Los atentados terroristas en París han sacado a la superficie lo peor de la condición humana. Me sorprende y enferma comprobar, una vez más, que esa droga llamada dios siga haciéndole tanto daño a la humanidad en una era donde la ciencia y la razón deberían haber limpiado ya las mentes de telarañas medievales. Por más acopio de tolerancia y empatía frente a la otredad, sigo sin concebir cómo es que miles de cuerpos concretos puedan ser inmolados en los altares de ideas abstractas. En el año 1095, cuando el papa Urbano y Pedro el Ermitaño llamaron a la cristiandad a emprender la primera cruzada para arrebatar Jerusalén a los sarracenos, se vivía en un mundo oscuro e incomunicado regido por la superstición y la ignorancia más absolutas. La fe fue el pretexto para justificar una invasión que arrastraba, como sucede siempre, fines políticos y económicos. La toma de la ciudad santa a manos de los cruzados en julio de 1099 y su posterior recuperación por parte de los musulmanes comandados por Saladino 88 años después marcaron con hierro ardiente la historia de la humanidad. De una u otra forma, un milenio después la herida sigue sangrando. La gran diferencia es que tras esos mil años, el mundo occidental y cristiano, con todos sus bemoles e hipocresías de por medio, ha arrojado luz en sus propias tinieblas y con no poca sangre y sudor ha conseguido fundar naciones laicas que de manera imperfecta son herederas de la democracia ateniense. De acuerdo, hay elevadas dosis de falsedad e intereses, pero en todos los países de Europa y América las libertades individuales están garantizadas. Vaya, aún pese a la corrupción imperante, en México nadie me va a mandar lapidar legalmente por ser ateo o blasfemo ni obligarán a mi esposa a cubrirse la cara, cosa que no sucede en la inmensa mayoría del mundo islámico, donde la era de las Cruzadas parece petrificada en sus valores. Algo que me descompone casi tanto como el fanatismo religioso, es esa caterva descerebrada de mexicanos que como una reacción a sus complejos de inferioridad y a su afán de ver conspiraciones capitalistas en cada mínima acción, ha hecho del occidental de raza blanca el demonio de esta historia, llegando al extremo de justificar las acciones terroristas e indirectamente ponerse del lado de Estado Islámico. De acuerdo, hay muchísima hipocresía en nuestros regímenes democráticos, pero por favor no se confundan. En un escenario de guerra yo tengo muy claro con quién estoy. Nuestra imperfecta democracia nos ha salido muy cara. Con todo y las sombras de Ayotzinapa, nuestras garantías individuales serían un sueño inalcanzable para el habitante de un país sometido a un régimen teocrático islámico. No se confundan ni dejen que las garrapatas del rencor carcoman su mente. Aquí no hay relativismos ni colores del cristal que valgan. Por fallida que pueda llegar a ser, la vida en las democracias occidentales es superior y más deseable que la de un régimen de terror sometido las leyes bestiales de un libro medieval. Yo no tengo dudas: estoy con Francia y estoy con Occidente.