Hay algo mágico en el Réquiem de Mozart- Una intensidad melancólica que invariablemente me hace meditar sobre los dilemas del absoluto. La vibra que me transmite esa obra en especial no tiene punto de comparación. Cuando escucho el Réquiem imagino escenas tristes de mi propia vida, como si alguien, una suerte de deidad, me contemplara desde un universo aparte, o como si alguien viese mi vida como una película y dijera: “pero que historia más triste”. Y no, mi vida no es precisamente triste en los hechos, pero esa vibra tan extraña me entra con el Réquiem de Wolfang Amadeus. Vaya, es una melancolía ontológica. Contemplo mi existencia como si fuera una tragedia griega, pero en el momento en que me veo, yo ignoro el sentido trágico y al sonar del coro me imagino escribiendo en una noche de insomnio o asomado por la ventana en un día lluvioso. El Réquiem me hace palpar el sentido trágico y melancólico de toda existencia, o de la existencia en sí. Y es precisamente esa tragedia lo que la redime. A veces mi fatalismo helénico me traiciona. Anoche Carolina y yo fuimos a escuchar el Réquiem al Cecut. Es impresionante el poder de convocatoria que tiene Wolfang Amadeus. Había una buena fila para entrar a la sala. Con dos botellas de vino tinto danzando en la sangre y el alma más que dispuesta, disfrutamos de un concierto de excelsa calidad. Pero la calidad no está peleada con la tristeza y el Réquiem invariablemente, me pone triste.
Tanto cuento inconcluso
Algunos de los fragmentos que he escrito abajo en este blog, son ficciones híbridas que he venido escribiendo desde hace algunos años. Cuando llegué a vivir a Tijuana en 1999 agarré una inspiración demencial. La ciudad y su vibra me arrancó litros de prófuga e insurrecta tinta. Algunos de estos relatos tienen que ver con temas que alguna vez traté de manera periodística.
Uno de ellos es el del general Rodolfo Navarro a cuya casa acudí religiosamente cada viernes durante al menos dos meses allá por el 2000, para aprovechar los 10 minutos semanales a los que tenía derecho para hablar con su mujer desde la prisión de Almoloya. El quería que yo como periodista abogara por su inocencia. Yo obviamente buscaba datos interesantes sobre el narcotráfico. Al final, los reportajes que se publicaron, muy al estilo Frontera, no le gustaron al General y pusieron nerviosa a la familia. De la convivencia con su señora esposa, que amablemente cedió sus 10 minutos de llamadas, puede comunicarme con este hombre preso en Almoloya durante varias semanas. Después me puse a escribir una suerte de novela en segunda persona sobre su vida, que es bastante interesante, pues en su juventud combatió en la sierra de Guerrero contra Lucio Cabañas y le tocó vivir la parte más cruenta de la guerra contar el narcotráfico.
Otro de los relatos se basa en uno de los primeros asuntos que cubrí en Tijuana, relativo a cientos de chiapanecos que llegaron a esta ciudad engañados por una maquiladora que les ofrecía sueldos de miles de dólares. Me impresionó el espejismo que tenían sobre Tijuana y los amargos tragos de realidad que se dieron al llegar. Me basé en la hipotética historia de uno de ellos, opté también por la segunda persona y por un efecto de narración en contrapartes temporales. Mientras su vida en Tijuana, narrada en los capítulos nones, va en avance lineal conforme avanza la historia, su vida pasada en Chiapas, contenida en los capítulos pares, corre hacia atrás en cada nuevo capítulo. Hay muchas otras historias. La de Jennifer Sagrario y Concepción es ficción pura. Quise llamar a todos esos cuentos o novelas cortas con el nombre de Odiando a Dios en Tijuana. Como tantos proyectos en mi vida, es algo que yace inconcluso, pero no está muerto y si algún día las políticas de periodismo maquilador me dejan un respiro, les meteré diente para terminarlas de una buena vez por todas. Por ahora, salpico al blog con algunos fragmentos.