Eterno Retorno

Saturday, April 05, 2025

Ateísmo supersticioso


 

Mis creencias (o no creencias) están llenas de contradicciones. Una de ellas es que soy un ateo supersticioso, un racionalista a ultranza que cree en el animismo. Soy un hijo del Siglo de las Luces, pero mi vida práctica está llena de pequeños rituales y a menudo acabo actuando como si ciertos objetos tuvieran espíritu o vida propia. La semana pasada pepené un anillo de calaca en el Pasaje Rodríguez. Lindo el condenado, al puro estilacho del que ha utilizado siempre Keith Richards. Me quedaba al centavo el pinche anillo. Ni apretaba ni resbalaba. Justita la canija calavera. Pues bien, la calaca duró menos de 24 horas conmigo. A la siguiente noche de su llegada simplemente desapareció y lo peor de todo es que se esfumó aquí en casa. Tengo la sospecha de que los otros tres anillos del joyero no la recibieron bien. Como que no hubo química entre ellos. La calaca se dio a la fuga o acaso los otros tres la asesinaron (¿se puede asesinar a la Muerte?) y ocultaron su cadáver. El caso es que mi anillo nuevo anillo se esfumó. Me lo pensaba llevar de viaje, pero ahora pienso que no era su destino. Creo que alguna vez les narré la historia de mi collar de Martillo de Thor que colgó de mi cuello por más de 15 años y que se perdió en el accidente automovilístico que sufrimos en Mulegé el 18 de agosto de 2019. Semanas después el Gran Jefe Bombero Alfonso Villanueva lo encontró en la arena, pero yo interpreté que el mensaje era claro:  el objeto de poder ahora debía estar con él y le dije que se lo quedara. Del mismo lugar de donde pepené el collar (la plaza del Reloj Astronómico de Praga) procede la taza donde bebo café desde hace 21 años. Cuando estoy en casa no acepto otra taza. Siempre bebo café en la misma (y mira que bebo litro y litros de un café más negro que mi alma) El día que esa taza se rompa o se pierda irrumpirá  contundente y sin demora mi personalísimo Apocalipsis.

Thursday, April 03, 2025

Reverdecer sin cuenta entre cirios y cardones


  

…reverdece el deseo en su desgano

y regresa mi sed hacia tu fuente

 

José Ángel Buesa

 

Verde que te quiero verde

Verde viento. Verdes ramas

Federico García Lorca

 

De toda la paleta de colores, el verde es el único exponente que posee el don de volver a la vida, al menos por lo que al diccionario respecta.

Ningún otro color puede presumir en nuestro idioma un verbo equiparable a reverdecer, cuyas posibilidades metafóricas van más allá del simple y llano “volver a ponerse verde”.

Estoy a punto de afirmar que el verde posee casi en exclusividad la patente del prefijo Re (otra vez, de nuevo, hacia atrás) en combinación con el elemento ecer”, que indica un proceso o una acción en marcha y le concede su calidad de verbo.

Vaya, puedes emblanquecer o enrojecer, pero no reblanqueces rerojeces. Simplemente te tornas blanco o rojo, sin que el lenguaje le otorgue a dichos colores la posibilidad de resurgir o retornar.

Peor aún para colores como el amarillo o el anaranjado, quienes ni siquiera pueden presumir una expresión que indique su predominio. Te puedes tornar amarillento pero no enamarillas ni reamarillas, ni siquiera cuando padeces una hepatitis recurrente o tu hígado de alcohólico te empieza a cobrar factura por tantísimos tanguarnices.

Cierto, el negro comparte con el verde el prefijo Re en la palabra renegrido, pero obvia decir que la expresión podría ser incluso antagónica a reverdecer. Lo renegrido es algo que se torna de un color negro aún más intenso o pronunciado y que en cualquier caso se asocia a decrepitud, corrosión o decadencia.

El verde en cambio se quedó en exclusiva con un verbo que es sinónimo de renovarse, tomar nuevo vigor o simplemente volver a la vida.

En plan de aguafiestas también podría dejar sentado que la invasión del verde no siempre es bella para el ser humano. Una tortilla o un pan que se tornan verduzcos han dado entrada a una colonia de hongos y un rostro humano verdoso no suele ser lo más sano del mundo, pero en esos casos no se puede decir que reverdezcan.

En cualquier caso, reverdecer es un verbo ideal para frasecitas de motivación. La idea de poder volver a vivir o recuperar la lozanía perdida es una añeja seductora

En ese sentido apelamos al ciclo de vida de las plantas para tratar de apropiarnos por enésima vez del mito de una fuente de la eterna juventud. “Viejos los cerros y todavía reverdecen”, es un dicho muy socorrido por quienes queremos arrancar vestigios de juventud perdida.

Posiblemente la irrupción literaria más antigua de la expresión  reverdecer se remonte al Antiguo Testamento, cuando la seca vara de almendro que utilizaba Aarón, hermano de Moisés, reverdece y se cubre de flores por milagro divino. De hecho los versículos bíblicos están llenos de referencias a árboles que se vuelven a cubrir de hojas.

La capacidad de reverdecer es algo que envidiamos al reino vegetal, pues a diferencia de los animales, que no rejuvenecemos, tenemos la percepción de que un árbol adquiere nueva vida y luce joven cuando se vuelve a cubrir de hojas.

Nada nuevo bajo el sol. Después de todo, la machacadísima obsesión de Fausto, Dorian Gray, Melmoth o la condesa Bathory nos toma por asalto una y otra vez. No nos resignamos a caducar y nos aferramos a ser un árbol o una colina que cada primavera se vuelve a cubrir de verde.

Paradójicamente, escribo estas palabras el tercer día de abril, en plena irrupción de la primavera, inmerso en las poquísimas semanas en que nuestro entorno bajacaliforniano en verdad reverdece.

Habito en una zona árida en donde el agua suele brillar por su ausencia la mayor parte del año. Nuestra temporada de lluvias, (si es que temporada se le puede llamar) se limita al invierno y el único periodo del año en que nuestras colinas y llanos reverdecen, es en las últimas semanas de febrero y las primeras de marzo. El verde dura muy poco por estos rumbos y la única certidumbre es que para mediados de mayo habremos recuperado nuestro tradicional color parduzco y amarillento en donde el único verdor lo aportarán las cactáceas.

Sin embargo, el reverdecimiento del microcosmos y la inminencia de la primavera por venir, cumplen con aportarnos la sensación de un renacimiento.

Tampoco me pasa desapercibido el hecho de estar reflexionando sobre la palabra reverdecer cuando estoy a menos de tres semanas de cumplir 51 años de edad.

Tal vez sean viles estereotipos o condicionamientos culturales, pero hay edades que marcan un umbral.

Entre los mil y un proyectos danzantes en la pista de mi procrastinante cabeza, está la escritura de un ensayo sobre los quiebres o los giros radicales que trae consigo la cincuentena.

Al momento en que decide convertirse en caballero andante, Alonso Quijano tiene 50 años. Su pachorra vida de hidalgo pueblerino da un giro radical cuando se monta en Rocinante y sale a los caminos de La Mancha a desfacer entuertos.

Cuando Walther White se asocia con Jesse Pinkman y cocina sus primeras dosis de metanfetamina azul a bordo de una casa rodante en medio del desierto, acaba de cumplir 50 años. Su estacionaria vida de profesor preparatoriano que por las tardes trabaja en un autolavado, girará 180 grados de un día para otro cuando se las tenga que ver con el Tuco Salamanca y la mafia de Nuevo México.

También Harry Haller, el Lobo Estepario, tiene 50 años cuando conoce a Armanda, los mismos 50 que se le atribuyen a Fausto cuando conoce a Mefistófeles, justamente en el primer día de primavera.

Si le hacemos caso al Quijote, a Breaking Bad y a El Lobo Estepario, la conclusión es que cuando uno arriba a la cincuentena desemboca en una encrucijada y surge el impulso vital, acaso el último de nuestra vida, de dar un gran salto y emprender una acción radical.

La mitad del camino de nuestra vida de la que habla Dante en su Comedia ha quedado muy atrás. Atendiendo a la estadística y al promedio de vida humano en el Siglo XXI, los 50 significan tres cuartas partes del camino y la única certidumbre, es que el día de nuestro nacimiento queda ya mucho más lejos que el día de nuestra muerte.  Los cincuentones hemos dejado atrás el último vestigio de verano para instalarnos de lleno y sin cortapisas en el otoño.

¿Hay posibilidad de reverdecimiento para las otoñales anatomías? En cualquier caso la operación corre elevados riesgos de caer en el ridículo, pues el hombre maduro que se aferra a reverdecer muy a menudo acaba convertido en rabo verde.

Hay quien dice que el origen del raboverdismo se remonta a la mitología griega en la descripción del viejo barquero Caronte, que pese a su edad milenaria, conservaba extremidades y órgano color verde. En la antigüedad ser rabo verde no era un estigma ridículo, sino una virtud. Un ser vivo que pese a su avanzada edad conservaba la lozanía y el vigor sexual. Siglos después, la novela picaresca y las caricaturas de Posada se encargaron de ridiculizar al viejo verde. La calentura desentona en un cuerpo maduro. Ese sí que es un verdor terrible (con perdón de Labatut).

Por lo que a mí respecta, cuando la cincuentena irrumpió en el horizonte como una isla siniestra, también experimenté la tentación de romper y desafiar mis límites y darle un cuchillazo a la corrosión de la pachorra. A falta de un Juan Palomeque que me armara caballero andante y ante el exceso de competencia de fabricantes y vendedores de metanfetamina que hay por estos lares, preferí no emular a Quijano o a White y no se me ocurrió nada mejor que irme al desierto bajacaliforniano  y atravesarlo a pie desde el Océano Pacífico hasta el Mar de Cortés.

Una helada lluvia invernal al amanecer fue nuestro banderazo de salida en Playa Altamira, al sur de San Quintín. Nos aguardaban 110 kilómetros a través del Valle de los Cirios.

Tal vez para los adictos al senderismo sea pan comido, pero cuando  yaces instalado en la burguesa comodidad, dormir cuatro noches congelantes en una tiendita de campaña y cagar bajo la lluvia en una letrina es un buen chicotazo a tu limbo estacionario.

Narrar las incidencias y detalles de ese peregrinaje es tema central de otro texto. Por lo que a este ajolote prosístico respecta, lo que nos convoca es el verbo reverdecer y hacia allá vamos retornando.

De pronto, en medio de mi travesía peatonal, me vi rodeado por decenas de miles de cirios y cardones. El cirio (Fouquieria columnaris), pertenece a la familia botánica Fouquieriaceae y es una especie endémica de Baja California. Fue el misionero croata Fernando Consag quien la bautizó como cirio en 1751. Llegan a medir entre 18 y 20 metros de altura y suelen vivir bastante más de un siglo. Pueden pasar hasta cinco años sin agua, pues les basta la humedad de la neblina para alimentarse.

¿Los cirios reverdecen? No exactamente.  Florecen en agosto y septiembre, sus flores son pequeñas con corolas amarillo-crema; tienen una fuerte fragancia a miel y producen néctar dulce. Han sido reportadas 15 especies de abejas que rondan entre sus flores.

Ni hablar de los cardones. Su primer brazo les brota cuando tienen 75 años y se han documentado ejemplares que llegan a vivir más de tres siglos. ¿Se puede hablar de reverdecimiento entre cirios y cardones? Ni siquiera en las más prolongadas sequías llegan a ser marrones y en medio de la supremacía amarillenta del desierto, sus tallos son la única resistencia del verde.

Pensé entonces en la insignificancia de mis 50 años frente a aquella aferrada y desértica eternidad. Tal vez sea exagerado afirmar que son exactamente en los mismos cardones que contemplaron Kino y Consag, pero estoy seguro que a mi alrededor había cirios que vieron a pasar a Fernando Jordán y su muñeca a bordo del viejo jeep.

No sé si tengo vocación de cirio o cardón, pero me queda claro que aunque nací en abril, no fue mi destino ser un cadáver primaveral, pues estoy por doblar los míticos 27 de Jim, Janis, Amy y compañía. En todo caso me identifico con el zalate, capaz de chupar néctar de la roca y beatificarse en terquedad al filo de la barranca.

Dejen el falso reverdecimiento para quienes se inmolan a cuchillo desenvainado en el altar de sacrificios de la liposucción y la rinoplastia. A mí por ahora me ha bastado por caminar el desierto peninsular.

No sé si algo en mí reverdeció, pero les juro que cuando el azul del Mar de Cortés destelló frente a mis ojos en la línea del horizonte, experimenté algo muy parecido a eso que llaman éxtasis. Una reverdeciente euforia.

Tal vez el primer día de la primavera me venga a visitar Mefistófeles con un contrato de reverdecimiento, pero sospecho que lo dejaré esperando.

A la vuelta compa.

 DSB

Tuesday, April 01, 2025

Rebúsqueda y reencuentro



 ¿El que rebusca reencuentra? No necesariamente. Encuentro es la palabra complementaria de búsqueda. Reencuentro (volverse a encontrar) es una palabra con cierta carga romanticona de la que se suele abusar. Pero ¿existe acaso la palabra rebúsqueda? Hasta el Word  la marca en rojo.  

Cuando algo se te perdió algo te piden que busques bien, que busques a fondo, que busques por todas partes, que intensifiques la búsqueda, pero se escucharía muy raro si te pidieran que rebusques.  ¿Acaso rebuscas lo que has perdido?

Combinado con verbos, el prefijo re indica repetición constante, intensificación, oposición, o movimiento hacia atrás.

En Argentina, el “re” se utiliza para expresar intensidad, de manera similar a “mega”, “sí” o “súper”.

La reputa madre que los remil parió,  es poesía porteña pura.

El espíritu de la época había puesto de moda expresiones como repensar, revisitar, reimaginar. Repensar el arte contemporáneo desde la interdisciplinariedad sería un título muy acorde al Zeitgeist reinante.

Sin embargo, a la hora de ponerle un re al verbo buscar, no significa buscar intensamente ni retomar la búsqueda.  Lo rebuscado es complejo, estudiado, atildado, afectado, amanerado, complicado, insoportablemente pedante y barroco, tal como la escritura de Ánimas Rocafuerte.

Escribir es ser otro, había jurado una y otra vez, pero Ánimas Rocafuerte no podía dejar de ser él mismo. Es decir, un narrador rebuscado.  

Buscó sin éxito disfrazarse de otro escritor e intentar estilos, expresiones y temáticas radicalmente ajenas a lo que creía era su esencia. Su voz narrativa, si es que existía, era una terca redundancia, un chapoteo en el pantano de frases hechas, un limitado y predecible glosario irremediablemente rebuscado. Ánimas tenía ganas de escribir como nunca escribiría, de invocar un heterónimo capaz de romperle el engranaje a su machacadísimo estilo y ponerlo a trabajar en una página en donde no hubiera ni vestigio de su esencia rebuscada, pero fue inútil. 

Sunday, March 30, 2025

Rocafuerte quería ser secuestrado por su obra

 


Un idilio arrebatador, una comunión absoluta con el acto creativo, un desdoblamiento interior  rayano en el viaje astral, una posesión demoniaca. Sustraerse por completo del entorno hasta olvidarse de comer y dormir por estar fundido en su desparrame de palabrería.  ¿Existiría esa magia? ¿Era posible? Claro, sin duda sería posible.  Rocafuerte quería ser secuestrado por su obra, abducido a una realidad aparte en donde todo lo exterior quedaría minimizado o anulado por su fiebre escritural. El verdadero arte debía poder sentirse y debía ser algo nunca experimentado,  la liberadora plenitud de un alpinista que va alcanzando  cumbres nunca escaladas y que de pronto vuelve la mirada solo para reparar que ha trascendido el manto de nubes y que nunca había estado tan cerca del cielo.

Claro, también podría cambiar la altura del alpinista por la profundidad del buceador o el espeleólogo. Escribir su obra cumbre podría parecerse mucho a tocar el  techo del mundo pero también a descender a sus más oscuros e ignotos abismos, como un submarinista que trasciende el recreativo esnorqueleo entre peces multicolores para descender a las cuevas oceánicas, a los negrísimos pozos donde ya ni siquiera se filtra la luz;  fondos casi extraterrestres en donde  aparecen de pronto monstruitos marinos con aspecto de criatura lovecraftiana. Así también podía ser la escritura, una inmersión en sus abismales hoyos ontológicos, las cuevas del subconsciente en donde sin duda habitan  esas bestezuelas de pesadilla. Esa catarsis llegaría y sería al mismo tiempo fiebre e interminable eyaculación, una erupción volcánica que lo dejaría en una letárgica placidez postorgásmica. Una obra mayor habría sido parida y entonces, solo entonces,  se sentiría por primera vez con derecho a descansar o a morir sin experimentar remordimientos. El problema es que la muerte parecía tener más prisa que la esquiva catarsis escritural.