Cuarto dìa en Campo de Mayo. Hace unos momentos un tanque nos acaba de pasar por encima en el sentido más literal de la palabra. Una prueba de resistencia consistió en acostarse en vertical mientras en un tanque de guerra pasaba por arriba de nosotros. Pasamos toda la tarde montados en tanques de guerra. Antes, habìamos sorteado explosiones en un campo minado, lo que incluyó el lanzamiento de una granada y la explosión de un carro. Ayer volamos en un helicóptero e la Fuerza Aérea Argentina y la noche del lunes fuimos perdidos en el bosque. Lo único que escasea son las horas de sueño, pues he dormido poquísimo y ni siquiera lo siento. En total dedicamos unas 17 o 18 horas al día al curso con clases teóricas por la mañana y prácticas en la tarde-noche. Quien crea que he venido de vacaciones está rotundamente equivocado. Hoy nos espera otra noche de perros. Somos 34 periodistas de todos los rincones de América. Los más numerosos son el contingente argentino, brasileño y mexicano, aunque hay gente de Colombia, Ecuador, Venezuela, Bolivia, Paraguay, Uruguay, Guatemala y Perú. A mi e toca llevar en alto la bandera de la esquina Norte de este maravilloso continente. Seguiremos informando.
Wednesday, November 26, 2008
Monday, November 24, 2008
Campo de Mayo Buenos Aires. Poco tiempo, poquìsimo en realidad. El diario de viaje se ha escrito todo en Moleskine. Apenas he dormido y si a los 18 años me salvè del servicio militar, esta semana sabrè lo que es vivir como soldado. Una incursiòn al Nuevo Gasómetro en el Bajo Flores para ver a Lorenzo perder 1-3 con Lanús y una Quilmes frente al Obelisco en la Nueve de Julio han sido mis ùnicas dos distracciones. Desde el domingo estoy encuartelado.
Diario de viaje en Moleskine.
En el avión, volando sobre Los Andes: Te arrojas al vacìo, a la caricia del caos, al crepúsculo y su abrazo. Amanece en algún punto en los meridianos de ninguna parte. Los minutos se complacen jugando a la irrealidad, a no asimilar del todo el instante. Vuela un jet, hacia el Sur. Sentir hasta resistir el karma de vivr al Sur. Hoy es 22 de noviembre y no podrìa apostar si es una mañana de otoño o primavera mientras volamos por cielos sudamericanos y por la ventanilla contemplo Los Andes.
Previo a mi ingreso al “Seminario Periodismo en Ambientes Hostiles” en Campo de Mayo, me pidieron una semblanza de la situaciòn actual del periodismo en Tijuana.
Recordaremos el 2008 como el año en que el chaleco antibalas se transformó en un instrumento de trabajo para los reporteros de Frontera. Cierto, el periodismo en Tijuana jamás ha sido un oficio seguro, pero no es exagerado afirmar que nunca como ahora se había vuelto tan riesgoso. La amenaza latente de ser víctima de alguna agresión de parte del crimen organizado o mandos policíacos corrompidos como represalia a alguna publicación, es algo con lo que de una u otra forma hemos convivido siempre. Lo que por desgracia se ha vuelto cotidiano, sobre todo para fotógrafos y reporteros policíacos, es encontrarse en medio de fuegos cruzados y cubrir de cerca cruentos combates propios de una guerra. Desde un tiempo para acá, las calles de Tijuana se han transformado en campo de batalla.
Si creemos al píe de la letra lo dicho por su cuestionada acta de nacimiento oficial, Tijuana fue fundada el 11 de julio de 1889. Es una ciudad adolescente, casi una niña de sólo 119 años y no es exagerado o subjetivo afirmar que en los últimos tres meses ha vivido sus días más sangrientos en más de un siglo de historia.
Desde hace poco más de dos décadas Tijuana vive tiempos violentos, pero en las últimas doce semanas el derramamiento de sangre y el pavor social han llegado a niveles barrocos. Al momento de escribir estas palabras (21 de noviembre de 2008) se han cometido más de 600 asesinatos en lo que va del año, pero la mitad de ellos han ocurrido desde septiembre a la fecha. En promedio se comete un asesinato cada tres horas y media, aunque por desgracia la muerte ha dejado de tener contrato de exclusividad con la mafia, de la misma forma que el secuestro dejó de ser un cáncer de gente rica. Tiroteos con armas de alto poder en céntricas avenidas, comandos negros paseando a sus anchas por las calles y secuestros contra pequeños comerciantes o profesionistas de ingresos modestos se han transformado en el día a día una ciudad en donde son cada vez más los inocentes que pierden la vida.
La versión simplista, aquella que busca reducir todo a un dos más dos son cuatro, concluye que estamos en medio de la fase más violenta de una guerra entre mafias. Los maltrechos restos del otrora todopoderoso Cártel Arellano Félix defienden con uñas y dientes la plaza frente a la invasión del Cártel de Sinaloa. Hoy estamos viviendo en el ojo de este sangriento huracán que arroja cada día racimos de muertos en presentaciones cada vez más dantescas. Cuerpos decapitados, descuartizados, sumergidos en ácido se han convertido en la sobremesa cotidiana de las familias tijuanenses. Pero más allá del simplismo de una disputa entre corporaciones del crimen, la realidad es que la cultura de la violencia se expande como una epidemia que infecta a todos los estratos de la sociedad fronteriza. Sería erróneo pensar, como pretende el gobierno, que todas estas muertes obedecen a la guerra de exterminio entre cárteles. Condenada por su geografía, Tijuana siempre ha sido y será una joya codiciada por el narcotráfico. Sin embargo, la sintomatología del crimen en 2008 es harto distinta a la que se vivía en la década de los noventa, cuando el Cártel Arellano Félix se embriagaba en las mieles de su poder como amo señor de la región. Sí, en esa época había violencia, se cometían ejecuciones y la mafia marcaba la pauta, pero Tijuana era, pese a todo, una ciudad en donde se podía habitar sin tener al miedo como compañero omnipresente. Todo empezó a cambiar a principios del nuevo milenio. En febrero de 2002 muere asesinado Ramón Arellano Félix, brazo amado del cártel. Un mes después es capturado su hermano Benjamín, líder operativo y financiero del grupo. La organización jamás se recuperará de estas pérdidas. El remate se da el 16 de agosto de 2006, cuando en las costas de Baja California Sur, en supuestas y poco creíbles aguas internacionales, es capturado Francisco Javier Arellano Félix, “El Tigrillo”. Para entonces Tijuana era ya territorio de más de un cártel y los negocios de la mafia habían modificado su giro. El secuestro había desplazado al narcotráfico como la actividad más lucrativa y la venta al menudeo de drogas sintéticas en las calles de la ciudad se había vuelto tan importante como la exportación de granes cargamentos a los Estados Unidos.
Los secuestros derivaron pronto en un éxodo sin precedentes. Los hombres de negocios y empresarios que se salvaron de ser plagiados huyeron a la vecina ciudad de San Diego. Cientos de negocios cerraron sus puertas y las colonias residenciales se transformaron en cementerios en donde en lugar de cruces hay letreros de “se renta”. Pronto, los pequeños comerciantes, los médicos, los restauranteros y profesionistas cuyos ingresos mensuales no superan los 3 mil o 4 mil dólares empezaron a ser las víctimas de los secuestradores. Muchos han sido asesinados pese al pago del rescate. La paranoia social desatada por los plagios, ha coincidido con una oleada de delitos tales como asaltos a bancos y comercios, cometidos por delincuentes cada vez más jóvenes, casi niños. A la par, la Encuesta Nacional de Adicciones refleja un alarmante incremento en el consumo de drogas como la metanfetamina o “crystal” y la heroína. De ser ruta obligada de la droga rumbo a Estados Unidos, Tijuana se transformó en lucrativo mercado.
En este escenario social y con las corporaciones policíacas totalmente superadas o descaradamente infiltradas por criminales, es como se ejerce el periodismo en Tijuana. En las últimas doce semanas, solamente pudimos presumir un día en donde lograron transcurrir 24 horas sin una ejecución. El promedio en estos tiempos es de seis o siete ejecutados por día, aunque ha habido jornadas en donde hemos tenido hasta 18 ejecuciones en un solo día. En la portada de nuestro periódico hay un espacio permanente, un cintillo superior en donde aparece el número de muertos de la jornada, que siempre se incrementa a punto del cierre de edición. Lo más grave es que la mayoría de estas ejecuciones se cometen en la vía pública, en transitadas avenidas y en los fuegos cruzados casi siempre pierde la vida un inocente.
La primera vez que sentí que mi vida corría verdadero peligro y tuve que arrojarme pecho a tierra, fue la mañana del 18 de abril de 2007, cuando el Hospital General de Tijuana fue tomado por un comando armado de sicarios que intentó rescatar a unos compañeros heridos previamente en una balacera. El nosocomio permaneció tomado por espacio de seis horas en las que el parque del comando no se agotó. Increíblemente, pese a que debieron enfrentar a más de 500 soldados, al menos dos sicarios lograron escapar.
El 2008 comenzó con funestos presagios. El 13 de enero, justo frente a la redacción de frontera, un comando de asaltantes que habían robado un camión de valores (después supimos que eran policías) se enfrentó a tiros con la fuerza pública. Desde nuestras oficinas pudimos presenciar la batalla a unos metros de distancia. Esa misma noche, comandos armados acudieron a las casas de los jefes de la policía que habían detenido a los asaltantes y los asesinaron junto con sus familias, niños incluidos, en sus respectivas recámaras. Cuatro días después, se libró el combate más cruento hasta ahora y el que marcó un antes y después en las anécdotas de los reporteros tijuanenses. Un comando de secuestradores enfrentó al Ejército Mexicano desde una residencia conocida como “la casa de la cúpula”, ubicada en una zona habitacional-comercial, justo frente un jardín de niños. Nunca se había vivido una batalla tan intensa en Tijuana. Acostados bajo automóviles, sorteando miles de balas, fotógrafos y camarógrafos realizaron la cobertura. Fue a raíz de la balacera de la cúpula cuando en Frontera decidimos adquirir los chalecos antibalas como parte de las herramientas de trabajo para reporteros y fotógrafos policíacos. Tristemente, el 2008 nos ha dado demasiadas ocasiones para volver a utilizar esa prenda. Los días 14 y 17 de septiembre, estallaron motines en la Penitenciaría de Tijuana. El primero arrojó un saldo de cinco muertos y se dio durante la hora de la visita dominical. El segundo motín fue mucho más cruento aún. Francotiradores de la policía abrían fuego desde los edificios aledaños o desde un helicóptero, mientras que la batalla se desarrollaba en dos frentes. Por una parte los presos amotinados desde el interior de la penitenciaría y por otra los familiares, que en las calles aledañas enfrentaron a la Policía. Aquello fue un infierno en a tierra que arrojó un saldo de 19 muertos. Los motines de la penitenciaría inauguraron una era de terror en Tijuana que no parece tener fin. Concluyo este escrito en un café de la calle Corrientes en Buenos Aires. El tiempo se me viene encima y sólo imagino desde la inmensa lejanía los hechos violentos que mis colegas han cubierto este día en la ciudad donde el chaleco antibalas se ha vuelto tan indispensable como la pluma para los reportros.
Daniel Salinas Basave
Diario de viaje en Moleskine.
En el avión, volando sobre Los Andes: Te arrojas al vacìo, a la caricia del caos, al crepúsculo y su abrazo. Amanece en algún punto en los meridianos de ninguna parte. Los minutos se complacen jugando a la irrealidad, a no asimilar del todo el instante. Vuela un jet, hacia el Sur. Sentir hasta resistir el karma de vivr al Sur. Hoy es 22 de noviembre y no podrìa apostar si es una mañana de otoño o primavera mientras volamos por cielos sudamericanos y por la ventanilla contemplo Los Andes.
Previo a mi ingreso al “Seminario Periodismo en Ambientes Hostiles” en Campo de Mayo, me pidieron una semblanza de la situaciòn actual del periodismo en Tijuana.
Recordaremos el 2008 como el año en que el chaleco antibalas se transformó en un instrumento de trabajo para los reporteros de Frontera. Cierto, el periodismo en Tijuana jamás ha sido un oficio seguro, pero no es exagerado afirmar que nunca como ahora se había vuelto tan riesgoso. La amenaza latente de ser víctima de alguna agresión de parte del crimen organizado o mandos policíacos corrompidos como represalia a alguna publicación, es algo con lo que de una u otra forma hemos convivido siempre. Lo que por desgracia se ha vuelto cotidiano, sobre todo para fotógrafos y reporteros policíacos, es encontrarse en medio de fuegos cruzados y cubrir de cerca cruentos combates propios de una guerra. Desde un tiempo para acá, las calles de Tijuana se han transformado en campo de batalla.
Si creemos al píe de la letra lo dicho por su cuestionada acta de nacimiento oficial, Tijuana fue fundada el 11 de julio de 1889. Es una ciudad adolescente, casi una niña de sólo 119 años y no es exagerado o subjetivo afirmar que en los últimos tres meses ha vivido sus días más sangrientos en más de un siglo de historia.
Desde hace poco más de dos décadas Tijuana vive tiempos violentos, pero en las últimas doce semanas el derramamiento de sangre y el pavor social han llegado a niveles barrocos. Al momento de escribir estas palabras (21 de noviembre de 2008) se han cometido más de 600 asesinatos en lo que va del año, pero la mitad de ellos han ocurrido desde septiembre a la fecha. En promedio se comete un asesinato cada tres horas y media, aunque por desgracia la muerte ha dejado de tener contrato de exclusividad con la mafia, de la misma forma que el secuestro dejó de ser un cáncer de gente rica. Tiroteos con armas de alto poder en céntricas avenidas, comandos negros paseando a sus anchas por las calles y secuestros contra pequeños comerciantes o profesionistas de ingresos modestos se han transformado en el día a día una ciudad en donde son cada vez más los inocentes que pierden la vida.
La versión simplista, aquella que busca reducir todo a un dos más dos son cuatro, concluye que estamos en medio de la fase más violenta de una guerra entre mafias. Los maltrechos restos del otrora todopoderoso Cártel Arellano Félix defienden con uñas y dientes la plaza frente a la invasión del Cártel de Sinaloa. Hoy estamos viviendo en el ojo de este sangriento huracán que arroja cada día racimos de muertos en presentaciones cada vez más dantescas. Cuerpos decapitados, descuartizados, sumergidos en ácido se han convertido en la sobremesa cotidiana de las familias tijuanenses. Pero más allá del simplismo de una disputa entre corporaciones del crimen, la realidad es que la cultura de la violencia se expande como una epidemia que infecta a todos los estratos de la sociedad fronteriza. Sería erróneo pensar, como pretende el gobierno, que todas estas muertes obedecen a la guerra de exterminio entre cárteles. Condenada por su geografía, Tijuana siempre ha sido y será una joya codiciada por el narcotráfico. Sin embargo, la sintomatología del crimen en 2008 es harto distinta a la que se vivía en la década de los noventa, cuando el Cártel Arellano Félix se embriagaba en las mieles de su poder como amo señor de la región. Sí, en esa época había violencia, se cometían ejecuciones y la mafia marcaba la pauta, pero Tijuana era, pese a todo, una ciudad en donde se podía habitar sin tener al miedo como compañero omnipresente. Todo empezó a cambiar a principios del nuevo milenio. En febrero de 2002 muere asesinado Ramón Arellano Félix, brazo amado del cártel. Un mes después es capturado su hermano Benjamín, líder operativo y financiero del grupo. La organización jamás se recuperará de estas pérdidas. El remate se da el 16 de agosto de 2006, cuando en las costas de Baja California Sur, en supuestas y poco creíbles aguas internacionales, es capturado Francisco Javier Arellano Félix, “El Tigrillo”. Para entonces Tijuana era ya territorio de más de un cártel y los negocios de la mafia habían modificado su giro. El secuestro había desplazado al narcotráfico como la actividad más lucrativa y la venta al menudeo de drogas sintéticas en las calles de la ciudad se había vuelto tan importante como la exportación de granes cargamentos a los Estados Unidos.
Los secuestros derivaron pronto en un éxodo sin precedentes. Los hombres de negocios y empresarios que se salvaron de ser plagiados huyeron a la vecina ciudad de San Diego. Cientos de negocios cerraron sus puertas y las colonias residenciales se transformaron en cementerios en donde en lugar de cruces hay letreros de “se renta”. Pronto, los pequeños comerciantes, los médicos, los restauranteros y profesionistas cuyos ingresos mensuales no superan los 3 mil o 4 mil dólares empezaron a ser las víctimas de los secuestradores. Muchos han sido asesinados pese al pago del rescate. La paranoia social desatada por los plagios, ha coincidido con una oleada de delitos tales como asaltos a bancos y comercios, cometidos por delincuentes cada vez más jóvenes, casi niños. A la par, la Encuesta Nacional de Adicciones refleja un alarmante incremento en el consumo de drogas como la metanfetamina o “crystal” y la heroína. De ser ruta obligada de la droga rumbo a Estados Unidos, Tijuana se transformó en lucrativo mercado.
En este escenario social y con las corporaciones policíacas totalmente superadas o descaradamente infiltradas por criminales, es como se ejerce el periodismo en Tijuana. En las últimas doce semanas, solamente pudimos presumir un día en donde lograron transcurrir 24 horas sin una ejecución. El promedio en estos tiempos es de seis o siete ejecutados por día, aunque ha habido jornadas en donde hemos tenido hasta 18 ejecuciones en un solo día. En la portada de nuestro periódico hay un espacio permanente, un cintillo superior en donde aparece el número de muertos de la jornada, que siempre se incrementa a punto del cierre de edición. Lo más grave es que la mayoría de estas ejecuciones se cometen en la vía pública, en transitadas avenidas y en los fuegos cruzados casi siempre pierde la vida un inocente.
La primera vez que sentí que mi vida corría verdadero peligro y tuve que arrojarme pecho a tierra, fue la mañana del 18 de abril de 2007, cuando el Hospital General de Tijuana fue tomado por un comando armado de sicarios que intentó rescatar a unos compañeros heridos previamente en una balacera. El nosocomio permaneció tomado por espacio de seis horas en las que el parque del comando no se agotó. Increíblemente, pese a que debieron enfrentar a más de 500 soldados, al menos dos sicarios lograron escapar.
El 2008 comenzó con funestos presagios. El 13 de enero, justo frente a la redacción de frontera, un comando de asaltantes que habían robado un camión de valores (después supimos que eran policías) se enfrentó a tiros con la fuerza pública. Desde nuestras oficinas pudimos presenciar la batalla a unos metros de distancia. Esa misma noche, comandos armados acudieron a las casas de los jefes de la policía que habían detenido a los asaltantes y los asesinaron junto con sus familias, niños incluidos, en sus respectivas recámaras. Cuatro días después, se libró el combate más cruento hasta ahora y el que marcó un antes y después en las anécdotas de los reporteros tijuanenses. Un comando de secuestradores enfrentó al Ejército Mexicano desde una residencia conocida como “la casa de la cúpula”, ubicada en una zona habitacional-comercial, justo frente un jardín de niños. Nunca se había vivido una batalla tan intensa en Tijuana. Acostados bajo automóviles, sorteando miles de balas, fotógrafos y camarógrafos realizaron la cobertura. Fue a raíz de la balacera de la cúpula cuando en Frontera decidimos adquirir los chalecos antibalas como parte de las herramientas de trabajo para reporteros y fotógrafos policíacos. Tristemente, el 2008 nos ha dado demasiadas ocasiones para volver a utilizar esa prenda. Los días 14 y 17 de septiembre, estallaron motines en la Penitenciaría de Tijuana. El primero arrojó un saldo de cinco muertos y se dio durante la hora de la visita dominical. El segundo motín fue mucho más cruento aún. Francotiradores de la policía abrían fuego desde los edificios aledaños o desde un helicóptero, mientras que la batalla se desarrollaba en dos frentes. Por una parte los presos amotinados desde el interior de la penitenciaría y por otra los familiares, que en las calles aledañas enfrentaron a la Policía. Aquello fue un infierno en a tierra que arrojó un saldo de 19 muertos. Los motines de la penitenciaría inauguraron una era de terror en Tijuana que no parece tener fin. Concluyo este escrito en un café de la calle Corrientes en Buenos Aires. El tiempo se me viene encima y sólo imagino desde la inmensa lejanía los hechos violentos que mis colegas han cubierto este día en la ciudad donde el chaleco antibalas se ha vuelto tan indispensable como la pluma para los reportros.
Daniel Salinas Basave