Eterno Retorno

Thursday, September 01, 2011


BIBLIOTECA DE BABEL REVISTA INFO BAJA SEPTIEMBRE


El ruido de las cosas al caer

Juan Gabriel Vásquez

Premio Alfaguara de Novela 2011


Por Daniel Salinas Basave


Toda forma de violencia hereda marcas, cicatrices imborrables que van dibujando el traumático historial de un cuerpo, de un alma o de una sociedad entera. Irremediablemente, la violencia deja siempre una huella que puede manifestarse en formas tan diversas como contrastantes: una anatomía herida, una familia incompleta, el duelo insuperable por la muerte de un ser querido; un trauma omnipresente en pesadillas o madrugadas de insomnio. En su cruel testamento, la violencia nos deja en herencia algunos necios fantasmas con complejo de eternidad. A veces, la única manera de conjurar a estos espectros es transformándolos en creación artística. El movimiento revolucionario de 1910 nos heredó un millón de muertos, varios cientos de murales irrepetibles y un subgénero narrativo como fue la novela de la Revolución. Sin duda, el baño de sangre que estamos viviendo los mexicanos en la era del crimen organizado y sus 50 mil muertos está derivando ya en obras-exorcismo que buscan conjurar a los demonios. Afectos como somos a las odiosas comparaciones, hemos repetido hasta la saciedad el mito de la colombianización de México. La afirmación común, es que el país de Felipe Calderón se parece a la Colombia de hace dos décadas. Más allá de las circunstancias específicas de cada caso, lo que hermana a colombianos y mexicanos es el tatuaje que la ultra-violencia dejó (o está dejando) en el ciudadano de a pie, el que sin haberla ni temerla se convierte en víctima colateral. Pablo Escobar, la guerrilla, los bombazos y los niños sicarios en moto nos dejaron como legado algunas novelas de esas que se releen con emociones renovadas cada cierto tiempo. El gran clásico sin duda es Noticia de un secuestro de García Márquez, aunque su némesis nihilista, La virgen de los sicarios de Fernando Vallejo, desparrama ácidos limones en la herida abierta con sus burlas irreverentes. Rosario Tijeras, de Franco Ramos, aporta a la herencia su dosis de comedia romántica de negro humor. En forma tardía, aunque inscrita en la misma tradición, llega El ruido de las cosas al caer, del bogotano Juan Gabriel Vásquez, novela ganadora del Premio Alfaguara 2011. Al igual que le sucedió a Santiago Roncagliolo con Sendero Luminoso en Perú, Juan Gabriel Vásquez era un jovencito cuando se vivieron los peores años de la violencia en Colombia y al igual que su colega peruano (que también es Premio Alfaguara) desde hace más de una década vive en España, lejos del caos latinoamericano que sin embargo, se ve reflejado en su narrativa. Estos jóvenes vivieron su adolescencia con el horror como vecino y tarde o temprano, ese horror acaba por manifestarse y salir a la superficie literaria. El ruido de las cosas al caer tiene que ver con la forma en que la violencia va marcando y definiendo el camino de una vida, el infierno individual que germina a raíz de un episodio traumático. Ricardo Yammara es un joven profesor de Derecho cuya vida transcurre sin demasiadas emociones en la Bogotá de los años 90. Su máxima distracción es acudir a un viejo billar en el centro donde entre tragos de café con brandy conoce al taciturno Ricardo Laverde. Lo que aparentemente es una superficial relación de parroquianos cuyo único punto de encuentro son las retas de carambola, acaba por marcar y transformar la vida del joven Yammara. La novela de Juan Gabriel Vásquez refleja la forma en que el plomo y la sangre que vemos en las pantallas de televisión, en las fotos de los periódicos o incluso en la calle que cruzamos todos los días, acaba por acaba por tocar de un segundo a otro una vida cuyo rumbo se desvía para siempre. Podemos acostumbrarnos al mundo violento que nos rodea a través del bombardeo noticioso, pero nada se compara a ser tocado por él. El aporte de Juan Gabriel al testamento literario de la guerra en Colombia, tiene que ver con su inmersión en los orígenes de la misma. El horror que marcó a una nación entera no nació por generación espontánea con Pablo Escobar ni murió con los últimos animales de su fantástico zoológico, abandonado a su suerte en la Hacienda Nápoles. Ya en su novela anterior, Los Informantes, Juan Gabriel Vásquez había tomado un sendero narrativo similar al reconstruir el pasado inmediato de Colombia tomando como hilo negro un misterio dejado en herencia por alguien que acaba de morir. En su anterior novela, el personaje de Juan Gabriel bucea en el pasado oculto de su padre muerto e indaga en un secreto de la Colombia de tiempos de la Segunda Guerra Mundial. En El ruido de las cosas al caer, la muerte del misterioso y efímero Laverde, lleva al maestro Yammara a subirse a la máquina del tiempo para trasladarse a la Colombia de los años 70, cuando estaban sembrándose las semillas del narco-terror que devastaría al país una década después. El infierno de una nación multiplicado en mil y un infiernos individuales. La historia del terror no parece tan abominable cuando se traduce en estadísticas de decenas de miles de muertos, sino cuando se refleja en una o varias vidas marcadas y desviadas para siempre por efecto de una violencia ciega que a todos contagia. Un retrato de Colombia, sí, pero perfectamente aplicable al México actual, donde en este momento están sucediendo mil y un historias como la de Yammara.

Tuesday, August 30, 2011


REGIO APOCALIPSIS

Por Daniel Salinas Basave

Cuando el último día del verano de 1596 Diego de Montemayor enterró su espada frente a los ojos de agua de Santa Lucía, sus mudos e imponentes testigos eran el Cerro de las Mitras al norte, el de la Silla al sur y al oriente la majestuosa Sierra Madre. Los mismos testigos que han contemplado 415 años de esfuerzos y desafíos; de adversidades derrotadas por la inquebrantable terquedad de hombres duros y ahorradores que tuvieron la creatividad para exprimir la piedra seca hasta hacer brotar acero, cerveza y vidrio. Esas montañas que vieron a un puñado de patriotas caer inmolados en las faldas del Cerro del Obispado resistiendo al invasor estadounidense en 1846. Las mismas montañas que vieron germinar bajo su sombra las semillas de la mayor revolución industrial del país y contemplaron el milagro de la abundancia brotando de la roca mientras se fundaban las instituciones educativas que marcarían el rumbo de México. Las montañas al pie de las cuales nací y se encargaron de que cada atardecer de mi infancia fuera mágico, porque sepan ustedes que el Sol de Monterrey nunca es tan hechizante como cuando juega a las escondidas en la Huasteca. Esas montañas son las mismas que hoy contemplan los días más negros de una ciudad en más de cuatro siglos de historia. Este horror no tiene precedente. Cierto, derramamos mucha sangre en la guerra contra Estados Unidos y durante la Revolución Constitucionalista. Tampoco se olvida la devastación de Gilberto en septiembre de 88, pero me queda muy claro que desde Diego de Montemayor a la fecha, Monterrey no había vivido un infierno semejante. Esta monstruosidad no existía ni en nuestras peores pesadillas.
Cuesta trabajo creer que hace muy poco, en los noventa, una ejecución era todavía un acontecimiento trascendente en Nuevo León, un hecho capaz de generar sorpresa e indignación. El gran crimen marca Cosa Nostra del Monterrey de los 90, había sido la ejecución al más puro estilo Chicago del gansteril abogado Leopoldo del Real, acribillado en el café Florián en enero de 1996. El asunto acaparó portadas por varias semanas. Durante toda mi época como reportero en El Norte solamente me tocó cubrir una ejecución. Ocurrió en el estacionamiento del restaurante Rey del Cabrito de Constitución y Macroplaza en 1998.
Hace apenas 15 años la vida en Monterrey transcurría aun sin demasiados sobresaltos y nadie hubiera concebido que al cumplir la primera década del Siglo XXI los regios se resignarían a contemplar día tras día una galería del horror representado en formas grotescas y extremas. Pronto cayeron al olvido los tres hombres colgados vivos como piñatas de un puente vehicular, mientras sicarios se divertían disparándoles desde la calle. Minimizado quedó el 15 de junio de 2011, cuando los regios padecieron 33 homicidios en 16 horas. De pronto, nadie se acuerda que una noche, como si tal cosa, 22 personas fueron masacradas en una cantina y la noticia muy pronto fue condenada al olvido, pues al parecer un bar de bajos fondos como el Sabino Gordo no merece la compasión de nadie. La peor de las noticias, es que el horror ya ni siquiera sorprende, ni quita el sueño, ni se cuela a las portadas de los medios. ¿Dónde ha quedado ese Monterrey que peiné en bicicleta, en cuyas calles me daba el lujo de sacar el dedo para pedir aventón? Nostalgia en penumbra por una ciudad que se perdió para siempre. Pero aun con todo este mórbido teatro a cuestas donde nada parece sorprendernos, el infierno del Casino Royale nos demostró que cuando se habla del infierno, nunca se ha caído demasiado profundo. El peor de los mundos posibles siempre puede descender un escalafón más. En Casino Royale comprobamos que la maldad existe y no conoce límites. La noticia me asestó el golpe desde una improbable televisión en un restaurante del Valle de San Quintín y confieso que aunque al igual que tantos mexicanos me creía vacunado ante lo cotidiano del terror, aquello me devastó emocionalmente. Baja California es mi casa y ante el mundo me considero un tijuanense nacido en Monterrey, pero aunque mi deseo es nunca volver a vivir en esa ciudad, desde la lejanía siento dolor por el Apocalipsis que carga a cuestas. Me duele Monterrey; me duele que las nuevas generaciones no podrán disfrutar ni vivir y acaso ni siquiera imaginar la ciudad que hasta hace muy poco gozamos porque era nuestra. Me duele ver a Nuevo León gobernado por un cobarde, un inepto que encabeza una administración pusilánime a la que veo en franca complicidad por su aberrante omisión, mientras los empresarios ponen a salvo en Texas sus capitales y su pellejo. Nuevo León, tierra de hombres recios y de una pieza, no tiene actualmente un líder con la estatura y el coraje para enfrentar la peor tormenta de su historia. No concibo cómo es que los nuevoleoneses no han depuesto y echado a la calle a la nulidad que eligieron como gobernador. Hay demasiada energía y demasiada franqueza en el espíritu de Nuevo León para dejarse caer así. Las montañas más bellas de México han contemplado cuatro siglos de grandeza y no pueden resignarse a vivir con el infierno ardiendo en sus faldas. DSB