Rimbauds, macedonios y papasquiaros- Por Daniel Salinas Basave (publicado en Palabra)
Poseído por hadas o demonios, un poeta garabatea versos sublimes en la arrugada servilleta de una fonda pobre o en el reverso de una nota de consumo. El papel rayado con caótica caligrafía es olvidado en la mesa o arrojado a la basura. Acaso alguien lo encuentre, aunque lo más probable es que se pierda para siempre. Al poeta poco le importa y sigue su camino desparramando líneas mostrencas en las esquinas de una ciudad hostil. La imagen es recurrente, diríase hasta prototípica. Creadores que viven la literatura como un ataque epiléptico, un arrebato incontrolable ante el cual es inútil todo intento de resistencia. Ajenos a procesos o disciplinas escriturales, simplemente se inmolan en el altar de sacrificios de la pasión literaria. Su obra completa yace escrita con pluma azul en hojas arrancadas de cuadernos escolares y su mejor poema es a menudo su propia vida errabunda. Arthur Rimbaud es sin duda el santo patrono de los creadores demenciales, Ícaros cuyas alas emergentes ardieron en llamas cuando su vuelo alucinante intentó llegar al Sol. Rimbaud es el extremo de la cuerda, el non plus ultra de la poesía vivida como fiebre cuando en su arrebatada adolescencia, inmerso en un idilio autodestructivo con Paul Verlaine, logró hablarse de tú con el Infierno y anticiparse medio siglo al surrealismo. Aunque no fue un enfant terrible ni un vampiro maldito, el argentino Macedonio Fernández labró su leyenda de bardo de servilleta, genio casi ágrafo cuya hoja de vida lo emparenta con los personajes de ficción. Macedonio, sin embargo, fue un personaje real, un Sócrates moderno que prefirió el pensamiento a la escritura. Acaso su posteridad se la deba enteramente a Borges, quien se encargó de construir su leyenda al nombrarlo mentor e influencia mayor de su obra. Tal vez la encarnación mexicana del teporocho iluminado sea Mario Santiago Papasquiaro, seudónimo de José Alfredo Zendejas, el detective salvaje inmortalizado por Roberto Bolaño en el personaje de Ulises Lima. Fundador del infrarrealismo, encarnación del vagabundo demente, Papasquiaro (autonombrado así en honor a la tierra natal de José Revueltas) hizo de su vida callejera el auténtico real visceralismo mientras caminaba kilómetros y kilómetros por el DF, cruzando avenidas entre carros en movimiento, llamando de madrugada a sus amigos para recitarles poemas que después olvidaba. Ajenos a toda noción de carrera literaria, peleados a muerte con el mundo real y repelentes a toda forma de éxito o trascendencia, los iluminados de la servilleta se limitaron a transformar en garabato el dictado de sus caóticas musas. Acaso el culto y la adoración a Roberto Bolaño se explique en la vocación del chileno por homenajear y dar voz a los proscritos de la literatura, los vocacionales perdedores que en su derrota vivieron la poesía con la intensidad que las “vacas sagradas” jamás conocieron y prefirieron consumirse antes que dormir oxidados.