Ocurrió un 28 de febrero y sabemos que era Martes de Carnaval (martes de carnestolendas dice Álvaro Enrigue en su Muerte súbita) Destronado, prisionero y con los pies quemados, Cuauhtémoc (o Guatemuz, Guatemuzin o Cuauthimoc) murió colgado de una ceiba, árbol sagrado maya. Yo sigo recurriendo a Bernal Díaz del Castillo como la fuente fundamental cuando de la Conquista hablamos, aunque hoy digan que fue un impostor o un prestanombres.
Nos dice Bernal que “sin saber más probanzas, Cortés mandó ahorcar a Guatemuz y al señor de Tacuba, que era su primo. Antes de que los ahorcasen, los frailes franciscanos los fueron esforzando y encomendando a Dios con la lengua doña Marina. Y cuando le ahorcaban, dijo Guatemuz: ¡Oh Malinche, días hacía que yo tenía entendido que esta muerte me habías de dar y había conocido tus falsas palabras porque me matas sin justicia!
Su condición de soldado español, no impidió a Bernal lamentar la muerte del Águila que Cae en su crónica inmortal:
“Vedaderamente yo tuve gran lástima de Guatemuz y de su primo, por haberlos conocido tan grandes señores”.
En su Libro Rojo, Vicente Riva Palacio y Manuel Payno se permiten describir a Hernán Cortés cortando la soga de los ahorcados en un arrebato de arrepentimiento. Demasiado tarde; Cuauhtémoc y Tetlepanquetzal ya eran cadáveres. En su novela sobre tenistas del Renacimiento, Enrigue habla del caído emperador como el rey feo que debe morir en Martes de Carnaval. “Jugó, cojo, manco y encadenado, el papel más bien obvio de rey feo que debe morir para que el mundo se sumerja en las aguas originales del Miércoles de Ceniza al día siguiente y amanezca, cuarenta días después, salvado”.
Según Enrigue, Cortés le dio a Marina el pelo de Cuauhtémoc para que le hiciera un escapulario. Afirma que la cabeza fue clavada en la ceiba y el cuerpo cortado en pedacitos. También dice que el Águila murió en la penumbra “por garrote” y no colgado del árbol. Muerte súbita es sin duda una novela sui generis que vale la pena leer, aunque Enrigue comete muchos errores. Dice que Cortés murió de 67 años (en realidad tenía 62), que fueron los tlaxcaltecas quienes apresaron a Cuauhtémoc; se refiere a la expedición a Las Hibueras como Hubieras (sospecho que es ironía o fino humor) que todos los descendientes varones del conquistador (llamados Martín) fueron muriendo uno a uno ahorcados. Por inexactitudes no paramos. En fin, es novela, no historiografía y yo la he disfrutado. Y… ¿en qué estábamos? Pues eso, que hoy es 28 de febrero y no deja de llover en Tijuana.
Friday, February 28, 2014
Sunday, February 23, 2014
El futbol y el despertar sexual llegaron de la mano y llegaron en plan de ciclón que todo lo arrasa. El año del Mundial mexicano significó para mí cruzar un umbral. Algunos astros se estaban alineando para desencadenar el terremoto interior que me transformaría para siempre. Acaso una excavación freudiana saque conclusiones relativas al futbol como pulsión sexual en mis profundidades inconscientes. Ahora que lo pienso el entorno conspiró para que en ese 86 se transformara mi mundo para siempre. Terminé la primaria, empecé a mirar a las chicas con ojos ya no tan idílicos y redescubrí en bicicleta un nuevo universo. Por designio paterno, mis paseos ciclistas estaban limitados a un cuadro de calles comprendidas entre cuatro avenidas de San Pedro Garza García: Calzada del Valle, Calzada San Pedro, Marne y Vasconcelos. En teoría yo no debía traspasar esas fronteras. Pero la esencia del 86 y de mis doce años fue precisamente la de transgredir límites y echar abajo cualquier barrera. Una tarde crucé la Avenida Marne y me di cuenta que la ciudad tenía un rostro distinto al recorrerla solo. Mis primeras escapadas no transgredían los límites del municipio de San Pedro, pero meses después me di cuenta que me sobraban piernas y espíritu para llegar tan lejos como me lo propusiera y entonces mi bici transgredió los límites de la mancha urbana y empezó a peinar las carreteras. Mis escapadas ciclistas se volvieron suburbanas. En bici llegué hasta la Presa de la Boca y la cabecera municipal de Villa de Santiago, el aeropuerto de Monterrey en Apodaca y el poblado de Villa de García. Había vivido doce años en aquella ciudad y sentí como si la estuviera apenas descubriendo. Monterrey y sus alrededores eran míos. Mi cuerpo y mi mente, al igual que mi ciudad, también me parecían nuevos. Había cambiado el estuche y también el interior. Ahí había otra piel y otra alma.