Tu retorno a la Zona Norte, 30 años después, no fue apoteótico ni triunfal. Tu padrino tenía razón: Tijuana ya no era la misma. El Coagüilón seguía fiel a su esencia, con sus putas rechonchas, sus travestis desdentados y los placas mordelones chingando la borrega desde sus patrullas. Ahí estaban los viejos gringos amanecidos y los furtivos teenagers en pos de su desquinte; los chinos arreando carne de perro para sus restaurantes, comprando y vendiendo chingadera y media; los politiquillos y los inspectores de reglamentos municipales vacunando con multas y extorsiones a gerentes de tugurio y los mariguanos con ínfulas literarias fumando mota en el Zacaz. Sobrevivía todo eso, pero ahora había además chingos de cristalocos, con los ojos quebrados y el cerebro fundido de tanto focazo y los tecatos en muletas, con las piernas y los brazos gangrenados de tanto arpón. Había también un exceso de chiquinarcos veinteañeros escuchando corridos alterados en sus troconas de vidrio polarizado. Te sentías desencanchado, fuera de lugar con tu ropa de vaquero flaco en cuerpo de gordo, un perfecto extraño en tu extraña tierra. Necesitabas tomarte una caguamita antes de empezar a cantar.