serán las tres de la mañana y acaso un resquicio de mí se aferra a creer en la posibilidad de la pesadilla. Dentro de unas horas se desatará un diluvio editorial de teorías y explicaciones. Hoy sólo acierto a pensar que la democracia, como el libre albedrío, contempla el suicidio entre sus posibilidades. El ser humano siempre podrá consumar una democrática ceremonia de autodestrucción y la de este 8 de noviembre en los Estados Unidos es la más cruel que hemos vivido el mundo moderno. Alumnos reprobados por esa maestra de la vida llamada Historia, hoy nuestros vecinos se han arrojado voluntariamente a un pozo de inmundicia que nos ahogará a todos. He vuelto a pellizcarme y no, no es una pesadilla.