El hombre dijo llamarse Aputsiaq
Tan
improbable como la irrupción de la bestia en medio del océano, fue la llegada a
la playa de un hombrecillo enjuto envuelto en una piel de un oso de polar. Un
ser de edad indefinida, con el rostro surcado por las huellas de la intemperie
en infinitas tormentas de nieve. Antes de cruzar palabra me dio de beber de un
cuenco forrado en piel. Era un licor caliente, pastoso, con elevado contenido
alcohólico. La sensación de calor en las entrañas fue inmediata. También el
mareo de la embriaguez. Pese a mi largo kilometraje en licores rudos, aquel
trago zarandeó mis neuronas. Aunque el recién llegado lucía como un típico
inuit, con sus ojos rasgados y la barba
rala, lo primero que me sorprendió fue escucharlo dirigirse a mí en perfecto danés. Me preguntó cuánta gente
viajaba conmigo en el umiak y si creía que pudiera haber otro sobreviviente. De
lo poco o mucho que le dije, lo que pareció impresionarlo más fue el relato de
mi encuentro con el extraño pez pétreo. Me miró con una expresión de pasmo,
diría hasta de reverencia y me pidió más detalles, pero creo que para entonces
yo estaba demasiado cansado o acaso ebrio para poder hablar con coherencia.
El hombre
dijo llamarse Aputsiaq y se presentó como pescador y curandero. Me hizo
acompañarlo por una escarpada pendiente hasta una grieta entre dos descomunales
rocas. Al interior estaba su hogar, cubierto de olorosas pieles de oso y lobo
que fungían como alfombra. Entre pedazos de animales que yacían desparramados
al interior de la cueva y piezas de joyería antigua, descubrí el pétreo dorso partido de un pez
como el que me había rescatado en el helado mar.
Mi
anfitrión me dio a comer la carne de aquel animal, me hizo beber un espeso
aceite de sus entrañas, envolvió mi cuerpo en una piel de oso y yo perdí el
conocimiento, sumergido en un sueño alucinante y afiebrado. Ignoro cuánto
tiempo dormí. Desde entonces a la fecha mi percepción del paso del tiempo se ha
alterado.
Desperté en
una luminosa mañana sin poder precisar cuánto tiempo había dormido. No alargaré
mi relato tanto como se alargó mi estancia. Los días o meses subsecuentes no
fueron muy distintos a aquella mañana en que Aputsiaq me llevó a recorrer la
isla y a pescar a bordo de su umiak. Su herramienta de pesca era un rústico
hueso de cetáceo afilado como arpón que manejaba con maestría a la hora de
cazar las focas que constituían la base de su alimentación.