BIBLIOTECA DE BABEL REVISTA INFO BAJA SEPTIEMBRE
El ruido de las cosas al caer
Juan Gabriel Vásquez
Premio Alfaguara de Novela 2011
Por Daniel Salinas Basave
Toda forma de violencia hereda marcas, cicatrices imborrables que van dibujando el traumático historial de un cuerpo, de un alma o de una sociedad entera. Irremediablemente, la violencia deja siempre una huella que puede manifestarse en formas tan diversas como contrastantes: una anatomía herida, una familia incompleta, el duelo insuperable por la muerte de un ser querido; un trauma omnipresente en pesadillas o madrugadas de insomnio. En su cruel testamento, la violencia nos deja en herencia algunos necios fantasmas con complejo de eternidad. A veces, la única manera de conjurar a estos espectros es transformándolos en creación artística. El movimiento revolucionario de 1910 nos heredó un millón de muertos, varios cientos de murales irrepetibles y un subgénero narrativo como fue la novela de la Revolución. Sin duda, el baño de sangre que estamos viviendo los mexicanos en la era del crimen organizado y sus 50 mil muertos está derivando ya en obras-exorcismo que buscan conjurar a los demonios. Afectos como somos a las odiosas comparaciones, hemos repetido hasta la saciedad el mito de la colombianización de México. La afirmación común, es que el país de Felipe Calderón se parece a la Colombia de hace dos décadas. Más allá de las circunstancias específicas de cada caso, lo que hermana a colombianos y mexicanos es el tatuaje que la ultra-violencia dejó (o está dejando) en el ciudadano de a pie, el que sin haberla ni temerla se convierte en víctima colateral. Pablo Escobar, la guerrilla, los bombazos y los niños sicarios en moto nos dejaron como legado algunas novelas de esas que se releen con emociones renovadas cada cierto tiempo. El gran clásico sin duda es Noticia de un secuestro de García Márquez, aunque su némesis nihilista, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, desparrama ácidos limones en la herida abierta con sus burlas irreverentes. Rosario Tijeras, de Franco Ramos, aporta a la herencia su dosis de comedia romántica de negro humor. En forma tardía, aunque inscrita en la misma tradición, llega El ruido de las cosas al caer, del bogotano Juan Gabriel Vásquez, novela ganadora del Premio Alfaguara 2011. Al igual que le sucedió a Santiago Roncagliolo con Sendero Luminoso en Perú, Juan Gabriel Vásquez era un jovencito cuando se vivieron los peores años de la violencia en Colombia y al igual que su colega peruano (que también es Premio Alfaguara) desde hace más de una década vive en España, lejos del caos latinoamericano que sin embargo, se ve reflejado en su narrativa. Estos jóvenes vivieron su adolescencia con el horror como vecino y tarde o temprano, ese horror acaba por manifestarse y salir a la superficie literaria. El ruido de las cosas al caer tiene que ver con la forma en que la violencia va marcando y definiendo el camino de una vida, el infierno individual que germina a raíz de un episodio traumático. Ricardo Yammara es un joven profesor de Derecho cuya vida transcurre sin demasiadas emociones en la Bogotá de los años 90. Su máxima distracción es acudir a un viejo billar en el centro donde entre tragos de café con brandy conoce al taciturno Ricardo Laverde. Lo que aparentemente es una superficial relación de parroquianos cuyo único punto de encuentro son las retas de carambola, acaba por marcar y transformar la vida del joven Yammara. La novela de Juan Gabriel Vásquez refleja la forma en que el plomo y la sangre que vemos en las pantallas de televisión, en las fotos de los periódicos o incluso en la calle que cruzamos todos los días, acaba por acaba por tocar de un segundo a otro una vida cuyo rumbo se desvía para siempre. Podemos acostumbrarnos al mundo violento que nos rodea a través del bombardeo noticioso, pero nada se compara a ser tocado por él. El aporte de Juan Gabriel al testamento literario de la guerra en Colombia, tiene que ver con su inmersión en los orígenes de la misma. El horror que marcó a una nación entera no nació por generación espontánea con Pablo Escobar ni murió con los últimos animales de su fantástico zoológico, abandonado a su suerte en la Hacienda Nápoles. Ya en su novela anterior, Los Informantes, Juan Gabriel Vásquez había tomado un sendero narrativo similar al reconstruir el pasado inmediato de Colombia tomando como hilo negro un misterio dejado en herencia por alguien que acaba de morir. En su anterior novela, el personaje de Juan Gabriel bucea en el pasado oculto de su padre muerto e indaga en un secreto de la Colombia de tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En El ruido de las cosas al caer, la muerte del misterioso y efímero Laverde, lleva al maestro Yammara a subirse a la máquina del tiempo para trasladarse a la Colombia de los años 70, cuando estaban sembrándose las semillas del narco-terror que devastaría al país una década después. El infierno de una nación multiplicado en mil y un infiernos individuales. La historia del terror no parece tan abominable cuando se traduce en estadísticas de decenas de miles de muertos, sino cuando se refleja en una o varias vidas marcadas y desviadas para siempre por efecto de una violencia ciega que a todos contagia. Un retrato de Colombia, sí, pero perfectamente aplicable al México actual, donde en este momento están sucediendo mil y un historias como la de Yammara.